jerseyboysDurante 40 años, mi viejo ha sido “anciano de congregación de los Testigos de Jehová”, religión no carismática de raíz protestante. Uno de los pasajes bíblicos que más le escuché repetir en casa, entre nosotros, casi como un anhelo, es una línea del Antiguo Testamento que describe el final de un patriarca con estas palabras: “murió viejo y satisfecho de días”. A Clint Eastwood parecen aplicarle perfectamente. En líneas generales sus películas, y esta no es una excepción, son manifestaciones de un tipo que se hizo viejo trabajando, actuando y dirigiendo sin cesar, que eludió las tentaciones –si es que alguna vez las tuvo- de la autodestrucción y que no se arrepiente de no haber hecho lo que deseaba, acaso el peor de los remordimientos pues las ofensas al otro pueden aspirar al perdón de un tercero mientras que las ofensas contra el propio ser lo desintegran.

La ligereza de tono de Jersey Boys, su relato eficiente y fluido, su moral sin moraleja declamada pero tampoco disimulada, su sentido del humor y de la camaradería, el relevo de las voces narradoras que cuentan la historia desde una primera persona cambiante que termina siendo la plural del cuarteto, el número de baile final con un congelado deliberadamente fallido de los cuerpos casi tan conmovedor como el de Palombella rossa de Nanni Moretti, la ausencia de estrellas entre los protagonistas (Christopher Walken haciendo de padrino protector es, como Dios, un secundario de lujo), y un sinfín de operaciones más son las evidencias de un director que hace lo que quiere con las herramientas de su oficio, de un creyente pragmático que no cree en el misterio de la religión sino en la religión como un legado de secretos útiles para el funcionamiento del individuo y la comunidad.

Quizás en donde más se note eso es en un par de giros del guión que vuelven a valerse, con relativa estridencia, de la noción de sacrificio y que después de tantas películas en las que aparece no cabe señalar como error (muchos críticos juzgaron de esa manera al de Million Dollar Baby) sino como elección recurrente, acto ritual más o menos prolijamente realizado. En todo caso, nos mete de lleno en el asunto de la responsabilidad del sujeto hacia los otros y, a través de ellos, hacia sí mismo; pero también en el tema del compromiso que un varón asume hacia otro que le dio la vida –en este caso, artística, amigo que ocupa el lugar de hermano mayor- más fácilmente y mejor que hacia una de sus hijas, involucrada en un incidente que me recuerda el lugar del personaje de Cecilia Roth en Martín Hache, otra película patriarcal.

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A lo largo del tiempo las películas de Clint Eastwood han planteado una pregunta recurrente que intentaron responder una y otra vez. Su más resuelta formulación ocurrió en Un mundo perfecto, en la que Eastwood era una figura paterna fallida de Kevin Costner, que a su vez intentaba ser la del nene Testigo de Jehová que secuestraba: “¿Cómo se hace para ser un hombre?”, la misma que casi cuarenta años antes James Dean le había formulado a su padre, quien lucía un delantal encima del traje, en Rebelde sin causa (a Eastwood hay que identificarlo con el melodrama tanto como con el western, como no podía ser de otro modo tratándose de un sagaz lector de los géneros). Aquella película  le añadía complejidad al tradicional discurso de Eastwood alrededor de la virilidad porque la acción ocurría en el mismo momento en que asesinaban a Kennedy.

En Jersey Boys esa respuesta no asume formas trágicas ni sugiere lecturas políticas explícitas. El musical, como fuente o como recurso (por más que haya sólo una secuencia en la que la diégesis expansiva del género trastoca el naturalismo, y al ser la de los títulos esté en la frontera última de la película), le da un cierto aire de ilusión impune consciente, y hasta el padrino de Christopher Walken es menos amenazador que Will Ferrell o Alberto Sordi haciendo de mafioso. La pregunta por el hombre en tanto varón cede a la del hombre en tanto ser humano colectivo, y por eso el grupo, musical en este caso particular, de amigos en general, tiene tanto peso, lo que recuerda a Jinetes del espacio, por lo menos hasta el punto en que el conjunto se disuelve por la imposibilidad de crecer de uno de los miembros y el cansancio de otro.

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La música, además, es un trabajo, una tarea si se quiere, la elaboración de un producto cultural. En Cazador blanco, corazón negro, gran película previa a la legitimación que el Oscar a Los imperdonables le diera, única en la que se asumió como explícito heredero de algún cineasta (John Huston, amante del cine casi tanto como de la vida entendida como aventura), hay un momento en que su personaje se enoja fuertemente con el representante del productor que pronuncia la palabra Hollywood con evidente desprecio. De inmediato le larga un elocuente discurso en el que compara a la meca del cine con Detroit y a los empleados de los estudios con obreros. “Claro que también hay putas”, agrega valiéndose de estereotipos sexuales que la corrección política actual sentenciaría, “pero ¿quién no ha sido puta alguna vez?” agrega. A ese mismo lacayo, ejecutivo servil del productor judío, representante puro y duro de la mercancía, la puesta en escena más tarde lo despreciará calificándolo de pollerudo y virgen sin una sola palabra, insistiendo en la descalificación a través de la sexualidad convencional como metáfora de un funcionamiento del mundo basado en el valor de la diferencia antes que en el de la igualdad progresista (Adolfo Aristarian es el director argentino que más se le parece, y así como Eastwood no le hace asco al melodrama viril, puede verse a la mencionada Martín Hache como una relectura de Buenos días, tristeza, de Otto Preminger).

Claro que Eastwood, ese obrero de la Warner que se lleva bien con Spielberg y a fuerza de regularidad, astucia, éxito y carisma consiguió hacer sus películas a imagen y semejanza de sí mismo y no de los estudios de mercado, ve en una película bien contada la posibilidad de conseguir algo más que distraer durante algo más de dos horas (linda duración general de sus películas, que nunca lucen apuradas y tampoco son lerdas), pero la búsqueda de ese ‘algo más’ no se da nunca fuera de un orden familiar, convencional, incluso anticuado para buena parte de los espectadores actuales, víctimas del magma audiovisual indiferenciado de los últimos 25 años cada vez más llenos de pantallas. En Jersey Boys ese plus de sentido, ese roce con la poesía o con la metafísica, aparece en el plano sostenido de las poses estatuarias del final y  un par de veces en que la aparición de los narradores frente a espejos suspende nuestra certidumbre sobre la dimensión en la que ocurre el discurso, que nunca deja de fluir sin que nos demos cuenta.

Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva y otro de Eduardo Rojas sobre la misma película.

Jersey Boys (EUA, 2014), de Clint Eastwood, c/John Lloyd Young, Vincent Piazza, Christopher Walken, Michael Lomenda, Erich Bergen, Mike Doyle, 134′.

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