Pocos momentos hay en nuestra historia que hayan reclamado –y conseguido al menos en parte- un revisionismo del relato establecido como el de la llamada Campaña al Desierto. Ya el término “campaña” con la evocación militar que involucra cifrada en el siglo XIX, se liga más con los movimientos independentistas, igualándola con la gesta sanmartiniana y ocultando el otro término con que se la denominó: “conquista”. Si éste parece un sinceramiento respecto del otro (la conquista implica una apropiación) lo es a medias, en tanto la señalación del “desierto” estaría implicando la ocupación de un territorio, de un espacio vacío. Los dos términos eluden significativamente dos cuestiones. La primera es la existencia de habitantes en esos territorios; la segunda, el uso de la fuerza para esa ocupación. Lo que se vela, en tanto, es que la campaña o la conquista exceden lo territorial y se convierten en maniobra política: el territorio sobre el que se avanza con una finalidad primariamente económica es invadido, dominado por la fuerza de las armas. Si las denominaciones construyen el sentido de un relato, las omisiones lo hacen de una manera similar. Cada vez que una fuerza invade un territorio habitado por otros, el sistema repite sus gestualidades: los otros son salvajes ante los cuales las fuerzas responden (con lo que la invasión se transforma en “disputa” y la masacre planificada en “guerra”). Y los muertos de esos otros son siempre ocultados, transformando la invasión en un evento pacífico.

Jinetes de Roca no quiere narrar la Conquista del Desierto, sino desbrozar de qué manera se construyó un relato que se cristalizó y permaneció de manera incólume a lo largo de los años. Ese desplazamiento del relato puramente historiográfico apunta, antes que a la refutación de una versión de la historia, a la forma en que se procedió a su naturalización por medios indirectos. Hay una frase de Marcelo Valko que resume esa idea: “Si está ahí, algo bueno debe haber hecho, dice la gente”. Allí se encuentra la síntesis de la manera en que la introducción de esa historia narrada desde la imagen ingresó en el imaginario popular con la fuerza de una verdad irrefutable. “Las imágenes no reproducen el mundo, están contribuyendo a su construcción” se señala en otro momento del documental, para comprender que detrás de ello hay un interés en unificar y congelar los sentidos posibles de interpretación.

Si la visualización resulta esencial, su manifestación más contundente aparece en el momento en que se narra de qué manera Julio Argentino Roca decidió llevar una parte de los indígenas para pasearlos por la ciudad de Buenos Aires. No solo porque, como se señala, tenía aspiraciones presidenciales, sino porque aquello que no se ve, no se puede reconocer como existente. Lo que se puede ver tiene estatuto de realidad y más que como ilustración, se constituye como prueba.

Ese proceso es recuperado en Jinetes de Roca a partir de tres vectores. El primero de ellos es el movimiento por el cual, desde el monumentalismo, se procede a lo que se denomina “roquización” de la historia. Un proceso validado por dos golpes de estado (los de 1930 y 1976) que se complementan. En el primero, se recupera la figura de Roca para “ingresarlo en el panteón de los dioses”. En el segundo, se lo actualiza desde la celebración del centenario del hecho (y que incluso tuvo su propia imagen construida en De cara al cielo, película de 1978).

La lectura que el documental habilita es la de un doble movimiento: la del momento original, expansivo, en el que los monumentos dedicados a Roca se multiplican a lo ancho (poblando las plazas de todo el país hasta superar en número a los de San Martín) y a lo alto (el tamaño comparativo del monumento de Roca y los de San Martín y Belgrano en el centro porteño); y el actual, en el que a partir de los esfuerzos de Osvaldo Bayer, se revierte la monumentalización roquista y de todo lo asociado a él. Sin embargo, la tensión entre ambos se manifiesta en Bolívar, cuando en el año 2018 el municipio decide cambiar el nombre de la Plaza Roca por Plaza Pueblos Originarios, pero sin sacar de ella el monumento emplazado originalmente. Esa contradicción irresuelta, remarcada por Valko, es la que sostiene su prédica: las estatuas, a pesar de su quietud, son peligrosas y por eso hay que quitarlas. “Parece que no molesta, pero no deja de hablar”, dice remarcando que es un mensaje dirigido al espacio en el que se ubica (y no solo por el hallazgo de esas coordenadas que el documental pone a la luz sobre la triangulación que implica el emplazamiento del monumento en la Diagonal Sur). “La estatua derrama significación, nos acostumbra” señala Valko. Y ese acostumbramiento se descubre en la descripción: ¿cuántos hemos visto que en ese monumento, Roca está acompañado por Marte, el dios de la guerra por un lado, y por la representación de la agricultura por el otro?¿Cómo no pretender que desde ese lugar privilegiado, el monumento está planteando un modelo de país afirmado en la matanza y en el predominio de un modelo agrícola que subsiste hasta hoy?

El segundo vector es la pintura. Jinetes de Roca hace eje en la tradicional pintura de Blanes para explorar sus características y significados. La evidencia de que se trata de un acto celebratorio (en tanto permanencia como ícono central de la Conquista, al punto de ser reiterado a lo largo de los años en diferentes billetes) se potencia cuando se advierte que fue el propio Roca quien lo encargó. Pero el detalle que señala aún más esa presencia proviene de una imposibilidad: la obra, ubicada en el Museo Histórico Nacional, tiene un tamaño tan sobredimensionado que es imposible que se la pueda retirar del lugar. La imagen pensada como perdurable, sino como eterna, al menos atada indisolublemente a la memoria histórica que se construye desde el museo. La imagen solo puede desaparecer si antes lo hace el museo, e incluso allí podría sobrevivirle y encontrar otro lugar. Ese cuadro se complementa con otro, con esa imagen que exhibe “La vuelta del Malón”, con la que comparte un único personaje (La Cautiva). Uno y otro cuadro definen de manera cristalina, desde la construcción de los personajes y el espacio que ocupan, los motivos de civilización y barbarie que fundaron la mitología del desierto. Si aparecen en cuadros separados es porque no deben generarse dudas en el relato sobre el lugar que ocupa cada uno. En los cuadros no hay masacre, no hay sangre, no hay cuerpos muertos: la única captura es la de la mujer blanca arrebatada por el salvaje. El cuadro de los “salvajes” es movimiento puro; el de los civilizados expone un orden que parece partir de la idea de un cuadro monumental sostenido en los retratos.

El tercer vector es la fotografía. En el cuadro de Blanes está planteado, más que la visión del pintor, una reproducción de otra reproducción: en el fondo están las fotografías que tomó Pozzo para documentar el avance de Roca. De esa manera, la fotografía no solo da cuenta del territorio, sino que va construyendo la imagen de ese relato en tiempo real. Y es notable que el planteo en un momento iguale a la fotografía con el telégrafo y el fusil: la tecnología es parte del avance sobre los territorios a conquistar y la foto es esencial para la perpetuación de ese relato. Esa importancia, que podría pensarse desmedida, no es tal: el documental reconstruye la manera en que desde la fotografía puede ejercerse la violencia sobre el otro. Hay tres modelaciones de esa violencia que se exponen. La primera puede representarse en ese objeto extraño en el presente que es el álbum de postales que muestra Massotta. En él, las mujeres de los pueblos originarios son expuestas en una desnudez forzada para consumo de los hombres de la sociedad metropolitana, violadas en una intimidad que se hace pública y que adquiere connotaciones puramente sexuales. La segunda aparece en el retratismo de los líderes de los pueblos originarios apresados, que replica las singularidades de la fotografía policial: fotos de frente y de perfil que, desde lo simbólico, los iguala con delincuentes. La tercera es la imposición de acciones que la fotografía hace sobre el sujeto fotografiado, obligándolo a construir una imagen falseada de sí mismo en la que se invierten términos: la fotografía violenta la realidad desde una representación según la cual adjudica al otro la actitud violenta, como ocurre con la foto de Pincén. En ellas aparece la imagen del salvaje que construye el ojo del blanco, a la vez que, como señala Fernando Pepe, se constituye como elemento de humillación del retratado.

Lo que revelan los procedimientos que Jinetes de Roca pone en foco no es solo un relato que es necesario desmontar, sino la posibilidad de leer las mismas fuentes documentales desde puntos de vista que no acentúen el relato. De allí que más que el “culto al olvido” y el “catecismo de la amnesia” que señala Valko como constituyentes del mismo, resulte más importante que esa iconografía revela la posibilidad de ver, por ejemplo, el traslado a Martín García como la constitución de “un Auschwitz en medio del río”. Lo que condensa el documental en su recorrido es la voluntad de desarmar el sentido original del mito modernizador de la Nación que se adjudica a Roca. Pero sobre todo, evitar la reproducción justificatoria en el presente de un relato construido dos siglos atrás, basado en la supuesta comprensión del contexto de aquel momento. Esa supuesta comprensión, dice al fin el documental, es la que sigue sosteniendo la negación de la masacre, del olvido y de la entronización histórica de los asesinos.

Jinetes de Roca (Argentina, 2024). Guion y dirección: Sebastián Díaz. Fotografía: Manuel Muschong. Edición: Sebastián Díaz. Duración: 71 minutos.  

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