Atención: Se revelan detalles importantes de la trama.

No soy fanático del Almodóvar de los inicios. Algo de su imaginario y de sus temas (y de mi formación cinéfila machirula en donde priorizaba el cine de acción y el western por sobre las tramas almodovorianas repletas de mujeres al borde de un ataque de nervios) no me terminaba de convocar. Sus inicios desbocados nunca me llamaron del todo la atención. Para decirlo de un modo concreto, a mis diez años Bruce Willis y Stallone mataban a Almodóvar. Su filmografía hasta fines de los 90 me pareció siempre excesiva. Mucha gente gritando y con problemáticas que no me interesaban demasiado. Siempre estaba (obviamente) el talento, que es un rasgo característico de su cine. De su primera etapa me gustan Matador (1986), Átame (1989), y la desquiciada Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), que en ese momento me había parecido insufrible pero que mejoró profundamente con el paso del tiempo y con mi comprensión de la estética y de la ideología propia de su obra que recorre el fin de la larga noche franquista y con  la comprensión cabal de lo que significo el destape de la década del 80 (con el correr del tiempo no hay dudas que Almodóvar es indiscutiblemente su  representante más consagrado).

Soy de los que cree que Almodóvar fue encuadrando ese talento desatado con el paso del tiempo, y esa pasión por el cine que destila la obra del manchego comenzó a ser aprovechada mejor en el camino hacia el presente. De sus últimas cuatro películas, exceptuando la agridulce comedia Los amantes pasajeros (2013) -una película triste y subvalorada por la crítica-, Almodóvar tiene tres obras maestras que, creería sin dudarlo, están entre los puntos más altos de su carrera. Me refiero a La piel que habito (2011), Julieta (2016) y la más autobiográfica Dolor y gloria. En estas últimas dos películas, la tristeza se apropia de los personajes y es difícil unir al Almodóvar festivo del inicio de los 80 con este cineasta crepuscular y conmovedor que nos muestra su presente. Lo que no cabe duda es que Almodóvar se mueve entre los géneros con una fluidez asombrosa, pasando en una misma película del melodrama a la comedia con una integración narrativa única.

Se ha dicho de Dolor y gloria que es una película autobiográfica y dolorosa, y que parte del dolor que trasmite nace del duelo del protagonista luego de la pérdida de su madre. Esta relación madre hijo es el punto central que tracciona todo el film y el duelo por la madre muerta pareciera ser el detonante de esta crisis existencial en la que se encuentra sumergido el director Salvador Mallo (Antonio Banderas).  En los orígenes de la vida del imaginario Salvador podemos encontrar los ecos del neorrealismo italiano, con escenas conmovedoras donde se luce la maravillosa Penélope Cruz que, como en Volver (2006), recuerda a la Sophia Loren de los 60. Hay algo de evocación desgarradora y de descripción psicológica y social muy lograda en cada uno de los flashbacks que nos cuentan la infancia de nuestro protagonista, infancia atravesada por el amor al cine y a los libros, por las penurias económicas y por el nacimiento fulminante del deseo. Ese sumergirse en el pasado se traslada a la actuación desgarrada y contenida de un extraordinario Antonio Banderas en la que muy probablemente sea la interpretación de su vida y una de las mejores en lengua castellana del último tiempo (cómo hace Almodóvar para que Banderas con el actúe como no lo hace con otro director es una gran pregunta sin respuesta). El Salvador Mallo del presente recorre su vida mentalmente y recorre también sus frustraciones amorosas, la pérdida de su madre, y se va encontrando a lo largo del metraje con ex amores y personas significativas en su vida como actores icónicos de su filmografía.

Hay en Salvador un registro corporal infrecuente: uno siente físicamente su padecimiento. Ese registro del tiempo vivido como remembranza poética lo inmoviliza. Esa imposibilidad de soltar ese pasado que contagia dolor y humanidad se sostiene también en el resto de las actuaciones, que hacen de Dolor y gloria una película crepuscular y melancólica que explota de vida en cada gesto y en cada mirada. Se percibe en Mercedes (Nora Navas), la secretaria amorosa que lo cuida y llora con el médico, y también en las miradas del niño Salvador y de su madre joven (Cruz) o anciana (notable Julieta Serrano). También en el reencuentro con Federico (Leonardo Sbaraglia), un ex amante que termina transformándose en el motor desde comenzar a reconstruirse, o en el nacimiento del deseo y el amor al cine como posibilidad de salvación y escape a todos los males de este mundo.

La actuación breve de Sbaraglia funciona como la pulsión de vida que sacara a  Mallo de su adicción a la heroína y de su neurosis mórbida. Su actuación mínima es conmovedora y lo que hacen Federico y Salvador en la breve escena en la que se encuentran es antológico y vale la película en sí misma. Allí ambos repasan sus vidas y ese dolor por lo que no fue es captado por la cámara amorosa (más amorosa que nunca) de Almodóvar que emociona y conmueve hasta los huesos. Sbaraglia conteniendo las lágrimas me hizo recordar al Grandinetti de Hable con ella (2002). Los actores creen que tienen que llorar y en realidad son mejores cuando contienen las lágrimas, dice el personaje de Antonio Banderas y ese pareciera ser el leitmotiv de toda la película. Dolor y gloria consigue ese registro en el que prima esa economía gestual que hace que las emociones penetren de modo brutal y sin melosidad grandilocuente.

La escena en la que el joven protagonista, afiebrado allá en su infancia, descubre el deseo es de una exuberancia  visual que quien escribe estas líneas solo recuerda haber sentido en un cine, en el último tiempo, en el estreno de Aniceto, último film de Leonardo Favio. A partir del deseo y el tabú, Dolor y gloria dialoga con grandes películas que la sobrevuelan y con la que se pueden armar redes. Si uno de los temas de la película es la muerte, podríamos pensar que desde ese lugar la película dialoga con el cine de Bergman (El séptimo sello, por qué no); respecto a la idea de belleza arrebatadora, podríamos pensar en Muerte en Venecia de Luchino Visconti; y respecto a esa evocación crepuscular de aquel que ve su vida correr hacia el inexorable fin, nos podemos remitir a Roma de Aristarain (no creo que haya dos cineastas más diferentes a simple vista que Aristarain y Almodóvar).

No obstante todas estas posibles relaciones, y más allá de las posibles filiaciones que un cine como el de Almodóvar siempre lleva consigo, el tema central de Dolor y gloria tiene que ver con el intenso vínculo entre el  arte y el dolor, y sobre cómo  intentar salir de la tristeza cuando la tristeza arrasa. Luego del epifánico encuentro con su antiguo amante, por primera vez la inacción y la melancolía que atraviesan a nuestro héroe a lo largo de todo el film se convierten en deseo de vivir y de salir de ese pozo que lo sumerge en el irremediable pasado.

Ese amor y dolor que produce estar vivo es lo que lleva a Mallo a seguir finalmente a pesar de todo, y es esa pulsión vital la que pareciera haberse reactivado después del encuentro con Federico. La última escena de la película, que muestra el artificio de la trama y al director en pleno trabajo, parece funcionar como el testamento cinematográfico de un director que ha hecho, a lo largo de toda su trayectoria, un homenaje conmovedor e imperecedero a su amor por el cine. Un director que pareciera decirnos todo el tiempo que vale la pena seguir viviendo con el dolor a cuestas, tratando de convertir ese dolor en más y mejor vida.

Calificación: 9/10

Dolor y gloria (España, 2019). Guion y dirección: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Montaje: Teresa Font. Elenco: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Julieta Serrano, Nora Navas. Duración: 113 minutos.

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