Un discurso irrumpe en la tranquilidad de un almuerzo familiar multitudinario. El hijo de Tonino Bellocchio brinda por la memoria de su padre y la de su tío Camillo, a quien no conoció. No aparecen ecos incómodos en la reunión familiar, sino la voz del director asumiendo que ese momento es el que trastoca la idea de su trabajo: lo que estaba planeado como una película sobre la familia en la que aún sobreviven cinco de los hermanos, vuelve su mirada hacia el ausente, hacia ese hueco en la historia familiar que se remonta a 50 años atrás. La sombra de ese ángel en quien el lazo entre la vida y la muerte era tan fuerte -la madre pensó que había nacido muerto, después lo hizo bautizar tantas veces como parecía que se moría siendo bebé- desplaza el centro del relato. O más bien lo reposiciona: Bellocchio no deja de hacer una película sobre la familia, sobre la suya en particular, pero la circunscribe a la relación que trazaron con ese personaje ausente.
Para hacerlo recurre al olvido y al silencio familiar. Parte de la impresión que transmite al espectador de que en la familia no se ha hablado de Camillo en todos estos años. Que es apenas un recuerdo que aparece de cuando en cuando y de manera individual. Bellocchio trabaja desde el ordenamiento de esos recuerdos de los que parece excluirse en la mayor parte del tiempo -salvo cuando se convierte en narrador ante sus propios hijos-: ello le permite jugar desde el rol de investigador, de quien vuelve sobre el tema para preguntar a sus hermanos, como testigos directos de los sucesos. El Bellocchio transformado en director de cine -cuando muere Camillo, ya ha dirigido I pugni in tasca y La Cina e vicina– ya no vive en Piacenza, sino en Roma: desde allí la familia forma parte de una trama del pasado que es la que trata de reconstruir en el primer tramo del documental. El nacimiento en la Segunda Guerra, el refugio ante los bombardeos, el retorno y el comienzo de la escuela hasta el final de la secundaria, forman parte de su relato. Pero allí se detiene, en tanto solo puede contar a Camillo desde un lugar distante, desde las cartas que sobrevivieron al tiempo y los cruces en sus regresos ocasionales a Piacenza.
Entonces, la narrativa del documental se vuelve allí una pieza de investigación. Bellocchio vuelve hacia sus hermanos -y hacia la hermana de la novia de Camillo- para reconstruir la vida de su mellizo en los años de su estadía en Roma. Un contraste que se revela casi dramático: los hermanos recuerdan todo lo ocurrido, aún cuando sus memorias se contradigan. Marco, en cambio, parece estar en la vereda contraria: más de una vez dirá que no recuerda nada, con especial énfasis en esa carta que le escribió su hermano y que no sabe si le respondió. De esa manera es que el efecto se vuelve más notorio: es como si la historia se contara por primera vez, reflejando como si se tratara de un prisma, las diferentes visiones desde adentro de la familia.
De allí que el lugar que ocupa la hermana de la novia no sea lateral: es desde su visión que se completa la mirada familiar desde afuera. Lo que no puede hacer Marco, aun en su distanciamiento, porque en definitiva estaba dentro de la familia, lo puede observar ella. Si Piergiorgio y Marco podían verse como los dos modelos a los que Camillo aspiraba -el intelectual que editaba una revista, el director de cine- y que contrastaron con las elecciones sobre su vida -la de su padre, condenándolo a estudiar topografía; la propia, al estudiar educación física-, lo que se revela desde afuera es la forma en que el entorno familiar no pudo -o no supo o no quiso- ayudar a Camillo en el momento de la toma de decisiones. Si lo que aparece es la retransmisión tardía de la queja de Camillo, hacia adentro lo que empieza a resonar con fuerza es el lugar que ocupaba en la estructura familiar.
Hay un hecho en esa historia que parece mínimo, pero que puede verse como el punto de partida de lo que ocurriría años más tarde. Cuando la familia Bellocchio se muda, se toma la decisión de separar a los mellizos y poner a Camillo con Paolo en una misma habitación. Paolo, el loco de la familia que gritaba solo. Hay un momento en el que la mirada retrospectiva intuye el problema, cuando se plantea que nadie pensó en lo que le pasaba a Camillo en esa convivencia. Es ese punto en el que el hermano se vuelve invisible para la mirada familiar. La muerte del padre, cuando aún estaba en la secundaria, refuerza ese sentido: entre el estado de orfandad que se intuye en el recuerdo de que Camillo fue el único en llorar en el entierro y la madre atravesada por la infelicidad que oscilaba entre un hijo loco y una hija sordomuda, Camillo se convierte en un tercero en disputa, que no puede ocupar un lugar. Su problema, en definitiva, no era su dificultad para establecerse desde lo laboral y desde lo amoroso: era el desplazamiento dentro de una estructura familiar en la que no era parte. Camillo estaba en el medio de ellos, lo que lo llevaba a ser invisible.
Ese trayecto que desemboca en el suicidio de Camillo a fines de 1968, le permite a Bellocchio descubrir no solamente a ese hermano que podía ser su otro yo fracasado, sino construir la película sobre la familia que había buscado en un principio. Solo que en el camino, esa posible celebración familiar se transforma: si ese almuerzo puede ser visto como una suerte de puesta en escena, la irrupción de la figura ausente permite descorrer los velos y narrar la familia como tragedia. Que parte de esa tragedia esté vista como una sucesión de puestas en escena, parece estar configurando la actual que termina por romperse. Una cadena cuyos primeros eslabones pueden encontrarse en el relato que hizo la madre del momento de la extremaunción a su esposo -disolviendo el rechazo anticlerical- y que se replica como decisión de los hijos para desdibujar el suicidio de Camillo, haciendo creer que fue un accidente. Una construcción familiar basada en la ficción, en cartas reveladoras que fueron escondidas o destruídas, en historias oficiales sostenidas por el convencimiento y la naturalización (un “teatro que excluyera las llamas del infierno” como dice otro de los hermanos). Es notable que las conclusiones de Bellocchio sobre el relato terminen refiriendo más a la familia que al hermano. La infelicidad estaba allí, en ese espacio que parecía cubierto por la relación familiar: “Todos vivíamos una vida de árida infelicidad (…) en términos de afectos, era un desierto”.
A la vez que desentraña las culpas y miserias propias y de la familia, Bellocchio construye un documental en el que también habla sobre el cine. Sus recuerdos son, en definitiva, las imágenes de su propio cine. En ellas, “descubre” las huellas de la familia que va desperdigando en diferentes películas (Salto nel vuoto, Gliocchi la bocca, L’ora di religione) más que para trazar un paralelo, para encontrar los rasgos autobiográficos en su cine. Esa revelación, que incluye la utilización de la frase de Camillo que da título a la película, le permite llegar a un tramo final en el que confluye en un diálogo inesperado. Bellocchio dialoga con el sacerdote y esa escena invierte todos los términos esperables. En la mirada del cura, ese Bellocchio ateo se convierte en un apologista de la fe en tanto sus películas hablan de la vida familiar “como si fueran las estaciones del Vía Crucis”. En ese punto, es como si le estuvieran diciendo -y esta vez pudiera comprenderlo, no como en 1968- que Marx puede esperar. Que, en ese diálogo, el cine de Bellocchio se transforma, se vuelve una confesión que, depurada de las religiones, llega a los espectadores. En ese sentido Marx puo aspettare revela la profunda coherencia con su obra.
Max puede esperar (Marx puo aspettare, Italia, 2021). Guion y dirección: Marco Bellocchio. Duración: 96 minutos.
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