14393044111. Kóblic apuesta por el cine de acción (ya desde los elementos que se presentan tanto en el poster como en el trailer de difusión), pero pretende asumir un carácter comprometido al situar la historia en los tiempos de la última dictadura militar.

De allí que elija constituirse como un relato realista. Pero el realismo es en Kóblic una construcción superficial: se trata de recomponer el tiempo en función de objetos y elementos –construcciones, vestimentas, vehículos- propios de la época que hagan creíble el relato. No importa más que eso: que se vea como una historia que transcurre en 1977.

La cuestión es que el arte no se maneja con criterios de credibilidad sino de verosimilitud. Es decir: no importa cuán alejado de la verdad histórica se encuentre un relato, sino que funcione como un todo con una lógica interna donde lo que se cuenta se vislumbre como posible.

Borensztein se apoya en el realismo y en las convenciones de género antes que en la construcción de un verosímil, al que destruye involuntariamente. ¿Un piloto de la Armada que desobedece una orden superior y puede huir? ¿Esconderse en un pueblo de la provincia de Buenos Aires al que llega en su auto y con su identidad real? Ese punto de partida es endeble en la relación entre las convenciones de género y el relato realista. No es fácil aceptar que un piloto de la Marina argentina en 1977 se esconda sin alterar al menos su identidad.¿No es posible imaginar que, más pronto que temprano, su propio nombre será la llave para que lo encuentren?

Y es que todo Kóblic es un intento vano de hacer funcionar un guión convencional en una situación excepcional. En ese planteo, no quedan demasiadas salidas que no sean el forzamiento continuo de situaciones que bordean el absurdo involuntario. Un ejemplo claro es la forma en que un “accidente” le permite al comisario Valverde saber quién es ese extraño que ha llegado al pueblo: una conversación banal en la que al empleado de Correos se le “escapa” decir que Kóblic es un milico porque vio su carnet de la Armada. Y allí aparece el segundo elemento que se destaca negativamente en la construcción de la película: la continua apelación al subrayado, a la puesta en escena forzada de elementos que funcionarán como determinantes en la resolución de las situaciones planteadas.

No se trata de casualidades, sino de una reelaboración de lo visual a través del uso de primeros planos innecesarios en función de la organicidad del relato. Pero es tan evidente el truco que se transforma en previsible. Cada vez que aparece algún elemento destacado en esos planos cercanos –el carnet de la Armada en la billetera de Kóblic, el frasco de cloroformo en el armario, el arma larga guardada en el mueble, el acercamiento de la cámara a Kóblic y Nancy en la estación de servicio, el avión fumigador que no funciona cubierto en el hangar, el botón con el que juguetea Kóblic- es el preanuncio de algo que ocurrirá en función de esos detalles.

Entonces la pregunta surge inevitable: ¿qué es lo que hace a la condición de existencia de la película, si sólo se limitaría a reproducir códigos convencionales de género de manera previsible?¿Cuál es la razón de ser de una película que, si se le quitan los elementos de una época determinada, puede funcionar perfectamente de la misma manera, al menos desde la perspectiva de género?

2. La construcción ideológica del personaje de Kóblic es central para el relato.

47739Veamos la primera escena. Mientras en la pantalla se sobreimprime la leyenda “Aeroparque Metropolitano, junio de 1977”, vemos a Kóblic avanzando hacia un avión al que están subiendo por la fuerza a un grupo de personas, lo que se asocia inmediatamente con los vuelos de la muerte. Los cuerpos de esas personas se mantienen en un segundo plano, en un cuidadoso fuera de foco, porque lo que interesa no está allí sino en ese hombre que camina mientras la cámara lo sigue a su espalda. Lo vemos acomodarse en la cabina hasta que la escena corta abruptamente para, elipsis mediante, ver llegar el auto de Kóblic a Colonia Elena.

El doble recorte que practica esa escena es crucial. Instala a Kóblic en una situación específica –conducir un avión del que se arrojarán personas al mar- sin ninguna referencia a si se trata de su primer vuelo. Y elimina la necesidad de contar con verosimilitud cómo ese hombre ha podido huir de una maquinaria represiva de la que institucionalmente forma parte.

Ese lazo se refrenda en el llamado telefónico que realiza desde la oficina de Correos. “Yo no estoy dispuesto” le dice Kóblic a su superior del otro lado de la línea. “Yo también tengo límites”, concluye. Kóblic, piloto de la Armada argentina modelo 77, establece que “su límite” es pilotear un avión desde el cual se arrojan prisioneros al mar. Su límite implícito no es el secuestro de personas, ni el cautiverio en campos de detención clandestinos, ni la tortura que se les aplicaba, ni otras formas de muerte que se les daba a los prisioneros: su límite es arrojarlos vivos y drogados al mar.

¿Es posible plantear la hipótesis de que Kóblic no supiera lo que estaba ocurriendo? Hay demasiadas evidencias en contra: no es un piloto nuevo, no es un joven sino alguien a punto de retirarse, forma parte de una institución dentro de la cual difícilmente  se ignoraran los mecanismos de represión utilizados, y ha pasado más de un año desde el golpe militar. Pero hay un detalle que lo afirma: si Kóblic no hubiera sabido lo que ocurría, aún si nunca antes hubiera participado de un “vuelo de la muerte”, en esa caminata hacia el avión mientras ve a los prisioneros pudo haber dudado, pudo haberse detenido un momento para tratar de entender lo que estaba pasando. Ese detalle ausente implica que no hay sorpresa, sino algo cercano a lo habitual, refrendando que el interés de la película es focalizar solamente en ese momento en que irrumpe la moral de Kóblic, aislado de sus acciones previas.

Se borran las huellas del victimario –o de su complicidad- en el recorte mencionado, pero especialmente en una serie de características positivas con la que se lo construye a poco de llegar al pueblo –la empatía con los “buenos” del relato: Nancy, Luis, su amigo Alberto; y el antagonismo con los “malos” representados por el comisario Valverde y por Omar, el abusador violento-, que van construyendo un perfil ligado a la bondad. Cuando ese perfil se intensifica desde la acción es cuando los elementos propios del victimario, del militar, aparecen, por contrapartida, en toda su magnitud.

La muerte de Omar, con la que se libera a Nancy del sojuzgamiento, subrayado por la patética escena de la denuncia policial, en realidad dejan en segundo plano que Kóblic está haciendo desaparecer a un hombre. Por la noche, en medio de un monte desolado, lo entierra para que nadie descubra su cuerpo. Omar pasa a ser un desaparecido más del que nunca se sabrá su destino, como aquellos que arrojaban desde el avión.

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El duelo con Valverde es el único momento en que Kóblic se presenta con su uniforme de marino, estableciendo así una instancia de diferencia y superioridad. Pero, por sobre todo, resalta la idea de que es un marino, no un hombre cualquiera, quien mata al comisario. Sólo después de ese acto quema su uniforme. Y en el final, cuando se enfrenta al grupo de tareas, la eliminación de los tres sujetos se produce con la misma metodología de la que Kóblic abjuraba en su moralidad: los sube a un avión, atados y dormidos, para luego arrojarse en paracaídas mientras el vuelo sigue en piloto automático en dirección al mar.

Kóblic reafirma en esos momentos la pertenencia a una ingeniería de la represión, aunque la película pretenda mostrar sus actos como liberadores del sojuzgamiento que sufre la mujer por su concubino o del que sufre el pueblo a manos del comisario. El problema es que ese individuo que replica la metodología represiva, naturalizada y filtrada por los códigos genéricos, ocupa el lugar del héroe. Un héroe que se apropia de un lenguaje ajeno, que resuena con un cinismo estremecedor: “Tenés que decir que desaparecí y que estás preocupada”, le dice a su esposa antes de despedirse; “Hace días que no sabemos nada de él, como si se lo hubiera tragado la tierra”, le dice al comisario cuando le reclama por la desaparición de su amigo Antonio. Un héroe cuyo momento de trauma se presenta fragmentado, disperso en la trama hasta casi desdramatizarlo, más cercano a la pesadilla que al recuerdo, irreal hasta en su evocación. Y donde lo que se suponía una negativa a una acción en realidad es un silencio, la inacción, la decisión de no mirar el horror como si con ello dejara de existir.

La novedad que aporta la película de Borensztein al cine argentino relacionado con la etapa dictatorial es el haber corrido los límites de lo representado. La historia contada desde el lugar del victimario adquiere un nuevo sentido, porque se lo transforma en un hombre atravesado por el remordimiento y que reacciona con actitudes heroicas. Que el límite que le impone su moral no esté dado por el secuestro, la desaparición, la tortura o el asesinato es un elemento inédito, pero extremadamente peligroso, en tanto implica que los márgenes de tolerancia para el director -¿y para esta sociedad?- están colocados en un lugar diferente, en el que parece justificarse, impúdicamente, la muerte de los otros, mientras sólo se cuestiona la forma en que se produce.

Queda por ver si la película de Borensztein es sólo un hecho aislado en la reconfiguración de la figura de los militares de la dictadura en el cine, o si es apenas el primer eslabón de una cadena cuyo final es inimaginable.

Kóblic (Argentina / España, 2016), de Sebastián Borensztein, c/ Ricardo Darín, Oscar Matinez e Inma Cuesta, 92’.

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