1. La experiencia es extraña. Uno se sitúa en esos años de dictadura militar y la figura del exilio se corporiza en algunos países latinoamericanos –México, Cuba, no el resto, que ya vivía en dictaduras más lejanas o más recientes- o en un puñado de países de Europa –la España del posfranquismo, Francia, Suecia-. Es difícil pensar en África como espacio de escape de la persecución, sobre todo si se tiene en cuenta que en esa época el continente bullía entre guerras civiles e independentistas y que al sur de todo estaba la sombra del apartheid sudafricano proyectada sobre el continente (y como si fuera poco, también como refugio de represores argentinos con pretendida proyección internacional). Y sin embargo, Exilio en África explora esa historia mayormente desconocida, en la que un puñado de argentinos que huyeron en la década del 70 para salvar sus vidas, terminaron desembarcando en Mozambique.
2. Aún más extraño es el recuerdo del método de reclutamiento. Un aviso en diarios de distintos países de Europa pedía por profesionales de diferentes áreas que pudieran prestar colaboración en la (re)construcción de Mozambique, país que acababa de liberarse de la colonización portuguesa y que en 1975 declaró su independencia. Lo curioso es que entre los que respondieron al llamado había un grupo de argentinos que se habían exiliado en Europa y que, cada uno por su medio, terminaron recalando en Maputo, la capital del país. Llegaron allí con contratos de trabajo, fueron alojados en hoteles hasta que les consiguieron una vivienda y empezaron a participar de los planes de un gobierno comandado por los militares, que en la presidencia de Samora Machel era de corte marxista (parece mentira, pero en los 70 podía haber militares marxistas en un gobierno). Lo que relata el documental no es solo la experiencia concreta del trabajo, sino la del encuentro con el otro. Si las asociaciones de exiliados existieron en cuanto país se refugiaron los que huían, en Mozambique el encuentro asume una particularidad interesante: ya no se trata de huir, sino de encontrar un lugar desde donde empezar.
3. En algún punto, hay una sinonimia evidente entre el Mozambique al que empiezan a arribar los cooperantes –ese es el status que se le daba a los extranjeros que habían respondido al llamado internacional- y ese grupo de argentinos. Mozambique era un país a la deriva, en tanto la salida de los portugueses había dejado al territorio al borde de su imposibilidad de funcionar, como consecuencia de la limitación impuesta a los nativos para acceder a la instrucción y, por consecuencia, a los cargos públicos. Un país que empezaba desde cero prácticamente (no es difícil de comprender la comparación que hace uno de los argentinos: era como llegar a la Argentina de 1820). Pero los exiliados que llegaron de diferentes puntos del planeta, estaban en un plano de igualdad: como el país al que llegaban, se encontraban a la deriva, en un territorio que los refugiaba pero donde estaban inevitablemente de prestados. Un territorio ajeno al que se aferraban como una tabla de salvación en medio del naufragio. Mozambique se revela entonces como una isla en una doble acepción: para el propio país, encarando un proceso de reconstrucción amenazada por las contrainsurgencias apoyadas por el mundo occidental desde Sudáfrica; para los que llegaron, porque involucraba un espacio en el cual se podía trabajar y ayudar, pero que también implicaba un camino de reconstrucción personal.
4. Entonces, ese proceso de deriva se canaliza como una forma que rompe la estructura del exilio. Si el exilio se entiende como la salida obligatoria de una persona de un territorio al que pertenece, por causas políticas, el camino emprendido a Mozambique, si bien no representa el retorno al espacio de origen, recupera las potencialidades de quienes estaban anulados por esa salida. El “todo está por hacerse” de un país que parecía estar en el fondo del pozo se vislumbra entonces como un proceso revolucionario del que ese grupo forma parte. El exilio entonces, se desdibuja como forma. Las cartas que se recuperan especialmente en los tramos iniciales del documental aluden una y otra vez al exilio y a la distancia. Los recuerdos que hoy van enhebrando los participantes de aquel proyecto escapan de la noción de exilio, para concentrarse en los aspectos revolucionarios que implicaban tratar de sacar a un país del analfabetismo, de la mortalidad infantil, del hambre y de la falta de capacitación. Exilio en África en verdad no es la crónica o el recuerdo de una etapa del exilio: es una película sobre el desexilio. Sobre una manera de volver a la propia tierra, en otra tierra.
5. Hay otro elemento interesante que puede pasar desapercibido en el relato, pero que conviene rescatar. No hay, a lo largo de todos los testimonios, una referencia concreta a los motivos por los cuales debieron exiliarse. Me refiero a motivos puntuales de cada uno de los entrevistados, lo cual deja en sobre-entendido que fue la militancia en diferentes organizaciones del campo popular lo que los llevó a la necesidad de huir del país ante la emergencia amenazante de la Triple A o de su consecución, la dictadura militar del 76. Ese detalle que parece anecdótico es lo que le permite al documental asentarse en una visión que escapa de lo individual para centrarse en lo colectivo. Incluso en la forma en la que llegaron a Mozambique hay una convergencia colectiva, no un acercamiento individual, que es lo que los pone en contacto inmediato con otros en la misma situación y con los mismos intereses. Esa idea de lo colectivo queda plasmada en la referencia a que el provenir de distintas organizaciones no impuso diferencias o recelos: como si el traslado a ese nuevo espacio en el cual podrían aportar su ayuda hubiera levantado las barreras simbólicas que separaban a las agrupaciones políticas (o de guerrilla armada) de la Argentina de los 70, para ser parte de una construcción solidaria y que los excedía. O como lo señala alguno de ellos, como apropiarse de una revolución que es de otros, pero que encuentran como propia.
6. La vuelta final del documental no es el de la experiencia gloriosa ni la del triunfo revolucionario. Si la guerra civil y las dificultades del territorio aparecen una y otra vez en el relato, sobreimprimiéndose a las acciones de capacitación y de trabajo comunitario emprendido, lo hacen para señalar que el foco de tensión aumentaba sobre el gobierno. El abrupto corte que nos deposita en el funeral de Samora Machel tiene el mismo impacto que la decepción por lo que vendría. El relato de los cooperantes argentinos no tiene demasiadas fisuras en ese sentido: la muerte del líder llevó a que sus sucesores pacten un acuerdo de paz que fue el principio del fin de las reformas. Como en otros intentos revolucionarios que se quedan sin conducción, el proyecto se va desarmando y todo parece volver al comienzo. Los cooperantes, poco a poco emprenden la ruta final del desexilio físico, en la Argentina que había recuperado la democracia. Pero la sensación que queda flotando es que la partida de Mozambique es la construcción de un nuevo exilio: el de la participación en un sueño revolucionario que quedó en la nada. Ellos, los que estuvieron allí, ahora están exiliados de ese sueño. Tanto que prefieren que permanezca en el recuerdo y no volver para confrontarlo con la realidad después de 25 años.
Calificación: 6.5/10
Exilio en África (Argentina, 2019). Dirección: Ernesto Aguilar, Marcela Suppicich. Guion: Ernesto Aguilar. Fotografía: Marcela Suppicich. Montaje: Martín Senderowicz. Testimonios: Carmen Báez, Rodolfo Báez, Marta Lucas, Martín Rall, Ana Gutreiman. Duración: 70 minutos.
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