Podemos definir a Luzifer como un thriller de montaña, misterioso y tenso, pero también como una película sobre la existencia, vehemente, fanática y cargada de información in explícita -no clara, no simple, que puede confundir nuestro sentido y en general está oculta-, donde los elementos funcionan como atmósfera apretando una burbuja húmeda, lacerante y espesa. Escrita y dirigida por el austríaco Peter Brunner, protagonizada por Franz Rogowski y Susanne Jensen, y producida por el patriarca del cine austriaco Ulrich Seidl, Luzifer es también un melodrama actual para ver con entrega y avidez, que nos demanda ingresar en el ritual de la erótica, de su sentido propio y dislocado, con al menos dos capas de relato, una que hace avanzar la trama, otra que motiva las transmutaciones y superaciones a otro nivel.

El disparador es una historia real, aunque en realidad no se nota. Queda de aquello el interés del director por las formas de la encarnación de la fe en la fuerza vital. La película de inmediato nos instala en un páramo donde habitan nuestros protagonistas, en medio de los Alpes, un lugar perdido para toda mirada utilitarista y eficiente. Johannes, un joven crecido en la montaña; Arthur, su águila dorada, criada por él junto a otras aves de rapiña, las montañas, la niebla, el entorno todo; y María, madre de Johannes, de la que pronto sabemos que porta una vida intensa con un pasado punk subyacente. Ellos -montañeses, entregados y autolegitimados- viven una cotidianidad de inmersión compleja y completa en la persistente contradicción con la hostilidad natural. La locación supuso la preparación del equipo durante meses para poder habitar las formas locales que dan sustancia a la película.Salvo Rogowski, ninguno de los actores es profesional, son locales y esto  se trasluce en la radicalidad de las actuaciones. El Johannes de Rogowski logra camuflarse con los demás, incluidos el águila, las montañas, los deshielos, componiendo un escenario inestable, fascinante, medio animal y poderoso en sus formas primarias. Susanne Jensen tiene su historia; artista alemana sobreviviente de abuso y pastora evangélica en la actualidad, termina ganando como mejor actriz en Sitges por este papel.

El hilo narrativo gira en torno al asedio, por parte de una compañía turística, sobre el terreno en el que habita Johannes y su familia, con el objetivo de instalar un teleférico de acceso al resort. Con tintes post punk, su trama retoma el cuerpo a cuerpo de las tribus urbanas de los 80s: anarco contraculturales contra violentos skinheads. Aquellos, quienes resistían junto a sus padres en las revueltas sindicales ante el desmembramiento del entramado social de la clase obrera en un mundo abierto al capitalismo feroz durante la década del cambio de la economía industrial a la sociedad de servicios; ese punk inicial que también, y en el mismo sentido, se alzaba contra la explotación animal. Y los otros, alineados bajo la manga hegemónica local, aplicando razias autoritarias. De algún modo esa trama se repite igualmente polarizada en el conflicto contemporáneo que trae Luzifer. La mirada diagonal sobre la propiedad de la tierra y sus usos también se hace presente, e inmediatamente emergen dos fuerzas: habitar lo dado como sobre-abundancia en la vitalidad natural, o el dominio y control sobre los recursos vivos limitando y enajenando todo hacia lo que comenzamos a llamar terreno, límite, propiedad y usufructo. En este sentido, no es una película ecologista ni marxista.

La puesta en escena nos propone de entrada un punto de vista a-humano: cámara serpiente, cámara dron, águila cámara, sonido siniestro, abismo donde lo que suena se retira. Puesta que nos fuerza a adoptar ese punto de vista de la diosa Natura en su forma compleja y generosa pero ardua y firme en su contradicción, e invivible para la lógica del sujeto moderno. Nos pide quedarnos en lo que no sabemos habitar. Rápidamente tomamos partido contra la hegemonía abusiva del poder autoritario e imperante a favor de lo inconfortable y real. Sucios, desprovistos, curtidos, incómodos, abstinentes, rituálicos, bordeamos ese mundo con los personajes, invitados a una forma de la locura.

La casa que habitan está detonada, no hay belleza clásica alpina sino organicidad deforme, una belleza propia sin parámetros. Algún celular desactualizado, tecnología obsoleta, viejos VHS, máquinas de amasar a manija, bidones de nafta, generadores y vinilos, vestigios de otra época. Animales de rapiña, una huerta precaria y muchos, muchos objetos y prácticas rituales los guían -a ella constitutivamente, a él como modelo de crianza. Fuera de la casa, un árbol partido hace las veces de cruz y dentro suyo se puede ver la figura carbonizada de una mujer-virgen. Allí rezan y piden por la abuela Elia quien abandonó a María a sus abusadores cuando era niña. Dentro de la casa hay una cabeza de arcilla a quien llaman padre y veneran con culebras y otras minucias. Así presentado, ellos -los que evidentemente han creado su tiempo- interactúan con poca gente. Hay dos personajes más que dan cuenta de una mínima comunidad, un vecino montañés que les proveen algunos insumos y no habla (es el amaestrador de águilas local en la vida real), y una veterinaria que ayuda a Johannes mínimamente con las aves y con quien teje una erotización animal. En parte, y como excusa por parte de María, esta relación funciona de toque desencadenante mucho antes de que todo se prenda fuego. El acto sexual pone fin a la letárgica presión que se genera durante el desarrollo de la trama, desencadenando los rituales finales hacia la resurrección, al mismo tiempo que desenlazando la expansión de la violencia más directa contra ellos.

María deja que sepamos que es feliz, que la montaña es su salvación, que fue abusada, que es ex alcohólica, que le duele el abandono de su madre. Que el abuso sobre ella ya fue perpetrado en el pasado y que vive allí retirada de los formatos del consumo abusivo en todos los sentidos, que logra la abstinencia gracias a sus ceremonias rituales, algunas íntimas e inconfesables, otras lúdicas y cotidianas y que comparte con Johannes. Teñida con algunos elementos cristianos y mucho paganismo, al amor a su hijo y al lugar que habita, así como su fe inquebrantable en el padre y en la diosa Natura, María ora por los muertos a quienes odia y ama, hay perdón pero también rencor escondido en su obrar. La virtud, habitar su ficción y un montón de otros animismos le guían la vida diaria en forma de locura salvadora. Sabemos que el padre de Johannes murió, ella le dice que los salvó, que si no fuera por él no estarían ahí. Interesante porque el destino del padre es dudoso: con solamente dos planos picados, Brunner nos deja ver un torso masculino de espaldas -semi hundido en el lago congelado, vestido y con el brazo dislocado, mientras lo picotea un ave de rapiña- dándonos a entender que allí hay un cuerpo apartado y que no es parte de las reliquias que veneran. Cada vez que María dice padre va a caber la pregunta de a quién se refiere. Ella tiene todo el cuerpo tatuado, incluso a Cristo entre otras cosas más importantes; el libro de mamá relata la leyenda de su propia vida a modo de biblia pagana. Lo sabemos porque a la brevedad se desnuda en una suerte de pogo doméstico con su hijo, mientras amasan en un arrebato de euforia festiva y nocturnidad rural, al son del disco Liebe (amor): ¡¡Amor es otra palabra, sólo baila en esta tierra! Liebe, Liebe!!!. Cargada de ceremonias, hogueras, fuegos sacrificiales e intimidad -donde no hay moral ni buenas costumbres pero sí amor y no abuso-, esta rutina es interrumpida de manera creciente por llamados telefónicos, drones incomprensibles y luego muertes.

La relación entre madre e hijo es el cuerpo de la película, una relación sin urbanidad. María proyecta sobre Johannes su creación más pura. Lo guía, resguarda y venera, intentando por todos los medios cuidar ese útero gigante llamado naturaleza. Él, con su halcón, sus derroteros, su vida asombrada por lo extraño, su sexualidad aniñada y animal, la madre le repite que no debe ir a la cueva. Caen sobre él falsos flashbacks o flashforwards de hechos siniestros que, entendemos, no ocurrieron pero que serían una opción dependiendo de cuánto se organicen las fuerzas que los gestan. Mientras ellos mantienen las cabezas rapadas y una ropa cualquiera, cortada y sucia, la montaña es el territorio de su retiro continuo, la construcción deforme del ritual que crean y habitan. La película no se basa en la búsqueda cristiana ni en que Luzifer es el nombre del Diablo; la liturgia cristiana que podemos reconocer como occidentales funciona como excusa, enraizando una religiosidad más profunda y pagana que sostiene a María quien, en definitiva, lleva la fuerza de la trama corporizando la fe y filtrando ante su hijo el ingreso del Mal. Pero para cuando esto ya es fatal y aparece la violencia capitalista definitiva para imponerles la venta de la tierra, la presión no sede y las ceremonias cotidianas se ven trastocadas, hay muertes, arrebatos y forzamientos.

Detrás del anonimato de los primeros drones que visitan la región, se alzan patovicas violentos que terminan por vencer cuerpo a cuerpo la voluntad de María, llenándola de alcohol y haciéndola firmar. Fracturada, vulnerada, no pudo evitar romper su promesa de limpieza pero no su fe, lo que le queda es la fatalidad de la muerte porque el trabajo con su hijo ya está hecho.Hay seres que acompañaron a un ermitaño en su camino a la superación. Y siendo que Borges lo hizo siempre-ya-mejor-, traer el comienzo de uno de sus cuentos me evita dar la referencia citada de una manera obviamente más torpe: Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, ´un Zarathustra cimarrón y vernáculo´; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones. Luzifer está repleta de material simbólico: la cueva, el bosque, el retiro, los altares, los fuegos, y en la lista hay dos animales que acompañan a Johannes en el relato retornando eternamente y con la misma hermosa imperfección con el original con la que se presentan los fetiches religiosos de María.

Volviendo a la referencia de Así habló Zaratustra: el ermitaño se encuentra con dos animales, el águila representa el orgullo y se mantiene en las alturas sin presunción pero con la seguridad de ya-no confundirse; ella vuela en círculos hacia arriba, lleva a la serpiente, el animal más inteligente y astuto, enroscada en su cuello. Así se le presenta al profeta, el simbolismo del anillo del eterno retorno, el orgullo como fuerza de ascensión, alejándonos de lo que hay de inferior en nosotros, siendo lo que hay de superior en nosotros lo que nos reclama. Tanto Arthur como las serpientes -que aparecen como visión en el bosque arrasado por la tala, más alguna analogía como el pelo de la veterinaria sosteniendo la tensión entre el bien y el mal antes que llegue la superación- son investidos por aquellas características. Johannes vive entre animales, es claro que los animales lo fortalecen He encontrado más peligros entre los hombres que entre los animales, peligrosos son los caminos que recorre Zaratustra. ¡Que mis animales me guíen!. La cuestión es que el Zaratustra que acepta la verdad trágica del eterno retorno es el que se separa del águila y la serpiente, comprendiendo que no se puede amar la verdad sin amar al mundo tal cual es. Esa es la vuelta a la religiosidad más radical, la que ama la vida sin Dios. La cita al último Nietzsche dentro de la película ocurre bellamente y sin necesidad de ser denunciada, es el propio relato que está entramado en su materialidad.

Quizás entonces la cuestión intrínseca que planea sea el amor fati, a lo que ocurre, a la vida tal cual es , aunque sea esforzada y dolorosa. Así obra María, confiando en que esa es la forma de la superación del hombre, que en la especulación no hay nada vivo y que Amor es ir más allá de la astucia; un amor que no es caos, porque lo que está madurando es un fruto que tiene un sentido propio y un tiempo diferente. Es lo honesto vs lo universal, el ritual contra el resort que propone una naturaleza que inevitablemente va a quedar convertida en paisaje.

¿Por qué Luzifer? Llega un punto de la trama donde ya no hay vuelta atrás, es entonces cuando María empieza a hablar de Resurrección y todas las fichas están puestas en Johannes. La Resurrección de Jesús significa que,pese a lo brutal y maldito que sea el mundo, Dios no lo va a abandonar. En latín lucifer es aquel que porta la luz, es Venus, el lucero de la mañana como estrella caída. En el Cristianismo es el nombre del ángel Príncipe de los demonios antes de su caída por revelarse contra Dios, lejos aún de ser nombrado Satán asociado al diablo y al Mal. La ceremonia de resurrección compara al Cristo, resucitando hacia el Padre, con aquel lucero. Las teorías gnósticas entienden el rol de Lucifer es el de quien pone a prueba nuestra fe, forzándonos a distinguir. Entonces, quizás, diría que Luzifer muestra la fuerza oscura que habita en toda forma de existencia; el problema de la película no es que exista Lucifer como fuerza, incluso ellos mismos lo habitan, sino que el lucero no logre guiar el ascenso y que Lucifer se convierta finalmente en Satán.

María guía con fuerza animal a Johannes en lo que ella entiende como su tránsito hacia la Resurrección. Él, hacia el final de la trama y luego de hacer lo que le toca en la afirmación de lo que ocurre, crema a su madre muerta en una ceremonia esmerada y solitaria. Y una vez que los rituales ya no se realizan y aquella fuerza ya no lo guía, la película termina con Johannes encarando la subida a la cueva prohibida repitiendo Infierno-agujero-cueva. ¿Dónde está el Diablo?.

No puedo dejar de citar la referencia a Andrei Tarkovski por muchos motivos: primero, la religiosidad presente en toda su obra y en particular en relación a Stalker: segundo, la estética del protagonista, el saber no racional, la fe en el destino -sea cual sea su resultado- casi como un sacrificio, y, por último, el uso de la cámara-animal, viva, como parte de algo que excede a la razón.

Luzifer (Austria, 2021). Guion y dirección: Peter Brunner. Fotografía: Peter Flinckenberg. Música: Tim Hecker. Elenco: Franz Rogowski, Susanne Jensen, Theo Blackiner, Monica Hinterhuber. Duración: 103 minutos. Disponible en: Mubi.

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