En el comienzo fue una película. Una película “como hacían otros en esa época” según relata la voz en off. Esa época es 20 años atrás en el comienzo del siglo, cuando el Nuevo Cine Argentino estaba despuntando y depurando una nueva forma narrativa que se convertiría en marca y agotamiento rápido. Vemos unas escenas de esa película, filmada en Mar del Plata, en “lugares impuros, fascistas, un poco religiosos”: los protagonistas, como solía ser en esa época, eran jóvenes. Dialogaban sobre los submarinos que estaban en el puerto de la ciudad.

Pero la película, como sucedió con otras tantas, no se terminó. “Esto es lo que queda de una película. Esa película no va a existir nunca” se nos aclara desde el mismo comienzo. En todo caso, esa exposición que se hace en los primeros minutos de La noche submarina da cuenta no solamente de lo que se hizo, sino de la imposibilidad de retomarla: “Sucedía dentro de un submarino y ese submarino no existe más, desapareció”. Esa limitación inicial es el germen para una reconstrucción que evade el proyecto original para llevar adelante otro. Lo que parece descubrir la película es que esas imágenes, producto de dos proyectos frustrados consecutivos -la ficción de los jóvenes, el posterior intento de un documental sobre el submarino-, necesitaron del tiempo, de otros sucesos, para encontrar el cauce que pudiera contenerlas y darles un sentido.

En un punto, La noche submarina se sostiene continuamente sobre la tensión entre el presente y el pasado. Por un lado, en la relación que se establece entre la película que no fue y la película que es, no a partir de una vampirización, sino con las huellas de la transformación temporal. Por el otro, a partir de una doble voz en off que articula dos discursos desplazados entre sí en lo temporal (mientras uno parece estar anclado en aquel evento pasado, el otro trabaja sobre la actualización histórica que implica lo ocurrido con el ARA San Juan). Tensión que trata de no resolverse ni como síntesis ni como relevo. La recuperación de las imágenes de esos tres días de viaje submarino, se despojan de las marcas de lo que ocurrió después (la decisión de no cotejar las listas de quienes estuvieron en ese viaje con la de quienes iban en el submarino al momento de desaparecer) para permanecer en un momento en el que ese pasado se hace presente continuo (de allí la alusión en el final cuando dice “Eso pasa siempre, el ARA San Juan vuelve”). Es esa idea de presente lo notable y a la vez, lo inquietante: la forma en que una imagen que es parte de un pasado que no existe más, puede volver sobre sí misma despojándose de esa condición de inexistencia, reactualizándose desde la forma narrativa que adquiere el relato que la contiene.

Dicho de otra manera: las imágenes son las mismas, lo que se ha encontrado ahora es la manera de relacionarlas e interpretarlas en función de un discurso que se despega hasta de las circunstancias históricas. Si el paralelismo entre la película y el submarino entra en juego a lo largo de todo el relato (la idea de que uno y otro parecen no tener un norte preciso, por ejemplo), es sobre todo porque las imágenes filmadas en aquel momento empiezan a cobrar otro valor. “Se ven distintas” como se afirma en algún momento. Aquello que parecía monótono y aburrido al momento de ser filmado -y en lo inmediato posterior, lo que determinó el abandono del proyecto-, cobra valor no por la ausencia ni por el hecho trágico, sino porque esas imágenes ahora parecen estar diciendo algo que en aquel momento no se podía captar.

De allí, lo esencial es la comprensión de haber ingresado a un mundo de características completamente diferentes. No tanto por sumergirse en el fondo del océano, sino por las rutinas y movimientos que el propio submarino implica. Las referencias empiezan en un detalle simple, que parece mínimo pero que es la punta desde la cual se empieza a entrever ese desacomodamiento del que llega a ese nuevo universo: nadie les avisó que en el submarino se podía fumar. Pero lo que sigue va profundizando esa huella, no solamente en lo que tiene que ver con la aparición del extraño en una comunidad cerrada (los rituales de bautismo, los juegos de sentido con las palabras, los apodos que les asignan), sino en la forma en que ese extraño parece imposibilitado de comprender lo que está sucediendo. Si la confusión aparece atravesada en principio por el prejuicio (“No pasa nada, no se siente nada, ni siquiera como en un avión”), se desplaza enseguida a lo indiferenciado (“Después de unas horas nos damos cuenta que ahí no es de día ni de noche”) y culmina en la existencia de un lenguaje que maneja palabras reconocibles, pero cuya combinación la convierte en otra cosa. Es en las escenas de los simulacros donde ese desfasaje se termina de hacer evidente. En el primero, se simula un accidente en el interior del submarino, pero la voz en off insiste en preguntarse a sí mismo qué está ocurriendo porque no entiende nada (“En este momento estaría ocurriendo el accidente”; “Los tiempos del simulacro son cada vez más desconcertantes”). En el segundo simulacro se trata de la persecución a un barco, y allí ese desentendimiento no solo se extrema, sino que se pone en evidencia de manera aún más consciente y cruda (“No entiendo nada, me limito a tomar sonido”; “Ellos están en medio de su juego y yo, completamente a ciegas”; “Ellos entienden, eso es suficiente para que la escena funcione”).

Ese lenguaje que no se comparte ni se entiende es el que provoca el error de cálculo que lleva a la desazón. Si al comienzo se “pensaba que con solo filmar dentro del submarino todo se volvía cinematográfico” (lo que cada escena termina desmintiendo, en tanto lo cinematográfico es construido desde el relato que se adiciona), más adelante esa misma idea lo lleva a tropezar nuevamente. Es en la escena de la cita en el mar, del encuentro con una nave que los hace emerger a la superficie para recibir la visita de un marino. El apronte para filmar deriva rápidamente en el aburrimiento porque no pasa nada y todo tiene otros tiempos y se demora: la épica del encuentro se diluye no tanto por la noche sino por el acto en sí mismo que tiene otros tiempos (o lo que es lo mismo, otro lenguaje).

Entonces, la tensión entre el pasado y el presente aparece como una de las dimensiones del relato. La otra es la que se establece entre las imágenes y el/los relato(s) en off. En ese contraste queda claro que las imágenes por sí solas, al contrario de lo que pensaba el narrador, no son en sí mismas cinematográficas. Que su valor reside en la puesta en relación con ese relato que las articula y que les da un sentido más allá de lo que muestran. Y el ejemplo más contundente está en esa escena prodigiosa que se construye alrededor del Marinero DJ. Lo que vemos es una rutinaria situación en la que en el comedor del submarino, un grupo de los tripulantes se relajan recurriendo a los juegos de mesa. Pero el relato se concentra en uno de ellos, el que pone la música que se escucha de fondo. No hay gestos particulares, pero es el narrador el que nos “obliga” a detenernos en él: “Mírenlo, está todo el tiempo pensando en la música, es el único que la escucha”. La revelación se vuelve más concreta cuando cambia el CD y logra que otro se interese en la letra de la canción de U2 que se escucha de fondo. Pero lo notable de la escena es lo que evoca como el momento en el que el lenguaje de ese universo y el del narrador encuentran un punto en común. O dos. Porque primero está el recuerdo de las mismas acciones del narrador con sus amigos de la adolescencia, haciéndoles escuchar la música que le gustaba. Y después, sosteniendo la traducción de la letra de U2 para comprender por qué a esos hombres los une una determinada canción en un momento específico.

La noche submarina consigue sacar a esas imágenes tanto de su banalidad -en cuanto retrato de una cotidianeidad que escapa a la comprensión del otro- como de su correlato histórico, para convertirlas en una narración que recupera el encuentro de dos mundos que no terminan de cuajar porque sus elementos de base son completamente diferentes. De allí que solo pueda pensarse como fallido una parte del discurso del final, que pierde de vista la relación que venía sosteniendo con lo histórico para incluirlo en algo que suena posiblemente demagógico . El planteo de “Si el submarino no volvió, yo tampoco volví: yo también estoy ahí con mis amigos en el fondo del mar”, rompe innecesariamente con ese distanciamiento que la película impone con los hechos posteriores y vuelve a ese remate algo inverosímil. Un sello al borde de la grandilocuencia que revela otro lenguaje, diferente al de las imágenes, y lo que es peor, al del relato del narrador.

Calificación: 7.5/10

La noche submarina (Argentina, 2020). Dirección: Alejo Moguillansky, Fermín Villanueva y Diego H. Flores. Guion: Mariano Llinás y Alejo Moguillansky. Narradores: Luciana Acuña y Alejo Moguillansky. Duración: 72 minutos. Disponible en www.wearekabinett.com

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