ismael_25525En una entrevista publicada el domingo 22 de Junio en el suplemento Radar de Página 12, Marcelo Piñeyro señala que decidió filmar en España su nueva película porque quería volver a una historia de tono más bien emocional y menos cerebral, pero sobre todo porque no estaba encontrando la manera de contar este momento del país, cosa que no le había pasado con sus anteriores producciones. Piñeyro siempre me pareció un tipo inteligente a la hora de hablar, con buenas ideas, con claridad sobre lo que quiere filmar, pero al mismo tiempo nunca he podido comprobar en sus películas la traducción precisa de esas ideas. Más allá de algún pasaje bien logrado de Cenizas del paraíso, de Plata quemada o de Kamchatka, el cine de Piñeyro siempre tiene movimientos que están de más, movimientos que no deberían hacerse, no porque eso suponga, como en el celebre texto de Serge Daney sobre el travelling innecesario de la película Kapó, un grado de abyección, sino porque esos movimientos clausuran el sentido posible de las escenas, sobreexplican lo evidente, aclaran lo que ya está claro.

En Las viudas de los jueves, su película anterior, el personaje interpretado por Ernesto Alterio parecía confesarle a su mujer que había perdido el trabajo. El plano cerrado sobre su rostro y el silencio que se percibía alrededor alcanzaba para comprender que estaba hablando solo, que no había nadie a su lado, y que la confesión no era tal sino un monólogo que no evidenciaba otra cosa más que la cobardía del personaje; no obstante esto, el plano se iba abriendo con lentitud para mostrar, efectivamente, que el personaje estaba hablando solo. En otro pasaje, Vera Spinetta le confesaba a su amiga que había conseguido paco en la villa que estaba al lado del country en el que ambas vivían (la película transcurría casi íntegramente en este ámbito). Luego de la confesión –obvia en su discurso y en lo que se proponía revelar- la cámara de Piñeyro se elevaba por sobre los muros del terreno aislado para mostrar que, efectivamente, al lado del country estaba la villa.

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En la reciente Ismael estos defectos se acentúan y se agravan. La historia del chico negro (el Ismael del título) que escapa en busca de su padre biológico (Félix) se inscribe de manera burda sobre la superficie de una crisis laboral que la película insinúa pero nunca justifica ni hace notar (todos los personajes tienen trabajo) y un racismo ramplón disfrazado de ingenuo temor hacia el inmigrante ilegal. El subrayado moral y la condena de clase adquieren cierta ambigüedad en el personaje de Belén Rueda, quien no duda en defender a Ismael cuando le dicen mono, pero que también califica de delincuentes a los alumnos marginales de su hijo Félix, quien da clases en una escuela para chicos con problemas de conducta.

La sobreexplicación alcanza en esta nueva película de Piñeyro su punto límite. Los personajes enuncian en una escena lo que se quiso decir en la anterior, como por ejemplo cuando el niño protagonista dice que Félix no lo mira a los ojos: una escena previa muestra a Ismael completamente ignorado en una conversación que Félix sostiene con su madre en la cocina, producto de la incomodidad y la dificultad para comunicarse que genera la flamante e imprevista relación padre/hijo. La disposición de los personajes nos permite pensar sin inconvenientes en la conclusión que luego Ismael, como si no hubiese quedado claro ya, manifiesta. Ya no se trata de abrir el plano o mover la cámara para decir algo, ahora se necesitan al menos dos escenas para despejar toda posible duda sobre el sentido de las imágenes.

En el cine de Piñeyro parece no haber lugar para la sorpresa ni el misterio. Cuanto más evidente y claro es todo, mejor. Tanto es así que hasta los motivos visuales necesitan ser llevados al plano de la enunciación, como el pin que Ismael tiene en su campera con la inscripción en latín “Sapere aude”, inmediatamente traducida por un ejemplificador “Atrévete a saber”, que resume infantilmente (la traducción la hace el propio Ismael) la historia que la película se propone contar.

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Es llamativo también cómo la interacción entre los personajes, y ese interés por recuperar el tiempo perdido entre padre e hijo, se ve condicionado por los soportes tecnológicos. El acceso al conocimiento/pasado del otro se da a través de netbooks, cámaras fotográficas y celulares. Casi todo lo que Ismael sabe de su padre –y de la relación de éste con su madre- se debe a los archivos de video que Félix guarda en su computadora. El propio Félix no duda en decirle a Ismael que le gustaría conectarlo a un ordenador para saber todo su pasado. El propio Ismael se encarga de tomar fotos de cada momento que vive junto a su nueva familia, estableciendo así una distancia que se contradice con el tono emocional buscado por Piñeyro, y que tal vez ya estaba anunciada involuntariamente en los afiches del film Oblivion que se ven al comienzo, una película futurista de tono distante y frío en la que se priorizaba la fabricación de los recuerdos por sobre la experiencia física de los cuerpos. En Ismael lo que se prioriza es la captura del momento por sobre la memoria.

También hay referencias a Los 400 golpes, no sólo por la inclusión de Juan Diego Botto –cada vez más parecido a Jean Pierre Leaud, actor fetiche de Truffaut-, sino por las subjetivas del niño observando la ciudad y la huida hacia la playa, que remiten al comienzo y al final de la ópera prima del director francés. Pero el diálogo entre ambas películas no es del todo pertinente, sólo coinciden en que ambas tratan sobre un niño que escapa, con la diferencia de que allí donde Antoine Doinel parecía aceptar su orfandad y encontraba en el cine, la literatura y más tarde en las mujeres, su lugar en el mundo, aquí no se acepta la ausencia paterna y se huye a medias de una madre para encontrar a medias un padre.

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Sin embargo, lo más inexplicable -y molesto- de Ismael es el movimiento nervioso e inestable de la cámara a lo largo de toda la película. Porque no sólo se mueve cuando los personajes discuten frente al mar (está bien, el agua como elemento voluble y la tensión de los diálogos ponen en crisis la estabilidad del mundo) o en las clases que dicta Félix (está bien, los alumnos tienen problemas de conducta y eso puede provocar que la situación se salga de control en cualquier momento), también lo hace cuando los personajes toman vino y fuman porro sentados en el sillón.

También me resulta inexplicable y molesta la abundante cantidad de planos en sombras, a contraluz o enteramente iluminados que poco o nada tienen que ver con los diálogos de los protagonistas, que enrarecen más de lo que justifican sus acciones.

Este texto tal vez hable más de mí como crítico que de Piñeyro como realizador, pero la incertidumbre del director, señalada en la entrevista citada más arriba, también es la mía como espectador ante cada película suya.

Ismael (España, 2013), de Marcelo Piñeyro, c/Mario Casas, Larsson do Amaral, Belén Rueda, Juan Diego Botto, Sergi López, Ella Kweku, 111′.

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