* No hay nada peor para una comedia que no generar ni siquiera una sonrisa aislada. Competencia oficial cree dominar un género que se le termina escurriendo de las manos porque en la película todo se resume a un juego de oposiciones que, se presupone, genera por sí solo el efecto deseado. Ni siquiera se trata de ser original, sino de saber utilizar el artificio, que otros ya desarrollaron, en beneficio propio. Por poner un ejemplo, el tema del doble, esa entidad bicéfala que habitualmente asume la figura de los mellizos o gemelos. Justamente Antonio Banderas protagonizó hace ya muchos años Two Much (1995), la incursión en el cine industrial americano del español Fernando Trueba, que se basaba en ese juego de opuestos iguales. Lo que queda claro en el cine de Cohn & Duprat es que ese tipo de confrontaciones entre hermanos opuestos  –en la ficción de la película que se va a filmar- desprecia, tal vez por desconocimiento, los rasgos de la comedia –porque está claro que sus películas tampoco pretenden ser dramáticas. En parte porque no son Fernando Trueba ni mucho menos alguno de los miembros de la saga clásica de la que Trueba es una derivación –ese árbol genealógico “electivo para andar bien por la vida” que el propio Trueba diseñó para una entrevista en la revista El Amante/Cine en el año 1993 y que incluía a Jean Renoir, Billy Wilder, Preston Sturges, Ernst Lubitsch, FrançoisTruffaut y Woody Allen-. En parte, porque no creen en la comedia. En parte, porque no creen en sus personajes. Lo que les interesa, y ese es un rasgo que atraviesa toda la obra del dúo, es poblar a sus películas de personajes en los que solo afloran las miserias internas que derivan en el conflicto en la relación con el otro. Y sin al menos un personaje con algún rasgo de bondad es casi imposible hacer comedia.

* Para Cohn & Duprat, todo se reduce a una perspectiva binaria, cifrada por oposiciones que parten de la premisa mencionada en el apartado anterior. En Competencia oficial esa formulación llega al paroxismo: su título incluye la palabra “competencia” y la película que se va a filmar en la ficción se basa en una novela titulada “Rivalidad”, en un derroche exagerado de la necesidad de ser explícitos. El enfrentamiento en Cohn & Duprat no se sostiene en el cruce de valores o de clases, sino que circula en el vacío que implican posiciones o posesiones. Pero lejos de afirmarse en el cuestionamiento, naturalizan esos enfrentamientos como parte de su visión del mundo: la supuesta ironía con que pretende retratar a sus personajes principales (directora, actores, productor) no se sostiene a partir de una postura ante el mundo, sino en la burla sobre el otro como objeto descontextualizado y solo por sus propias acciones. Y además, se desarma en los finales de sus películas, cuando inevitablemente sus protagonistas imponen su visión del mundo como triunfadora en la “competencia”, como aparece aquí en las escenas de la alfombra roja y la conferencia de prensa del festival donde se presenta la película filmada.

* Aquí se mantiene ese juego ambiguo que manifestaban las películas anteriores de los directores, respecto de las instancias validatorias –el mercado de arte en El artista y en Mi obra maestra, el Premio Nobel en El ciudadano ilustre-. La novela “Rivalidad” es elegida para comprar los derechos porque “debe ser buena, es de un premio Nobel” como dice el productor Humberto, un millonario que solo pretende dejar una marca en el mundo, sin saber si hacer una película o un puente –la presunta ironía queda desarticulada cuando en el final vemos que termina haciendo las dos cosas. Ponen en palabras de Iván (Oscar Martinez) que los premios no son importantes y hace que Lola (Penélope Cruz) pase por una picadora los premios propios y los de sus actores, pero la película que filman compite en un festival de cine y antes los actores imaginan la posibilidad de que les den el Oscar por sus actuaciones. La banalidad de la mirada de Cohn & Duprat se sustenta en la superficialidad, en la idea de que el comentario, el supuesto chiste, son suficientes. O lo que es lo mismo: dejar que la mirada de la película sea la de los personajes y que el espectador deba entender su concepto de burla es una decisión estética y narrativa y por sobre todo, y aunque lo nieguen, también ética y política. Mirar desde afuera lo que no se quiere escarbar desde adentro porque no se interesa por lo que pueda encontrarse más allá de la cáscara. Pero también, mirar desde afuera implica no ensuciarse en el barro y las miserias que relatan en los otros.

* La negación de lo político en Cohn & Duprat se vuelve explícita en el final, cuando hacen que Lola diga que “hay que dejar de hacer un cacheo ideológico a todo” y que “ver un manifiesto en una película es perezoso”. Lo ideológico como cacheo y lo político como manifiesto son, en verdad, un reduccionismo tan perezoso como aquello que reclaman. De la misma manera que en el comienzo de Mi obra maestra se pretendía establecer desde el discurso y desde la construcción de la secuencia qué se debía mirar de un cuadro y cómo debía entenderse una obra de arte, aquí pretenden establecer cómo se debe ver/pensar una película. La modalidad de poner en boca de sus personajes un discurso directo –el de Nervi en el video de Mi obra maestra; el de Mantovani en la entrega de premios en el pueblo en El ciudadano ilustre– funciona por un lado, permitiéndoles desplegar su ideología como marcas visibles y explícitas dentro del relato y por el otro escudándose detrás de los personajes para justificar que esas palabras no les pertenecen –como si los personajes de un relato pensaran por sí mismos y sus palabras no estuvieran dictadas por el guion-. El problema es que cuando los personajes se convierten en las columnas basales de sus películas, la mirada burlesca se vuelve una mueca que queda en segundo plano y que no los afecta en su integridad ante el espectador. Félix e Iván –y también Lola- pueden tener muchos rasgos despreciables –de la soberbia al snobismo de clase- pero la levedad de la farsa los puede volver simpáticos, modelos de identificación para un público para el cual la competencia y la rivalidad –y las malas artes asociadas a ellas- forman parte de su vida diaria. Así, funcionan como modelos de validación y hasta de aspiración no tanto de los espacios sociales que ocupan, sino de acceso al modo de reacción liberatorio que les provee la ficción –algo parecido a lo que desarrollaba intensamente una película como Relatos salvajes-. De allí que la cantidad de brutalidades que plantean los personajes -“Un artista sin hijos tiene una gran ventaja, puede crear algo arriesgado”(Lola); “El esperpento de lesbiana que está ahí”(Félix); “El mundo necesita ingenieros, trabajadores, lo que el mundo no necesita son más actores” (Iván); “El gran público es una masa de gente ignorante, sin ideas, pasiva, y actores como tú los embrutecen aún más”(Iván, a Félix)- puedan pasar por sentencias políticamente incorrectas. Una inversión del sentido revulsivo de las palabras que ha llevado a que haya quienes ven en partidos y movimientos de la derecha y más allá una especie de brote revolucionario –al que no sería de extrañar que los directores con su película pretendieran apuntalar.

* Hay, sin embargo, algo que vuelve sobre Competencia oficial como una sombra o una incógnita mayor. Si hasta el momento, el cine de Cohn & Duprat trabajaba de alguna manera sobre una serie de premisas cuya estructura se repetía con algunas variaciones de un film al otro, Competencia oficial parece estar anunciando el agotamiento de la fórmula, no solo por sus resultados más bien pobres respecto de la comedia como género. Ese agotamiento aparece en la forma en que se recurre al autoplagio, a la reiteración consciente de personajes y situaciones de otros films previos, como si en algún punto esta primera incursión española funcionara como una especie de «greatest hits» de los directores. Si los espacios del edificio de la fundación recuerdan a la casa barcelonesa de Mantovani –pero sin libros-, los personajes de Iván y Félix se ven como una variante apenas disimulada de los protagonistas de El hombre de al lado –aunque por otra parte, Oscar Martinez parece repetir los rasgos de su Mantovani y Antonio Banderas se ve como un Dady Brieva españolizado-. Humberto Suárez y su empresa parecen una réplica algo expandida de la familia Larsen que le encarga un cuadro a Renzo Nervi en Mi obra maestra. La clase de Iván a los jóvenes aspirantes a actores y su “discurso” ante el espejo son situaciones similares a las que atravesaba Mantovani en la charla en el pueblo y en el discurso por el Nobel en El ciudadano ilustre.Las escenas de los bailes en la habitación de Lola parecen recortadas de los experimentos de Televisión Abierta, incluyendo la carencia de una lógica que las inserte en un relato mayor. La escena en que Iván y su esposa escuchan música es un calco de una escena similar de El hombre de al lado con Rafael Spregelburd y Juan Cruz Bordeu. Y para demostrar que no se pierden las mañas, el engaño al espectador reaparece nuevamente jugando con la posibilidad de la muerte del protagonista como forma de generar empatía –el final de El ciudadano ilustre, la decisión de Renzo Nervi de no querer seguir viviendo en Mi obra maestra– aunque aquí los otros personajes también sean víctimas del engaño. En esa suma de reiteraciones y en la utilización de obras ajenas –que solo se reconocen en los títulos finales- es donde se advierte que el guión de Competencia oficial es como una especie de Frankenstein como los que organiza Lola con sus recortes de fotos. Que, en este caso, Cohn & Duprat no puedan insuflarle vida al monstruo que pretendían crear es quizás el mayor problema que no pueden resolver.

Calificación: 2/10

Competencia oficial (Argentina/España, 2021). Dirección: Mariano Cohn, Gastón Duprat. Guion: Mariano Cohn, Gastón Duprat, Andrés Duprat. Fotografía: Arnau Valls Colomer. Montaje: Alberto del Campo. Elenco: Penélope Cruz, Antonio Banderas, Oscar Martínez, José Luis Gómez, Manolo Solo, Nagore Aramburu, Irene Escolar, Pilar Castro. Duración: 114 minutos.

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