En La sabiduría todo empieza como un registro toponímico de ciertos lugares comunes del cine de terror más tradicional. Protagonistas jóvenes, mujeres que son amigas y que deciden pasar un fin de semana en una estancia en medio del campo. El viaje largo está marcado por una serie de elementos que parecen codificaciones estandarizadas del género: la estación de servicio en la que se detienen, la mirada de los hombres desde la camioneta, el animal al que atropellan en el camino, los extraños espantapájaros ante los que se detienen para sacarse fotos. Y algo más: las tres mujeres atraviesan un período de cierta liberación, relacionada con el viaje de manera directa (Tini y el distanciamiento con su madre, a pesar de sus advertencias; Luz, dudando en aceptar la propuesta de matrimonio de su novio; Mara y su enamoramiento por Tini).
El cine de terror tradicional funciona en la mayor parte de los casos como una reacción conservadora donde el terror aparece como un castigo para quienes se apartan de un “deber ser” moral. La escenificación de una lucha que se repite una y otra vez en donde la desviación del sendero del Bien lleva a la irrupción del Mal mediante personajes y acciones que se califican como satánicas. La matriz religiosa subyace en esos relatos, ya se señalen de manera explícita –en especial en las películas en las que intervienen las posesiones diabólicas y los exorcistas-, o implícita –en tanto el discurso de la desviación del camino es central al menos en la simbología y narrativa cristiana-. El que se desvía -señala el relato- lo paga con su propia vida, con su derrota ante las fuerzas del Infierno. Y el que sobrevive, lo hace individualmente, porque se redime en el enfrentamiento ante el Mal.
Pero La sabiduría, a pesar de que todos los elementos parecen conducir hacia ese desarrollo tradicional, elige un camino mucho más extraño y complejo. Si bien parece sostener, como sustrato para desarrollar la historia, la idea del castigo relacionado con la liberación que experimentan las tres mujeres de la estructura social –la familia, los padres, la heterosexualidad como norma-, lo hace despreciando la moralidad para instalarse en una lucha más cercana temporalmente. El castigo está relacionado más con la estructura social que se pretende dejar atrás que con la represión establecida desde las coordenadas religiosas. El castigo está planteado sobre la mujer por el solo hecho de serlo, una reacción ligada a una sociedad patriarcal que no admite dejar de lado la dominación sobre la mujer.
Para ello, arriesga una traslación que aparece en el final del recorrido espacial que hacen las tres amigas. La Estancia La Sabiduría no es solamente un espacio aislado de lo urbano, sino que en sí mismo implica un desplazamiento temporal: cuando las tres amigas llegan al lugar, parecen trasladarse automáticamente al siglo diecinueve. Más que la ausencia de toda tecnología –de hecho, cuando viajaron sabían que en el lugar no había conexión de internet ni para teléfonos celulares-, de que la casa no tiene servicio de electricidad, lo que instala ese corrimiento es el momento en que encuentran en el arcón una serie de vestidos antiguos que usarán a partir de ese momento, como señal inequívoca de ese movimiento temporal.
Que la trama se traslade, de manera simbólica, dos siglos hacia atrás, le permite establecer la disputa en un territorio que sostiene el sojuzgamiento de la mujer y su representación social como objeto que pertenece a los hombres. Si ese elemento ya aparece mencionado en la referencia que Roble hace de su esposa (“La rescataron del infiel que la tenía estaqueada”), se vislumbra con más contundencia en la relación entre Faustino y Luz. Lo que en la primera noche parece un acercamiento basado en la seducción mutua –a lo sumo, influida por la bebida que ofrecen a las mujeres-, al día siguiente se transforma. La transformación se produce en el momento en que la mujer interpone un límite –hay que notar que no hay un rechazo inicial de ella a lo sexual, sino al hecho de concretarlo al borde de la laguna-, pretende establecer su posición, ante lo cual el hombre reacciona con violencia. La mujer, a partir de ese momento, carece de opinión y es llevada a una dominación ejercida por el terror: los golpes, la tortura inicial de intentar ahogarla y la violación posterior.
A medida que avanza el relato, lo que se profundiza es la inmersión en ese otro tiempo que permanece congelado en los límites de la estancia. Los uniformes con los que se visten diariamente tanto Roble como sus hijos, Faustino y Américo, se complementan con lo que va a descubrir la mirada de Mara cuando inspecciona la casa de Roble. El sótano que aparece compartimentado como si se tratara de celdas y los anaqueles en los que se ven los cráneos y las cabelleras cortadas, reconstruyen un tiempo histórico que aparecerá como un laberinto del que los personajes parecen no poder escapar. En esa construcción, la película recurre a rearmar como escena terrorífica, las instancias de la llamada Conquista del Desierto, con sus guerreros y cautivas, con los indios infieles que arrebataban a las mujeres blancas, y hasta con la recuperación de la idea de la Zanja de Alsina como espacio límite que divide la civilización de la barbarie.
Que el empoderamiento de la mujer se revele en la contradicción de lo establecido por los hombres (Faustino dice que “las armas no son para las mujeres” y poco después será Mara la que tome las armas para matar a Faustino), no implica que no resurjan las debilidades que terminarán convirtiendo a las tres amigas en presas de un juego perverso en el que sus destinos parecen estar decididos de antemano (“Una india para los perros, otra para el Infiel”). Lo interesante es que la salida de ese espacio del pasado que logra Luz la lleva a la supuesta civilización que no es más que el retorno a la barbarie. En ese otro movimiento, que implica volver al presente, éste se revela como réplica deformada de aquel pasado que se acaba de abandonar: Roble es una persona honrada y a la estancia solo se “llevan putas”, dice el comisario, para devolver la situación a un punto de aparente no retorno.
Si la salida que la película intenta de los carriles habituales del cine de terror se muestra original e interesante, utilizando la evolución del movimiento feminista como elemento revulsivo que parece convocar a los fantasmas del pasado que quieren recuperar el orden perdido, lo hace a costa de reducir el caudal de lo terrorífico a algunas situaciones climáticas (el enrarecimiento de la reunión en el galpón de la primera noche, la persecución a Mara durante la tormenta) y a la constitución de la violencia como amenaza continua que solo se concreta en unos pocos momentos (la violación, la resolución del personaje de Tini). Si ese camino parece conducir a que aquel orden natural va a reinstaurarse, el final apurado parece forzar demasiado un destino de liberación de las mujeres. Que, aunque reafirma la lucha contra el orden patriarcal, lo hace a costa de romper el verosímil que había construido hasta ese momento.
La sabiduría (Argentina, 2019). Dirección: Eduardo Pinto. Guion: Diego Fleischer, María Eugenia Marazzi, Eduardo Pinto. Fotografía: Eduardo Pinto. Edición: Joaquín Mustafá Torres. Elenco: Sofía Gala Castiglione, Diego Cremonesi, Daniel Fanego. Duración: 95 minutos.
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