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Lo primero que llama la atención en El clan es que no responde a la narración que Trapero propuso más a menudo. Quiero decir: no hay esta vez la historia de un personaje (cuyo punto de vista puede ser único o no) que ingresa a un mundo nuevo, y al que debemos seguir obligatoriamente. La Julia de Leonera es una mina de guita metida en una cárcel de pobres. Los curas de origen burgués de Elefante blanco trabajan en una villa, y uno es un francés recién llegado. La doctora de Carancho conoce al abogado que interpreta Darín y con él la red de tongos en la que se mueve. ¿”Qué hace una pendeja como vos metida en esto?”, le dice un tipo a Luján (la doctora) antes de cagarla a palos. Con algún ajuste menor, la misma pregunta podría dirigirse a casi todos los protagonistas de Trapero. El ejemplo más depurado de esta narración sigue siendo El bonaerense: ese flaco que abandona el pueblo y se mete en la policía para zafar de un lío, y finalmente retorna como un Ulises sin atributos, es el personaje más logrado de Trapero después del Rulo de Mundo grúa, el más funcional, el que sostiene de mejor manera el punto de vista, tal vez porque su actor es desconocido y la falta de carisma y profesionalismo juega a favor de la película. Ni Leonera, ni Carancho, ni Elefante blanco consiguieron una coherencia similar, y no debe ser ajeno a este problema el que Trapero haya modificado sus pretensiones después de Nacido y criado, y decidido convertirse en el más competente narrador de lo que podríamos llamar el mainstream argentino sofisticado. Alto estándar técnico, actores convocantes, temas serios, virtuosismo formal, mirada puesta a la vez en la boletería y el prestigio: un proyecto de este tipo exige otras películas, no El bonaerense, y Trapero ha sabido conseguirlas.

(Lo bueno de este cambio es la búsqueda de emoción, ausente en la sequedad narrativa de El bonaerense. Lo malo es que las películas de Trapero -con la excepción notable de Mundo grúa– muestran una tremenda dificultad de contacto. Se puede ver en las escenas de sexo: las de El bonaerense, poco sentimentales, son más memorables que las de Carancho, en las que juega el amor).

Así que nada de extranjería, y por lo tanto ningún personaje que funcione como baqueano, tal como pasa en Leonera con la presa que se ubica entre Julia y el pabellón o en Nacido y criado con los hombres que están en el sur desde hace tiempo. Todo lo contrario. Una de las ideas de El clan es que no hay exterior, y por lo tanto no hay nadie que pueda entrar a un mundo desconocido. (Con esfuerzo digno de la persecuta autorista alguien podría señalar: ese personaje es la familia entera, ese mundo nuevo la democracia). Cuando alguien entra en la historia tiene códigos en común con los que ya están en ella: sucede con la novia de Alejandro, que llega a la película buscando un traje de neoprene, y por supuesto con Maguila, el Puccio que vuelve de Australia. Incluso el modo en que la banda cae es propio de esta endogamia: la familia de la última secuestrada mueve hilos que supo mover papá Arquímides. La alta sociedad sanisidrense ocupa toda la escena. Solo existe esa clase, con una subdivisión de la que Trapero trata de obtener algo de drama: los Puccio pertenecen pero tienen un pie afuera que les recuerda el modo en que lo hacen, si se quiere menos pleno que el de sus víctimas, siempre empresarios. Comparten fiestas, deportes, ideas, destinos turísticos, modos de comportarse y vestirse, pero no la alcurnia larga, la vida de rentas, la disposición del tiempo. La escena más importante en este sentido es la de la zapatería. Alejandro se prueba calzado de primera línea, escucha y acata las preferencias de su padre, pero cuando el dueño del negocio les quiere hacer un regalo Arquímides se niega rotundamente, y mira como diciendo: ningún cajetilla va a darle nada a un Puccio.

image (1)En un mundo tan cerrado, la única salida es viajar lejos. Maguila se queda en Australia porque no quiere seguir con el laburo de su familia. El varón más chico se va a jugar al rugby al exterior y le dice a Alejandro que no piensa volver. El mismo Alejandro imagina una chance en Suecia con su novia. A este encierro Trapero le impone un golpe de exterioridad brutal por medio de archivos que reponen la historia con mayúscula. No se trata solo de elementos que permiten explicar los problemas que causa en la banda la pérdida de sus contactos dentro de las fuerzas armadas, o que ponen en crisis la verosimilitud del secuestro extorsivo con fines políticos que Arquímides utiliza como disfraz. Es algo mucho más profundo, que ataca la raíz misma de la película, que la obliga a significar.

Trapero intenta que su familia no sea solo un caso de la crónica policial con vínculos en el estado sino también un síntoma, o un eco, o una analogía, o el nombre que merezca una representación que no se quiere agotar en su propia historia sino declarar algo acerca del país en el que esa historia tuvo lugar. La manera en que pone en escena las acciones y los esfuerzos que hace por mantener presente el contexto histórico –emisiones radiales, imágenes de Galtieri y Alfonsín (dos bien significativas: en el balcón de la Rosada ante el pueblo y recibiendo el informe de la CONADEP)– obligan a pensar en correspondencias que una vez pensadas se revelan dudosas. Es difícil no ver que el secuestro funciona como chupada y la casa de los Puccio como centro clandestino. Incluso el lugar que ocupan los hijos en la familia parece diseñado para que veamos en ellos distintas opciones ante el horror: hay quien participa, hay quien no aguanta pero se calla, hay quien trata de hacer como que no sabe. Una vez establecidas ciertas asociaciones otras llegan casi por inercia. Es lógico. Si A, B y C están en función de 1, 2 y 3 entonces es probable que haya que buscar un 4 para D. Por ejemplo, la cuestión de la autoridad y la obediencia. Eso es lo que está en juego en la relación entre Arquímides y Alejandro, que si bien se basa en lazos que no son los de la institución militar (Alejandro no es el soldado de su padre) nos permite pensar en ellos. Digámoslo así: el tema pasa por el margen de maniobra que tiene un subordinado. El cerebro criminal es Arquímides, a quien vemos solo varias veces, en una oficina, planificando sus golpes, y en equipo luego, ejecutándolos, y solo otra vez, comunicando por teléfono a los familiares de sus víctimas las condiciones del rescate. Pero Trapero no exime de responsabilidades a los hijos, y menos que menos a Alejandro, que puede no obedecer.

También el punto de vista filosófico sobre el mal que propone El clan hace pensar en crímenes de estado, porque a propósito de estos fue que Hannah Arendt lo elaboró. El largo y atractivo y a esta altura traperiano plano secuencia que sigue a Arquímides (a propósito: Guillermo Francella en plan máscara ominosa, muy correcto excepto en el único momento en que se pone expresivo y grita y gesticula como para spot de Oscar) desde la cocina de su casa al baño donde mantiene encerrada a una de sus víctimas lo señala con elegante énfasis: existe una continuidad entre las acciones cotidianas y las acciones extraordinarias que exige ser rotulada como banalidad del mal. Francella le hace unos masajes a su mujer mientras ella prepara un plato de comida, después lo agarra y empieza a caminar, le pide a Alejandro que baje los pies de la mesa, le comenta algo a su hijo menor, sube la escalera, le avisa a una de sus hijas que la comida está lista y finalmente abre la puerta del baño para que veamos al cautivo, que es el destinatario del plato. El criterio es el mismo que sostiene las escenas de Garaje Olimpo que muestran a los torturadores cumpliendo horario o tratando de reparar la máquina con la que laburan, como si fueran torneros o tejedores. Arquímides y su esposa sostienen la normalidad monstruosa a la que apunta Trapero. En los hijos hay dudas, cobardía o esfuerzos por no saber, pero de todas maneras hablan de pavadas, estudian y juegan al rugby.

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Obviamente, no hay en El clan un intento por hacer valer lo mismo una política de estado que un caso policial. Pero es indudable que a Trapero no le alcanza con el caso policial y pretende reponer a partir de su historia una política de estado. Arquímides labura para un comodoro, en una escena visita a Aníbal Gordon en la cárcel, sus contactos son expertos en eso que él hace, y de ellos debe haber aprendido. La foto de Perón que cuelga en su oficina y los datos anteriores lo ligan a la Triple A. Ida y vuelta: Los Puccio secuestran y matan como el estado argentino, el estado argentino es una organización criminal. Dato feliz: la democracia termina con ambos, puede que con alguna demora propia de los tiempos de transición.

En realidad, para síntoma –un concepto muy problemático, usado en general a la bartola, y que parece condenado a olvidar el cine en pos de aquello que en el cine se haría manifiesto- a los Puccio les falta profundidad. Lo que hay entre la familia y el país es un conjunto de analogías débiles. Unos ecos, como decía antes. Pura iconografía. Que esto recuerde aquello. Si todas las asociaciones parecen ya desgastadas apenas expuestas es porque El clan fracasa en su narración principal. No hay una superficie robusta que genere y sostenga los niveles profundos a los que Trapero aspira, o que los aturda si resultan banales o reaccionarios. Qué poco de Scorsese hay en una película que mira tanto a Scorsese. Los golpes de la banda, que son los episodios en los que el director pone en juego su habilidad, no soportan la comparación con su modelo. Basta ver lo que pasa con la música. “Sunny Afternnon” de los Kinks suena durante un secuestro como podría hacerlo durante una de las tantas escenas ultraviolentas de Scorsese. Pero no hay nada de la felicidad psicopática del viejo Marty en El clan. Nada que permita el goce incorrecto, el arrebato sensorial, esa impresión de cine como saque que producen películas como Buenos muchachos o El lobo de Wall Street, que se ven, se escuchan y se esnifan. Trapero trata su tema con absoluta seriedad. Porque habla de hechos reales, porque involucra a la dictadura, porque jamás se permitirá el derroche scorsesiano ni las libertades del exploit. Es su elección, está muy bien: inútil pedirle a una película que sea lo que no quiere ser, que obedezca criterios fijos, que nos ilustre. Pero en el registro siempre grave de El clan los scorsesismos quedan huérfanos, y uno no puede dejarse llevar por la maravillosa canción de los Kinks porque está ocupado preguntándose a qué viene tamaña ligereza en una película que pesa como un barco.

Una virtud de El clan es que evita los tics de la reconstrucción de época no muy lejana, esos signos que propician un reconocimiento generacional inmediato, tan comunes en el costumbrismo haragán. El póster de un equipo de fútbol, una botella de gaseosa, la publicidad de un chocolate o unos jeans.  Inteligente, Trapero no repite en los escenarios íntimos lo que hace con los archivos públicos. Pero hay algo muy llamativo en El clan. Del periodo 1982-1985, además de Alfonsín, Galtieri y algunas revistas (Somos, Gente), Trapero elige una película que apenas unos años atrás hubiera sido impensable encontrar –al menos sin distancia burlona- en la obra de un director del nuevo cine argentino. Se trata de En retirada, de Juan Carlos Desanzo. Son tantos los elementos que tiene en común con El clan que en un momento aluciné que en la tele muda de los Puccio aparecía Julio De Grazia gritando desde el piso una puteada al viejo estilo: “Matame, hijo de puta, no me dejes vivo”. Ranni (el Oso) cuidando sus plantas mientras la televisión transmite manifestaciones que piden por los desaparecidos coincide con Francella diseñando sus planes mientras la radio habla de fuga de divisas. La escena en la que Francella ve cómo los servicios levantan todo porque es hora de guardarse evoca esa otra en la que Ranni ve cómo Sofovich quema papeles en el baño. Se puede decir que estas semejanzas son meros motivos argumentales o bienes públicos provenientes del cine clásico, y que no hay relación entre las dos películas. Pero la verdad es que El clan y En retirada se parecen mucho.

el-clan1-352x500Es cierto: la película de Desanzo no es del todo ignorante. Al menos no como otras de su época (por decir: Revancha de un amigo, La búsqueda, Señora de nadie, Darse cuenta, el qualité alfonisnista Asesinato en el senado de la nación). Trata de reducir la cantidad de palabras promedio del cine argentino de aquellos años y aprovechar los exteriores de Buenos Aires como si fueran los de Noche en la ciudad o algún otro clásico de justa fama. Incluso hay citas al giallo y momentos dignos de memoria. Pero algunas escenas fundamentales -la violación de Edda Bustamante, la muerte del Oso– son horribles y ejemplifican con claridad las taras del viejo cine. El clan parece más sofisticada, más competente. Se ajusta a la perfección a ese mainstream serio que Trapero ha decidido cultivar como si fuera el hermano estudioso de Campanella. Pero su diferencia cinematográfica respecto de En retirada es mínima. La demostración más evidente y más triste es el montaje paralelo entre un secuestro y un polvo al ritmo de “Wadu Wadu”, torpeza mayúscula que no queda tan lejos de la que Desanzo comete al interrumpir la persecución de Ranni por parte de De Grazia con planos cristológicos del hijo de este último, secuestrado tiempo atrás. No deja de ser curioso que uno de los directores fundamentales del nuevo cine argentino habilite una comparación con una película que tiene todos los rasgos que ese nuevo cine identificó como perniciosos, y contra los cuales construyó su diferencia y legitimidad. La de Desanzo no es un desastre en toda regla pero pertenece a un mundo que parecía haber quedado enterrado para siempre. De aquella época, y dejando de lado las obras maestras de Aristarain y Martínez Suárez, a la espera aún de descendencia, uno puede tener ganas de recordar Sentimental de Sergio Renán, olvidada y valiosa, pero no En retirada.

El asunto no es simple, y tampoco corresponde reclamarle a nadie fidelidad a la línea (como si existiera, como si fuera deseable). La sorprendente cercanía entre Trapero y Desanzo puede considerarse una defección y punto. O puede tomarse como un intento de balance. Esto teníamos, esto tenemos: somos mejores ahora. Así, la plenitud mainstream de un director que empezó como independiente confirmaría su triunfo y el del cine argentino renovador. En 2010 Gonzalo Aguilar escribió algo parecido en la segunda edición de Otros mundos, su brillante institucional del nuevo cine. El problema es que se trata de una evaluación extremadamente conservadora. No importa que una película de Trapero no sea independiente en el sentido en que Mundo grúa lo es. No importa que salga tanta plata, que esté sostenida por una gran campaña de publicidad, que tenga a Francella y al pibe Peter Lanzani (perfecto como Alejandro). Lo que importa es que El clan es muy pobre, carece de riesgo y vigor, y su único mérito verdadero está en confirmar que el cine argentino de las dos últimas décadas levantó el piso técnico de las películas notablemente. Con Trapero presentándose como un Desanzo de nuestro tiempo no cabe afirmar ningún progreso sino preguntarse si fue solo para conseguir El clan que se gastó tanta energía. Bienvenidos al nuevo viejo cine argentino.

Aquí pueden leer un texto de Hernán Gómez sobre la película.

El clan (Argentina, 2015), de Pablo Trapero, c/Guillermo Francella, Peter Lanzani, Franco Masini, Giselle Motta, Gastón Cochiarale, 108′.

 

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