Atención: Se revelan algunos datos importantes del argumento y la resolución final.
Con la recientemente estrenada La maldición de la casa Winchester (The Spierig Brothers, 2018), aparecía en escena un terror reaccionario que buscaba instaurar la necesidad de las armas como protección contra el pasado “salvaje” (indígenas y esclavos) que volvía a atormentar al país del norte. En este caso, lo reaccionario se desenvuelve en una temática que se retoma de los 70: el Mal encarnado en la contracultura, en el feminismo y en las religiones no cristianas.
La película empieza con una toma que aísla el universo, concentrándose en una casa de estructura casi teatral, recortada perpendicularmente y separada de cualquier espacio-otro. Una casa de muñecas, una miniatura que revela artificialidad dentro del plano narrativo y pone al dispositivo en primer plano: todo es una representación. La protagonista, Annie (un gran trabajo de Toni Collette), es una artista que trabaja con miniaturas, como forma de manipular el mundo, de (re)crearlo. En esta relación porosa entre la realidad y la ficción, decora su casa y recrea episodios de su vida. Es a través de ese arte que logra cierta forma de catarsis e intento de ejercer poder sobre situaciones que en la vida real no tiene. Sin embargo, esa puesta en abismo determinada en la primera escena funciona como ostentación del poder manipulador que se ejerce sobre el espectador, al que se mantiene inmerso en la narración por medio del buen manejo de la tensión, poniendo énfasis en los conflictos internos y la psicología de los personajes.
La manipulación es, a su vez, un elemento fundamental al interior de la trama: Annie se ve envuelta en la contrariedad de superar el duelo por su madre recientemente fallecida, al tiempo que resiente el poder que esta ejerció sobre su persona en vida. Poder materno que se perpetúa después de la muerte y que se revela como sometimiento para Annie (compartido con el espectador, adherido a su punto de vista). Esta relación conflictiva y la figura de la madre como ente tenebroso que fagocita a sus hijos marca el drama familiar y las tensiones de eso que está desintegrándose a causa de las represiones que se liberan con la(s) muerte(s). Se trata de una familia que al comienzo se muestra cohibida y con la sucesión de las heridas se va desmoronando la estructura que la contiene para descubierto la causa de la corrosión: una madre que rara vez oficia de tal y se descubre como monstruo.
Todo sucede en esa casa, en el interior de la familia timoneada por la madre. El desequilibrio familiar se desenvuelve de a poco, con pequeños pasajes inquietantes, extraños, que paulatinamente cobran tintes extraordinarios. A partir de la segunda mitad de la película, cuyo inicio es marcado por la segunda muerte y el descenso de la cámara junto con el féretro, la inestabilidad se acentúa hasta estallar. Sin embargo, apenas el espectador ingresa con la cámara en la habitación matrimonial aparece la idea de la muerte y del duelo para demoler la institución familiar, por lo que no hay un estado de normalidad desde el cual se parta, no hay orden que reestablecer. De ahí el halo trágico que recorre la película, que se ve creciendo gracias a la culpa que sufren –y acusan- los personajes por no cumplir con los roles protectores socialmente asignados dentro del estrato familiar. Ninguno de los personajes logra desempeñar el suyo y, sin embargo, el foco es siempre puesto en la negligencia de las mujeres. Incluso la mujer “buena” (Annie) hace daño. Es parte de su naturaleza. Es a través de las mujeres que ingresa el Mal. Por la mujer y su deseo -necesidad- de apropiarse del cuerpo del hombre, sobre el que pretenden ejercer control.
El título original, “Hereditary” (hereditario), hace hincapié en aquello que se transmite de generación en generación: la locura. La inestabilidad mental recorre la historia familiar. Tres generaciones de mujeres terminan decapitadas. Pierden la cabeza, literalmente. Una metáfora algo acartonada pero efectiva de locura. Annie cuenta -mientras la cámara se acerca en clima intimista-, que su madre tenía demencia. Más adelante ella será tomada por loca. Por su parte, Charlie, la hija de trece años, presenta conductas pérfidas, como desmembrar animales con intenciones totémicas. Locura, paganismo y mujeres es la tríada que corrompe a los hombres. Lo que se deconstruye es una familia en franca putrefacción y hacia el final se reconoce el motivo: la religión como elemento equilibrante de la sociedad se encuentra subvertida en una blasfemia al cristianismo (se perpetra una recreación pagana de la crucifixión cristiana). Por lo tanto, oficia de conducta influenciadora perversa. En este caso, la religión no parece venir desde afuera, desde otro país, sino que se instaura dentro de la misma familia. Religión pagana y matriarcado relacionadas para controlar al hombre porque lo necesitan. La Madre es el Mal que impera en un contexto donde lo sobrenatural se muestra como posible manifestación de una psiquis desequilibrada.
Es un terror que no solo se instala en la institución familiar, sino que además lo hace a partir del drama, del duelo y desde la perspectiva psicológica, lo que acerca al espectador a los hechos. Todo tiene un por qué y no se sobreexplica, dejando que este sea parte de aquella creación que se proyecta frente a sus ojos. No se apela al abuso de sangre, destripamientos, ni sustos repentinos sino a una violencia ejercida sin las ampulosidades propias del gore, una violencia que se despliega desde expoliación de la voluntad, del libre albedrío, y desde cierta “naturalidad”. El mundo ya no es mágico, no es un mundo-otro. El horror se desenvuelve dentro de lo conocido, de lo familiar -en todo sentido de la palabra-. Ahí emerge realmente lo siniestro, atendiendo al dictamen hitchcockiano que celebraba el “…llevar nuevamente las historias de crímenes y asesinatos al hogar, a donde pertenecen.”
El legado del diablo (Hereditary, Estados Unidos, 2018). Guion y dirección: Ari Aster. Fotografía: Pawel Pogorzelski. Edición: Jennifer Lame y Lucian Johnston. Elenco: Toni Collette, Gabriel Byrne, Alex Wolff, Ann Dowd y Milly Shapiro. Duración: 127 minutos.
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