Atención: Se revelan detalles del final de la película.
Si ven por ahí a la señora Ida (excelente Tryne Dyrholm), díganle que la admiro. Afrontó con entereza un cáncer de mama, ahora tiene el alta y vuelve a su casa para reiniciar su vida plena de calma nórdica, con una peluca que disimula su calvicie farmacológica. En lugar de la paz hogareña la pobre Ida encuentra a su marido, un vikingo necio llamado Leif, amartelado en el sofá ganancial con una jovencita. El hecho de que Leif haya perpetrado la fornicación aprovechando las sesiones de quimioterapia de Ida podría marcar el tono y el destino de la película: melodrama, comedia negra, drama introspectivo; la decisión de Miss Bier de que no sea más que una especie de involuntario chiste de mal gusto por sobre el que pasa de largo, marca el carácter de Ida (buenuda sin vuelta) y de la película.
Sin transición Ida se va a Sorrento, allí su hija Astrid se casará con Patrick en una ceremonia que reunirá a familiares, amigos y favorecedores en una hermosa villa de propiedad de Philip (Pierce Brosnan), el padre de Patrick, un viudo buen mozo e inconsolable que ha hecho fortuna importando vegetales a Dinamarca: tomates, pepinos, naranjas, limones. A Ida le gustan los limones, tal parece ser el único punto de contacto entre ella y su futuro consuegro, circunspecto, casto desde su viudez, obsesivamente dedicado a la procreación y venta de sus pepinos y demás verdes.
El caserón sorrentino se llena enseguida, lo que da lugar a la apertura de gran número de líneas narrativas, las que más tarde o más temprano terminarán sumergidas en el vecino Mediterráneo con menos gloria que el Almirante Nelson. (¿Nelson se hundió?). Apenas subsisten las principales:
1) La boda de Astrid y Patrick. La joven hace evocar, por la inversa, a Discepolín, el tango con el que Homero Manzi homenajeó a su amigo tras su muerte en aquel verso que dice: “…con tu talento enorme y tu nariz…”. Astrid tiene una nariz enorme, en cuanto a talento… Aparte de eso vive quejándose de la apatía sexual de su novio, un buen muchacho que vive para complacer a todo el mundo, a Astrid en todo lugar que no sea la catrera, a su papá que nunca le dio bola, siempre preocupado por sus hortalizas y su viudez llorosa, y finalmente, justo la noche anterior a la boda, a Alessandro, un wedding planner sorrentino con el que se besuquea en una húmeda caverna marina con reminiscencias vaginales. Como Alessandro también tiene un importante apéndice nasal, es de conjeturar que lo del joven Patrick se trata más de una obsesión naso-respiratoria, una invencible atracción por los perfiles greco-hebreos, que un dilema de orientación sexual.
Por supuesto, chau a la boda, chau a la fruta mediterránea, vuelta al insulso bacalao escandinavo.
2) La atracción paulatina y fatal entre los futuros ex consuegros, que se desarrolla en forma simultánea a línea narrativa (1) pero con una discreción propia de la madurez y pacatería de sus protagonistas. Para cuando Philip –tan amargo como un rabanito y tan dedicado a sus hortalizas que uno ya albergaba sospechas de alguna perversión fitosanitaria- se decide, Ida ya está otra vez en Dinamarca. No obstante la esperanza es lo último que se pierde y, parafraseando a algún triste personaje de nuestra historia cercana podremos decir: “El que depositó limones, recibirá limones”, Ida y Philip se reencuentran en Sorrento con los cítricos a mano y dispuestos a pasar juntos una apacible existencia de hortelanos.
3) Hay aún otra, más diluida y seguramente involuntaria en la planificación de la señora Bier: Kenneth, el hijo menor de Ida es un joven atildado y familiarmente correcto, capaz de pegarle una paliza a su padre en defensa de la dignidad de su madre. Al comienzo el joven se va de la casa vestido de militar lamentando no estar presente en la boda de su hermana. Poco después, ya en Sorrento, aparecerá de improviso con un heroico vendaje en un brazo. Ha sido herido en una acción de guerra en Afganistán. Es inevitable deducir que forma parte de las tropas de ocupación danesas que desde la OTAN apoyan la ocupación estadounidense con el pretexto de “la protección y reconstrucción” de ese país. Los buenos muchachos otanistas llevan ya más de cuatro mil bombardeos sobre indiferenciados objetivos afganos. La noble Ida ha criado un cachorro capaz de matar y morir en la otra punta del mundo en defensa de los valores imperiales. Un mercenario gratuito. Bien podría ser uno de los dos arios rubios que destruyen porque sí a una familia austríaca en Funny Games de Michael Haneke.
Y aquí está la raíz de la zanahoria en esta película de otro modo intrascendente: la trivialización de este personaje nefasto, su integración a un marco familiar y civilizado en donde la corrección de todo orden impide que la sangre de los sentimientos llegue al río, lo iguala moralmente al resto de los personajes y se lleva puestos a la película y al universo que la contiene. No es que no puedan hacerse comedias familiares mientras existan la ignominia y la crueldad, la cuestión es hacerlo sabiendo sobre qué mundo están parados los personajes, tanto como cada uno de nosotros. La diferencia que va de Susanne Bier al Ernest Lubistch de Ser o no ser, o a cualquier Otar Iosseliani, para no ir más lejos.
Todo lo que necesitas es amor (Den skaldede frisør, Dinamarca / Suecia / Alemania / Italia / Francia, 2012), de Susanne Bier, c/Pierce Brosnan, Trine Dyrholm, Sebastian Jessen, Molly Blixt, Egelind, 106’.
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