“La obra tapa cualquier cosa, incluso esos detalles desagradables”, dice Xavier de Mahieu en un momento del documental Memoria de la sangre. La obra a la que se refiere es la de su padre, Jacques de Mahieu, que llegó a la Argentina después de la Segunda Guerra y que se compone de decenas de libros escritos a partir de la década del 50, de los cuales apenas se conservan algunas pocas copias de viejas ediciones en poder de libreros o coleccionistas. Los “detalles desagradables” son sus referencias racistas, corolario de sus escritos en los que afirma la supremacía de la raza aria. Esos elementos son una consecuencia lógica de algunos detalles sobre la vida del personaje que la película revela casi como al pasar: su pasado como colaboracionista del régimen nazi en Francia, la condena a muerte después de la Guerra, un cinematográfico rescate por parte de un comando organizado por su propia esposa y la posterior huida a la Argentina gobernada por Perón.
En el comienzo del documental, el personaje Mahieu es el objeto de una investigación un tanto extraña, cuyo motivo no se explicita en ningún momento. Solo sabemos que el investigador (José Luis González) viene buscando material sobre Jacques de Mahieu y que un librero le ha conseguido un par de sus libros, rescatados de una enorme biblioteca que se va a vender tras la muerte de su propietario. El mismo librero es el que encuentra al hijo, Xavier, que vive en Ciudad Evita, y el que contacta al investigador con alguien que puede darle más elementos en relación con el objeto de la investigación.
Si en ese punto comienza a desvanecerse la idea del documental en sentido puro, es porque la intervención del personaje del librero instaura la entrada de la ficción. Lo hace de dos maneras: modificando el punto de vista de la narración –pasando del investigador al librero-; y por la reconstrucción que hace de la escena como un flashback –la visita a la biblioteca y el diálogo con la mujer que la vende-. Esa modificación que impone a la narrativa interna de la película rompe definitivamente con la idea planteada en el origen. Si bien el investigador permanecerá dentro del relato, lo hará como una parte menos esencial, relegado en su rol de guía a un lugar menos visible. Si esa decisión en relación con el librero se repite cuando le cuenta su visita a la casa del hijo de Mahieu, tendrá un nuevo punto de quiebre más adelante. Cuando José Luis finalmente va a la casa de Mahieu, después de una escena en que dialogan sobre los escritos y la documentación del padre, la cámara abandona al investigador. De allí en más, cuando Xavier hable con su esposa, cuando seleccionen los textos de Mahieu para subir a la página, cuando dialogue con el hombre que filmó a Mahieu para una serie de videos, el investigador no estará presente.
La consecuencia de esa decisión no es inocua. El quiebre de la voz que supuestamente debería guiar el recorrido del documental –o la docuficción, teniendo en cuenta lo indicado antes- implica una cesión de espacios. Si en toda investigación, la mirada del investigador es la que estructura el relato, la que impone el punto de vista desde el cual se discuten, se analizan o se revelan los elementos que hacen al objeto investigado, negar la aparición de esa mirada, aún desde lo no explícito, es dejar a la obra huérfana de su lugar de posicionamiento ante los hechos y los personajes.
Esa carencia de mirada, sin embargo, es reemplazada por otra, a la que se asume desde lo implícito. En la primera escena en que la cámara permanece en la casa de los Mahieu sin la presencia de José Luis, lo que aparece es un cuestionamiento directo del investigador. Mahieu no solo hace referencia al posible direccionamiento de la investigación hacia el pasado nazi de su padre –aunque para ser precisos, no hay respuesta de Xavier cuando González menciona la afirmación de Uki Goñi que pone al padre en un rol importante en la llegada de nazis a la Argentina-, sino que critica específicamente a González: “Él ya tiene el cerebro lavado. Para él la constitución y la democracia son lo mejor de todo”. Hay allí un desplazamiento del cual ya no se volverá. González pierde su rol y su voz en el relato, mientras que es la voz de Xavier quien asume el peso sin nada que la contrarreste.
Entonces, las ideas de Mahieu padre que en el comienzo estaban filtradas por una mirada externa y que parecía ceñirse a sus tesis sobre la llegada de los vikingos a América, se mueven hacia otra dirección. Cuando irrumpen en pantalla los videos de De Mahieu de la editora El Walhalla –el nombre no es casual en tanto refiere a la mitología nórdica y germana en relación a los héroes caídos en combate-, sus ideas sobre la forma de actuar sobre las masas no pensantes a través de los mitos, son expuestas sin ningún tipo de contexto ni cuestionamiento. El procedimiento que parece indicar la existencia de una mirada ajena –el propio González, quien los observa en el televisor de su casa, tomando anotaciones que no sabemos nunca qué dicen-, en realidad termina condicionado por el silencio, por el discurrir de esas palabras recortadas, nunca interrumpidas ni comentadas.
El problema no radica tanto en las ideas que tienen De Mahieu y su hijo, sino la manera en que la película las trafica mediante el artilugio de una búsqueda documental. La ausencia de una mirada ajena al material implica –de manera buscada o no- la asunción de esas ideas del objeto observado como propias del documental. Si ya de por sí hay una gravedad en esa carencia de observación, en el caso de estas ideas, relacionadas directa o tangencialmente con la ideología del nazismo, lo torna un objeto más complejo y peligroso.
Hay dos indicios de que ese abandono de la mirada personal puede entenderse como deliberado y no casual. El primero es asumir como título del trabajo el mismo del libro perdido de De Mahieu. Allí es donde la voz de De Mahieu se impone por sobre cualquier otra. El documental sostiene la importancia de la obra y la reafirma con un detalle remarcado en el tramo final: no se trata solamente de una obra de características míticas, sino que se trata de un espacio vacío que hay que completar (el espacio en la biblioteca del hijo pone esa situación en un plano espacial mucho más evidente). La decisión de entregar el ejemplar del libro al hijo no es simplemente, y como se lo quiere plantear, la devolución de algo a quien efectivamente le pertenece. Porque esa decisión está ligada a la del investigador que decide no abrir el libro, no investigarlo, no ahondar en las ideas de De Mahieu sobre los hiperbóreos considerados como esos grupos que guían en secreto a la humanidad, o dicho de otra manera, de someterlo al cuestionamiento.
El segundo está cifrado en esa frase que Xavier pronuncia después de cuestionar a González: “lo importante es que la obra de papá sea conocida”. Ceder a la voz de ese personaje es convertir al documental en un simple vehículo de difusión de ideas. Memoria de la sangre no logra –o no quiere- salir de esa trampa, relegándose a sí mismo a ese rol. Llegado a ese punto, deja de haber diferencias sustanciales entre este documental y los rústicos videos que pone en su interior: unos y otros se espejan y potencian con el único, triste objetivo de exponer las ideas de un personaje que excede lo controversial, en tanto aquí no hay ninguna controversia expuesta con esas ideas, sino un aval implícito.
Memoria de la sangre (Argentina, 2017). Dirección: Marcelo Charras. Duración: 90 minutos.
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