Aclaración necesaria: desde que nací, vivo en La Plata. En 1976 tenía ocho años y mis padres habían decidido enviarme a un colegio de curas que estaba a siete cuadras de casa. El 24 de noviembre de ese año estaba en la escuela, por la tarde, cursando el tercer grado de la primaria. La casa Mariani-Teruggi, la “casa de los conejos”, estaba ubicada a 600 metros de la escuela. En algún momento de esa tarde, las autoridades de la escuela hicieron que todos los alumnos dejaran las aulas –las ventanas daban a la calle- y los hicieron sentar en el piso de la galería cubierta hasta que llegaran los padres a buscarlos. No tengo muchos más recuerdos de ese momento, salvo sentir el ruido y ver pasar a algún helicóptero. No escuché balas, ni gritos. Quizás las maestras nos hayan dicho algo de que era un “enfrentamiento con subversivos”, pero no lo tengo muy en claro. Al día siguiente, vimos las fotos en los diarios. La casa aún existe y quedó tal cual la dejaron las fuerzas policiales y militares aquel día: con los agujeros de balas y morteros con los que se abrieron paso y mataron a quienes vivían allí.
La aclaración del párrafo anterior tiene sentido en la construcción del verosímil que plantea la película. La puntualización de algunas referencias específicas –el cartel de la primera escena, la utilización de los nombres reales de los involucrados, la referencia que hace alguien de la organización a la pinza policial “en calle 29”- que sitúan espacialmente la historia, contrastan con la imagen con la que se construye el espacio en el que se mueven los personajes. Si ese elemento queda disimulado para quienes no conozcan la casa o la ciudad, para un platense implica un enrarecimiento que desplaza la atención y la sitúa en el problema de la locación. Para plantearlo en términos concretos: cada vez que vemos el entorno de la casa en la que se refugia Ana con su hija Laura, lo que vemos es un espacio en los límites de lo urbano, un entorno abierto y con escasa circulación vehicular –ni hablar de que el colectivo en el que vemos viajar a Laura y la parada con el número 47 no se corresponde con ninguna línea de la zona. Lo cierto es que la casa está, en la realidad, y ya lo estaba en aquella época, en un espacio urbanizado, en un barrio no céntrico, pero desarrollado. Obviamente que resulta imposible filmar en el mismo lugar de los hechos, pero ubicar la locación en otra ciudad –Ensenada, rápidamente reconocible por el icónico puente ferroviario giratorio- y en un espacio completamente diferente al que rodeaba la casa, enturbia un poco la mirada. Peor aún: no parece haber justificaciones desde la mirada que establece el relato para ese cambio.
Acepto, sin embargo, que sería un problema menor en relación a un público amplio y en la intención de captar la esencia de la historia y lo que se quiere contar. Detalles, al fin y al cabo, que le importan a uno, y quién sabe si a alguien más.
Más allá de eso, hay un conflicto que La casa de los conejos no logra resolver: cómo traspasar la mirada que despliega Laura Alcoba en su libro al lenguaje cinematográfico. En el libro, la mirada de la Laura que fue niña en noviembre de 1975 está filtrada por el recuerdo que hace explícito la autora, desdoblando esa mirada y generando un efecto empático: es el recuerdo de un adulto de una serie de sucesos de su niñez, en los que se pone en juego continuamente la oscilación entre la inocencia infantil y la conciencia posterior de los hechos. La película elige eludir el formato de recuerdo, esa visión que se proyecta hacia el pasado tratando de recordarlo para comprenderlo. Narrada en un presente continuo, pierde de vista la significación de ese entramado que elige no seguir: esa narración desde otro tiempo implica una forma particular de entrar en la mirada de Laura, que permite reconocer lo que ocurrió desde la asimilación que brinda el paso del tiempo. Aquí, esa segunda mirada pretende ser reemplazada por la de la película en sí misma, pero el borramiento del relator original implica quedarse inevitablemente afuera del personaje central.
Asistimos, en cierta medida, a una serie de sucesos que parecen estar narrados desde la perspectiva de Laura. No hay escenas en las que ella no aparezca, por lo que todo lo que vemos o escuchamos de alguna forma está relacionado con su presencia –salvo el final, donde la película transgrede esa norma en virtud de la imposibilidad de narrarlo desde la mirada de la Laura adulta, como aparece en el libro. Pero esa presencia no implica una mirada concreta: Laura está allí, pero no aporta más que sus intercambios, inevitablemente cifrados por la edad, con ese mundo adulto extraño con el que se ve obligada a convivir. Con la excepción de algunos pocos momentos en los que en el juego y el habla cotidiana irrumpe la naturalización de una realidad extrañada –por ejemplo, el momento de la llegada de los conejos, a los que Laura les dice, como ocurrió con ella, que ya les darán sus nuevos nombres y lo importante es que nadie debe saber su nueva dirección-, el resto se desarrolla como una mecánica prearmada en la que una escena sucede a la otra, sin que se genere una instancia de relación dramática o siquiera de la construcción de una narrativa que, aunque fragmentada, intente llegar más lejos que la pura puesta en escena de una situación específica.
De allí que La casa de los conejos no pueda salir de la ilustración de una historia, de la puesta en imágenes de una narrativa literaria de la que no logra ni extraer, ni generar una tensión, un encadenamiento de climas que la justifiquen. Para ponerlo en otras palabras: lo que se cuenta es poderoso, atractivo y remite a la memoria como elemento central en la historia de un pueblo o un país. Pero está contado sin nervio, sin tensión, sin encontrar el punto desde el cual hacer que esa historia trascienda. Pienso en la manera en que Infancia clandestina, aún con algunos problemas, resuelve una situación similar. En la película de Ávila, hay un punto de partida similar –un grupo de militantes montoneros que se refugian en una casa, previo al lanzamiento de lo que se llamó “la contraofensiva”, simulando determinadas actividades, todo visto desde la perspectiva del hijo de la pareja central-, pero la presencia de la mirada del personaje está marcada no solamente por ese espacio de salida que implica la relación con la nena vecina, sino con los recuerdos y con un lazo mucho más cercano con ese mundo que lo rodea. En La casa de los conejos hasta los momentos de mayor tensión aparecen diluidos, porque cuando consiguen quebrar la calma apática –la escena en que Laura juega a fotografiar al Ingeniero- se ven como pequeñas explosiones que no afectan el entorno, que en definitiva no ponen en juego el surgimiento de acomodamientos o nuevas tensiones. Peor aún, en una película que gira alrededor de la construcción de un embute que oculta una prensa clandestina, éste se transforma en una pieza suelta y descuidada dentro del relato, carente de significación que no sea, nuevamente, el servir de mera ilustración.
La casa de los conejos se ve, entonces, como una película que respeta meticulosamente la mayor parte del relato de su origen literario. Pero lo que la condena a la indiferencia es la decisión de no articular, de alguna manera, esa voz reflexiva sobre el pasado que sostiene al original. Reducida a recrear hechos, decidida a no “traicionar” la historia literaria, reducido su apasionamiento por lo narrado a lo mínimo, resulta una apuesta perdida en el intento de contar uno de los hechos más resonantes de la represión militar.
Calificación: 4/10
La casa de los conejos (Argentina/España/Francia, 2021). Dirección: Valeria Selinger. Guion: Valeria Selinger, Laura Alcoba. Fotografía y cámara: Leandro Martínez, Helmut Fischer. Montaje: Victoria Follonier, Valeria Selinger. Elenco: Mora Iramaín García, Guadalupe Docampo, Paula Brasca, Darío Grandinetti, Miguel Angel Solá. Duración: 94 minutos.
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