Atención: Se revelan detalles de la trama.

El plano general nos muestra un día gris y tormentoso en el conurbano bonaerense. En una esquina dos hombre aguardan y abordan un Mercedes Benz a punta de pistola, llevando a su dueño hasta un cajero automático para luego arrojarlo violentamente en medio de la calle y huir con su auto. Este comienzo ya sitúa a Lobos (2019), séptimo largometraje del director argentino Rodolfo Durán, como una película dentro del género de cine criminal.

La escenas siguientes a la presentación son los preparativos y el festejo del cumpleaños de una niña de 12 años. A medida que los personajes van ingresando al hogar, con sus saludos y sus regalos, iremos descubriendo quién es quién. Se trata de una familia encabezada por el abuelo y patriarca Nieto (Daniel Fanego), su hija Natalia (Anahí Gadda), que es peluquera, su yerno Boris (Alberto Ayaka), sus dos nietos y su hijo Marcelo (Luciano Cáceres). Los hombres de esta familia cometen diversos robos y aprietes bajo las ordenes y el amparo del comisario Molina (César Bordón). Marcelo vive solo detrás de la casa familiar, ha salido de la banda y se ha propuesto dar otro rumbo a su vida: realiza prácticas de meditación budista y trabaja como seguridad privada en la garita de un barrio acomodado. El cumpleaños de la niña pone en evidencia la tensa distancia entre padre e hijo cuando Nieto, con una suntuosa caña de pescar que ha comprado con el dinero del robo, le recuerde a su hijo el largo tiempo que no van juntos a pescar a Lobos.

La familia Nieto no podría encuadrarse como una familia de gángsters. No tiene una estructura poderosa al estilo de la Mafia o la Camorra. Atravesados por el discurso capitalista, componen más bien una banda criminal pequeña y familiar que conoce ciertas artes del delito y vende su fuerza de trabajo a un patrón, que es el comisario Molina.

El patriarca es un hombre de edad que está cansado de la vida que lleva y comienza a padecer los achaques del paso del tiempo. De ahí que la puesta en escena lo identifique con su campera de color gris, refiriendo a la vejez, al tedio y a un bajo estado de ánimo. A Nieto le preocupa dejarle un futuro mejor a su familia, especialmente a su hija. Molina, utilizando su influencia, compra un local para la hija de Nieto. De esta manera, Nieto queda en deuda con él a la espera del próximo trabajo para saldarla y teniendo que aceptar en la banda, por orden de él, a un joven apodado “El potrillo” (Ezequiel Baquero), recién salido de la cárcel. La incorporación de El potrillo a la banda le sirve al director para dar cuenta del cambio suscitado en la criminalidad en los tiempos actuales. Nieto, pese a dedicarse al delito, pertenece a la vieja guardia, una estirpe en extinción que conserva ciertos códigos como la lealtad hacia aquel que le prodiga de trabajo, y realiza su trabajo con seriedad y profesionalismo. El potrillo, muchacho joven, se asemeja al personaje de Diosito en la serie El marginal, esde un estrato social más bajo, más sacado por su apego a las drogas y el alcohol, impulsivo e irracional.

Nieto encontrará en el trabajo que le proponga Molina -robar la casa de un empresario que se dedica a la política y ha incumplido en favores para con él- una oportunidad de redención, un último trabajo con el cual poder retirarse, legándole un futuro mejor a sus hijos. Como suele ocurrir en este género, las cosas no saldrán bien: el factor no calculado sumado a la inestabilidad de El potrillo harán malograr el plan. La fatalidad hará que Nieto no pueda escapar a su destino trágico.

Nieto y su hijo Marcelo, a pesar de las diferencias, son personajes homólogos en su intento de redención, en sus intenciones de salir del mundo del delito hacia una vida legal y respetable. Pero en este género caracterizado por destinos marcados, más que al ascenso asistimos a la caída. Tanto Nieto como Marcelo no podrán escapar de la fatalidad que los encierra en esa vida criminal tortuosa y arriesgada, sin escapatoria alguna. La desgracia y la traición, cuando  afectan a la familia, impulsarán a Marcelo a la venganza. Es así que junto a Molina ideará el plan de secuestrar a la hija de Marra (el empresario político), con quien Marcelo había establecido cierta atracción en los sucesivos cruces que tenían mientras él realizaba su trabajo de vigilancia.  

El personaje de Marcelo, al trabajar como seguridad privada, le permite al director marcar la delgada línea entre la legalidad y la criminalidad. Como le dice Molina a Marcelo: “Estás adentro, estás afuera. Estás afuera, estás adentro”. En este tiempo moderno del género, los representantes de las fuerzas de seguridad privada generalmente mantienen nexos con bandas delictivas porque suelen ser o bien fuerzas de seguridad estatales corruptas pasadas a retiro, o personas con cierto pasado de criminalidad, que ofrece lo que sabe como mano de obra, a cambio de obtener una fachada de legalidad.

Rodolfo Durán va tejiendo así un entramado criminal que toca a las altas esferas de la policía y de la política, donde la codicia y la voracidad de poder serán fuente de alianzas non sanctas y de deslealtades: el animal más poderoso siempre se irá comiendo al más pequeño. Este tejido criminal se vuelve también metáfora del funcionamiento capitalista, donde los grandes centros de poder financiero terminan destruyendo y fagocitando a los medianos y pequeños emprendimientos.

Para dar cuenta de la podredumbre de este mundo, Durán se apoya en la estética del neo-noir que se expresa en los exteriores diurnos, empleando una paleta de color gris apagada, con cielos generalmente nublados en la ciudad o una paleta apagada y uniforme verde oscuro en el campo, y en los planos nocturnos mediante los contraluces, las luces focalizadas, y el uso de la bruma; creando así una atmósfera sombría y sórdida.

Este mundo criminal pertenece a los hombres. Las mujeres encarnan aquí a las madres y las víctimas. O también son objetos degradados, por ejemplo en las manos y en los dichos de El potrillo. Natalia es madre de dos hijos y busca realizarse por fuera del hogar con su emprendimiento comercial como peluquera. Es un personaje con características maternales, leona que protege a su hijos como lo más preciado ante posibles situaciones amenazantes (como por ejemplo la presencia de El potrillo en el hogar merodeando cerca de su hija) y dulce en el cuidado y sosiego que brinda a su padre y en sus intentos de persuasión para que su esposo abandone la vida criminal, acompañándola en el negocio. La hija de Marra seduce a Marcelo de manera sutil, no toma la iniciativa de manera inteligente, al modo como lo haría la femme fatale: ella será la hija de la política, víctima como consecuencia de los manejos turbios de su padre, que ofrecerá resistencia, pero que no podrá salir de ese lugar.

Esta ficción no es simplemente la historia de la oscuridad del mundo corrupto donde el hombre es lobo del hombre, sino también la historia de una familia, y especialmente del desencuentro entre un padre y un hijo que se añoran y que sólo podrán reencontrarse en la eternidad del destino trágico. En esta línea más afectiva y nostálgica, Durán emplea colores más cálidos, inundados de luz, en algunas escenas clave rodadas en Lobos, lugar de los encuentros familiares perdidos; único lugar en el mundo donde los personajes fueron alguna vez felices o donde obtienen un efímero momento de felicidad. Lobos es un policial que se apega a las convenciones del género y que consigue mantener el pulso de la intriga. Durán utiliza acertadamente el drama para dar cuenta de las formas criminales y mafiosas que adopta el poder político para afianzarse y perpetuarse en un territorio a los cuales contrapone el valor de la lealtad, la familia y la solidaridad social en un mundo marcado por profundas desigualdades sociales, valores que terminan siendo degradados cuando el peso utilitario de los negocios capitalistas se impone en la política pervirtiéndolo todo.

Lobos (Argentina, 2019). Dirección: Rodolfo Durán. Guion: María Meira. Dirección de fotografía: Mariana Russo. Cámara Mariana Bruno. Montaje: Emiliano Serra. Elenco: Daniel Fanego, Luciano Cáceres, Anahí Gadda, Alberto Ajaka, César Bordón. Duración: 92 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: