
Edward Morgan Forster fue un escritor inglés de la primera mitad del siglo XX, que se caracterizó por un realismo profundo, definido por una aguda observación de su tiempo y por una consciente exploración de las divisiones de la sociedad inglesa, su hipocresía, las tensiones entre clases y las ambiguas relaciones con las colonias. Sus dos novelas más importantes fueron Howards End (1910) –para muchos críticos, su obra maestra- y Pasaje a la India (1924), que le dio un nuevo reconocimiento cuando fue llevada al cine por David Lean en 1984. En Howards End -traducida como La mansión o Regreso a Howards End-, Forster recupera elementos de su educación y su vida intelectual en los años de la Inglaterra eduardiana para construir un fresco de las relaciones sociales a partir de tres familias: las hermanas Schlegel, de origen alemán y enérgicas ambiciones culturales; los Wilcox, representantes de la clase industrial y conservadora; y los Bast, ejemplares de una clase trabajadora cuyas aspiraciones de ascenso social se estrellan contra la rigidez del sistema de castas inglés.
Forster elige un narrador sagaz, e irónico por momentos, que toma distancia de sus personajes para dejarlos al descubierto, revelar sus ambigüedades, poner de manifiestos sus dudas y temores. Su mirada está cercana a las hermanas Schlegel, a Margaret, madura y reflexiva, y a Helen, intensa e impulsiva. La frase “only connect” con la que Forster anticipa su obra es la que instala el interrogante que la atraviesa: ¿Es posible lograr una conexión entre personas de distintas clases, con distintos valores, con miradas divergentes sobre la vida? La novela resultó impactante para la época: el tratamiento de las relaciones, la hipocresía de las clases altas, la percepción de que las barreras divisorias parecían inexpugnables. El retrato de los Wilcox, la extrema convencionalidad de sus mentalidades, la prepotencia de su riqueza, la sospecha permanente sobre las intenciones del prójimo es lo que Forster convierte en el epicentro de su crítica. Y el hecho de que sea esa clase la que, en definitiva, define la pujanza de Inglaterra, su ambición imperial –con sus negocios en África y sus amantes secretas- y la hipocresía de la sociedad de su tiempo.
James Ivory quería llevar al cine el libro de Forster desde el comienzo de su carrera. Ya había filmado otras de sus novelas, A Room with a View en 1985 -titulada en Argentina Un amor en Florencia-, Maurice en 1987, y en 1992, en colaboración con el productor Ismail Merchant y la escritora Ruth Prawer Jhabvala –en ese momento su pareja- concibieron la adaptación de esta historia. Era todo un desafío por la extensión y la complejidad de la estructura ideada por Forster, por ello la clave estaba en qué reforzar, a qué darle mayor vuelo, y dónde estaba el ángulo verdadero de la historia. Hay dos escenas que definen el espíritu de la película y son dos conversaciones entre Henry Wilcox (Anthony Hopkins) y Margaret Schlegel (Emma Thompson). La primera es la propuesta de matrimonio, luego de que Henry quedara viudo de Ruth, su primera mujer. Se sitúa en una de las casas que Wilcox ofrece a Margaret en alquiler (luego de que expirara el contrato de locación de Wickam Place, la casa natal de los Schlegel) y que en realidad se convierte en una exhibición de su poderío, condensado en esos retratos de los antepasados de los anteriores dueños (que Margaret secretamente burla al decirle que se parece a uno de ellos). Mientras Henry es rígido, se mueve por deberes y convenciones y no puede hablar de sentimientos, Margaret instintivamente descubre sus intenciones matrimoniales y acepta antes de que se formule la propuesta formal. Lo que subyace al intercambio es el alma de cada uno de los personajes: el de Henry ajeno al sentir de los demás, el de Margaret siempre en sintonía. Ivory define así una de las claves de su película: la novela de Forster está llena de furia y pasión, de ambición y violencia emocional. Ivory lo concentra todo en esos buenos modales teñidos de impostura y protección y hace que los personajes revelen sus inhibiciones en cada uno de sus buenos comportamientos.

La segunda escena es cuando, en la boda de la hija de Henry, aparece el matrimonio Bast guiado por una impetuosa Helen que viene a reclamar a Henry la responsabilidad en el destino adverso del oficinista y su esposa. El consejo fallido de Wilcox sobre el destino de la compañía de seguros en la que trabajaba Bast, que deriva en su desempleo y consiguiente desesperación, le permite a Forster mostrar las dos reacciones opuestas: el apasionamiento irracional de Helen y el negacionismo de Henry. En esa alternancia, Margaret es siempre el péndulo, la que intenta el acercamiento imposible, la que coincide con algunos argumentos de Henry, o comparte algunas pasiones de Helen. En la conversación que mantienen Henry y Margaret cuando ella descubre la relación que él ha tenido con Jacky, la esposa de Bast, en el pasado en África, Henry está siempre a la defensiva. Las palabras pronunciadas por Anthony Hopkins son siempre enfáticas, contagiadas de una falsa autoridad moral que esgrime para protegerse. Ivory utiliza los fundidos a negro –como lo había hecho en la escena del restaurant mientras Margaret hablaba sin parar y él se afanaba por mostrar sus credenciales y dar cuenta de su poder- para poner en escena sus reiteradas disculpas, justificaciones que invocan la soledad, las tentaciones, la condición masculina. Pero Margaret ya lo había perdonado, comprendía que era parte del pasado, que ella no era quién para juzgarlo. Acá los modales de Henry se vuelven la fachada de su hipocresía y el desprecio que siente por sí mismo se origina en la clase a la que pertenece la esposa de Bast y no en su propia infidelidad.
Lo interesante del retrato de los Bast es que la película lo enriquece, lo complejiza. Son los personajes a los que Forster parece tratar con más vaguedad, justamente porque es un mundo que desconoce. El guion de Ruth Prawer Jhabvala les ofrece un mundo propio, que queda claro en las escenas en la habitación que comparten, o en el recorrido casi onírico que experimenta Leonard por el campo y que tanto fascina a Helen. En la relación con su esposa, él devela una humanidad de la que Henry está desprovisto, pese al dinero y la posición que detenta. El desafío para Margaret es si ella efectivamente puede conciliar ambos mundos, el que se abre con su matrimonio, y el que subsiste en su familia de origen. Esa capacidad de “conectar” es lo que Forster ilumina en ella, pese a sus permanentes contradicciones, sus idas y vueltas, sus propios prejuicios. Por ello es importante al comienzo de la película el vínculo que se va a construir con Ruth Wilcox. La relación de Ruth con Howards End está instalada en los primeros minutos, en ese deambular por el parque alrededor de la casa, por la mística que recubre a una Vanessa Redgrave etérea, casi pronta a desaparecer. La enfermedad de Ruth es más visible en la película, y la sintonía con Margaret está dada en la conversación en la habitación, la merienda con las sufragistas, las compras de Navidad, el relato del olmo (elemento clave del simbolismo literario de Forster), el viaje fallido a la estación, y la posterior despedida en el hospital. La película da mucha importancia a cómo Ruth percibe en Margaret una distinción de la que ella misma carece pero que la hace digna de ser la heredera de su casa. Una herencia que nada tiene que ver con el dinero, la propiedad o la legalidad, como piensan los materialistas Wilcox.

Un tercer momento que ser reserva esencial para la película es la conversación entre Henry y Margaret luego de la revelación del porqué de la misteriosa desaparición de Helen. “Tu tuviste una querida, yo te perdoné. Mi hermana tuvo un amante, tú la expulsas de la casa. (…) Tú traicionaste a la señora Wilcox, Helen solo se ha traicionado a sí misma. Tú sigues en la sociedad, Helen no puede. Tu solo obtuviste placer, Helen puede morir. ¿Y aún tienes la insolencia de hablarme de diferencias?”. Ese fragmento de la novela de Forster, escrita en 1910, es adelantado a su época, chocante para una sociedad que veía en ello algo imposible de asumir y asimilar. La subversión de Forster exige mantener el mismo espíritu sin forzar su modernidad. La puesta de Ivory puede no resultar deslumbrante e ingeniosa pero está en sintonía con la prosa que él decide seguir hasta las últimas consecuencias. Lo que más le interesa es justamente aquello que no parece visible: cómo los privilegios de una clase asientan lo que está bien o está mal, lo que es correcto o incorrecto para toda una sociedad. Lo que le está permitido a Henry Wilcox -dar un consejo financiero equivocado y no hacerse responsable, maltratar a una mujer a la que ha tomado como amante- no le está permitido a Leonard porque es pobre. Lo que Leonard ha hecho es una ofensa moral y debe pagar por ello, lo de Henry es un simple desliz porque estaba solo. Lo mismo sucede con Helen, cuya condición de mujer la confina a la indecencia y el destierro.
La humanidad de Margaret le debe muchísimo a la actuación de Emma Thompson, ella da unidad y complejidad a esa maraña de contradicciones que la definen. Lo que logra con sus miradas iniciales a través de la ventana, atisbando una familia que ella, como sus hermanos, no tuvieron, un amor que parece serle cada vez más esquivo sobre todo por sus ideas y su personalidad, es darle una profundidad al personaje que excede el texto. La noción más rígida de Ivory en la ambientación, el uso de los carruajes y los vestuarios, se ablanda con la vitalidad de las actuaciones (no solo Hopkins y Thompson sino Helena Bonham Carter y la misma Vanessa Redgrave), con la fuerza subterránea de los intercambios, con la luz que penetra en los ambientes mostrando esa vida que se agita bajo las convenciones y los buenos modales.
La mansión Howard (Howards End, Reino Unido/Estados Unidos/Japón, 1992). Dirección: James Ivory. Guion: E.M. Forster, Ruth Prawer Jhabvala. Fotografía: Tony Pierce-Roberts. Montaje: Andrew Marcus. Elenco: Anthony Hopkins, Emma Thompson, Helena Bonham Carter, Vanesa Redgrave, Samuel West, Joseph Bennett, Prunella Scales, Adrian Ross Magenty, James Wilby, Jemma Redgrave, Nicola Duffett. Duración: 142 minutos.
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