“Mas vale avisarles: aquí, no se trata de nada. Sólo de una contradicción geométrica… un cuadrado no entra jamás en un hoyo redondo. Jamás”. Esta advertencia, dicha en off al inicio de la película, sobre un divertido collage de imágenes redondas y cuadradas, preanuncia no sólo su tono y contenido, sino también la parábola que dibujarán sus protagonistas. Comienza tímida, dudando de su relevancia, para concluir en una aseveración categórica, no exenta de cinismo, sobre cómo la vida, que nace redonda, como el mundo, como el sol, como el vientre materno y la libertad, luego es encorsetada dentro de una figura por completo anómala a su naturaleza: el cuadrado, el cuadrado de la religión, la educación, la moral y la rutina. Para reforzar el cinismo de esa tesis gris sobre el derrotero humano en la tierra, con Everybody wants to rule the world, la banda Tears for fear, con toda su ingenuidad new wave, nos cantan “Bienvenido a tu vida. No hay vuelta atrás”.
El segundo largometraje del francés Gilles Lellouche, de larga trayectoria actoral, se centra en la vida de Bertrand (Mathieu Amalric), a quien abordamos atravesando la rectangular ventana de su dormitorio. Emergiendo detrás de ese cuadrado, el primero en una puesta atiborrada de ellos, vemos a Bertrand despertarse sobresaltado, tal como si aquel relato inicial hubiera sido la pesadilla que le cortó el sueño. A Bertrand la crisis de los cuarenta lo encuentra desocupado e inmerso en una profunda depresión. No por nada, este sujeto que abandona su rutina de bata y Candy Crush solo para ser rechazado en una entrevista laboral, es el único en la pileta de natación sumergido en el fondo, viendo como los demás nadan o flotan en la superficie. Pero su soledad en las profundidades termina cuando, al salir de la pileta, descubre que por las noches entrena allí un grupo de hombres que practica nado sincronizado.
Como cada vez que el roto se encuentra con el descocido, será un flechazo a primera vista. A todas las preguntas que le hará la entrenadora Delphine (Virginie Efira), cuya severa advertencia sobre la seriedad de la disciplina contrasta con esos hombres panzones y pelados que juegan a tirarse como bomba detrás de ella, Bertrand responde “no sé”, “no estoy seguro”, “no”. “No sabés nada, en realidad”, concluye la entrenadora. “Ya no”, se sincera él. Pero a diferencia de lo que le ocurre en las entrevistas laborales y en el seno familiar, esa sinceridad descarnada lo sorprende con un resultado inverso al esperado. Cinco minutos después, ya está en la pileta, con malla, gorro, antiparras y pinzas nasales. Bertrand ingresa al equipo de nado sincronizado masculino y, junto a él, conoceremos las historias de vida de varios miembros del grupo.
Laurent (Guillaume Canet) tiene un buen pasar económico que no puede disfrutar. Violento, impulsivo y siempre insatisfecho, su incapacidad para lidiar con los problemas de tartamudez de su hijo y el trastorno neuropsiquiátrico de su madre propician el abandono de su mujer. Marcus (Benoit Poelvoorde) lleva una vida de exitoso empresario, negando que su comercio de piscinas está al borde de la quiebra. Simon (Jean-Hugues Anglade) continúa confiando que su talento como músico será algún día reconocido, mientras subsiste en un motorhome, trabajando en el comedor de la escuela de su hija y tocando en eventos sociales. Thierry (Philippe Katerine), quien está a cargo del mantenimiento del natatorio, oculta detrás de su ingenua felicidad, una infancia tortuosa y un presente profesional signado por la soledad y un trabajo automatizado que se reduce a despejar de flotadores la piscina. Finalmente, Delphine, una ex campeona de nado sincronizado con problemas de alcoholismo desde el repentino desenlace de su carrera, es la entrenadora de este equipo que de día debe lidiar con sus fantasmas, y durante las noches forma el coro sincronizado de los que no se cuadran.
En este mundo cuadrado, la cámara es cómplice de la troupe. En constante lente angular, redondea las líneas rectas de esos cuadrados que forman este presente gris y previsible. Desde la perspectiva de este grupo de retobados soñadores, el mundo se comba y pierde su rigidez. Justamente, el primer círculo que aparece en la película es el de la ventanilla de la oficina de informes del natatorio, cuando Thierry descubre que se disputará un campeonato mundial de nado sincronizado masculino en Noruega. Esa forma insubordinada de ver el mundo es la que les da el coraje para anotarse, a pesar de no estar preparados. Luego de convertirse en “El equipo de Francia”, viajan sobre las redondas ruedas de la casa rodante de Simón hasta aquel torneo, venciendo prejuicios, baja autoestima y algún impedimento económico. Esta cámara amiga, ese lente redondo, es el que aleja a los personajes del boceto, de lo prefigurado, les da carnadura y los hace profundamente queribles.
Sin embargo, la película incurre en explicaciones y golpes de efecto que apuntan a una empatía en línea recta. Esto ocurre fundamentalmente cuando ahonda en la intimidad de los nadadores. Como si no confiara en lo que surge de la dinámica grupal, el director les dedica excesivo metraje a los avatares de cada personaje. Pero, saludablemente, cuando tememos caer por el peñón de la sensiblería, el montaje viene por nosotros y nos rescata con una secuencia donde el trabajo del grupo vuelve a ocupar el centro. A diferencia de otras propuestas, esta comedia declara desde un inicio desde qué coordenadas parte y a qué canon adscribe. Al igual que Bertrand y sus muchachos, parte con modestia desde una plataforma conocida y sin hipotecarse con promesas. Es así como cada acierto o aditamento a esa receta -como la excelente banda de sonido, las brillantes interpretaciones y diálogos cargados de gran ternura- es recibido como un plus que sorprende gratamente. Si las maniobras “de fórmula” no fastidian, es porque Lellouche y el elenco (especialmente este último) han sabido alimentar a los personajes de una profunda humanidad. En un in crescendo semejante al de las rutinas de su disciplina, esta corte de rezagados comienza tímidamente, casi pidiendo permiso, e irá tomando confianza hasta trazarse el ambicioso objetivo de demostrar (y demostrarse) que aquella ley física que frustra tan tempranamente a los niños en los juegos de encastre, tiene sus excepciones. En ocasiones lo redondo puede abrirse espacio entre lo cuadrado.
Calificación: 7/10
Nadando por un sueño (Le grand bain, Francia, 2018). Guion y dirección: Gilles Lellouche. Fotografía: Laurent Tangy. Música: Jon Brion. Elenco: Mathieu Amalric, Guillaume Canet, Benoît Poelvoorde, Jean-Hugues Anglade, Virginie Efira, Leïla Bekhti, Philippe Katerine, Alban Ivanov y Mélanie Doutey. Duración: 122 minutos.
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