“No tengo memoria de mi padre. No tengo recuerdos. Solo unos pocos objetos y unos cuantos relatos de los que lo conocieron”, dice la voz de Andrés Habegger en los primeros minutos de El (im)posible olvido y pienso en ese inicio casi idéntico de El padre, la película de Mariana Arruti. Hijos que hoy bordean los 50 años y parecen haber coincidido en el momento para exorcizar una búsqueda y poner el cuerpo en la pantalla. Ese padre que no está, que se necesita que aparezca como si se tratara de un pase de magia, que hay que traer de alguna manera a la vida que la barbarie les arrebató. Hay una diferencia entre ambos padres que sirve para entender por qué, desde un punto de partida similar, se pueden tomar rumbos diferentes. El padre de Arruti murió en un hecho por lo menos sospechoso en 1975, antes del golpe militar, y su cuerpo fue hallado en las vías del ferrocarril, lo que permitió pensar que pudo tratarse de un accidente, aunque las versiones nunca concordaron. El de Habegger es un desaparecido. Un cuadro militante que primero partió al exilio en México, pero que decidió seguir la lucha contra la dictadura utilizando a Brasil como puente hacia la Argentina. En el aeropuerto de Río de Janeiro en 1978 se pierden sus rastros. Algunos sobrevivientes aseguran haberlo visto en centros clandestinos de la Argentina. Su cuerpo, a diferencia del de Roberto Arruti, nunca apareció. De ese punto, los recuerdos de ambos cineastas se configuran de manera diferente. Lo que en Arruti comienza como incógnita, se desliza paulatinamente hacia un terreno en el que la reconstrucción de la figura del padre es central. En cambio, en Habegger, lo que prima es la ausencia, la imposibilidad de conocer el destino final de ese cuerpo sobre el que pretendió borrarse todo rastro de su paso por la vida.
La desaparición de Norberto Habegger ocurre cuando su hijo tiene nueve años. Una edad en la que habitualmente un niño ha acumulado una serie de recuerdos que quedan para toda su vida. Pero lo único que tiene Andrés son fotos que no logran articularse como disparadores de algún recuerdo. No hay nada en ellas que lo lleve a su propio interior, como si ese que está en las fotos fuera otro niño. Si los años del exilio en una tierra extraña se llevaron toda vivencia o detalle, sin embargo, subsiste una pulsión que lleva, siempre, a tratar de recordar.
Hay dos recursos que Habegger utiliza para tratar de romper con el aislamiento del olvido. El primero son las fotos. De ellas parte con una pregunta a cuestas: ¿cómo se muestra (filma) una ausencia? La forma se encuentra por el camino: buscar los lugares en los que esas fotos fueron tomadas y contrastarlos. Los más de treinta años que llevan esas fotos revelan un doble problema. Uno, los cambios que experimenta una ciudad o un paisaje con el paso del tiempo, como acumulación de capas geológicas que van sepultando lo antiguo. Dos, la imposibilidad de la presencia del padre. Ambos funcionan como puesta explícita de olvidos y ausencias. Edificios que ya no existen –un hotel que se derrumbó en el terremoto del 86, por ejemplo-, otros que han sido modificados o cubiertos parcialmente por nuevas construcciones. Habegger resuelve tomar fotos en los mismos lugares para revelar ya no solo el paso del tiempo, sino para jerarquizar de esa manera la ausencia del padre –de una forma similar a como lo había probado el fotógrafo Gabriel Germanó en su muestra Ausencias, también ligada a los desaparecidos-.
El segundo recurso es una suerte de diario escrito por el propio Habegger en 1978. Ese cuaderno con la mascota del Mundial 78 en la tapa, traído por el padre en uno de sus viajes a México, parece ser la llave para llenar los huecos del pasado. Pero allí también aparecen los límites y las ausencias: el cuaderno es más una descripción de la vida cotidiana de un niño de nueve años que una pieza que permita la reconstrucción. Sin embargo, la ausencia del padre por los viajes, el temor a quedarse solo, aparecen cada tanto en las entrelineas de esos breves relato. Y donde la ausencia se hace más perceptible es en la ausencia de la continuidad: un segundo cuaderno, coincidente con la época de la desaparición del padre no puede ser encontrado, y un tercero exhibe el vacío, las hojas en blanco, la ausencia de palabras.
Como Arruti, Habegger recurre al entorno familiar para explorar los recuerdos sobre su padre. Como si siguiera las huellas de un camino que desconoce, arriba al territorio de su tío, que atraviesa los años de infancia y adolescencia, y pone en pantalla, desde lo verbal, el secuestro que sufrió con el propio Andrés, cuando los militares buscaban a su padre. En contraste, las fotos de adolescencia devuelven al Norberto ligado a lo placentero y a la felicidad (el equipo de básquet, la playa). Pero da la impresión –a diferencia de lo que pasa con Arruti para quien el camino de reconstrucción está cifrado en el relato en forme de caleidoscopio de quienes lo conocieron- que es una etapa que a Habegger le importa más bien poco en su intento. En todo caso, más que el resultado de su búsqueda parece importar el camino emprendido que lo lleva a él mismo a Brasil primero, y a México después. En el primero, intenta imaginar qué fue del padre después de bajar del avión en el aeropuerto de Río. Intuye posibles recorridos, señala que hay quienes pueden saber y no hablan. Construye, de alguna forma, un relato nuevo, imaginario, como los que debía organizar en su infancia en cada nueva mudanza cada ocho o nueve meses: una parte de verdad, otra de imaginación para cerrar el círculo. La aparición de un informe de un militar en la Oficina de Memorias Reveladas aporta algunos datos sobre el posible recorrido de su padre. En México, en cambio, el regreso a la infancia se hace más explícito en el encuentro con uno de sus amigos escolares que recuerda el momento en que públicamente Andrés reveló la situación de su padre.
La diferencia entre la película de Arruti y la de Habegger radica en la sustancia de la que están hechos sus objetivos. Arruti tiene las imágenes de su padre, las expone desde el comienzo de su película y lo que busca es su voz, sus palabras. Habegger, en cambio, busca una imagen, esa que considera la única forma de sostener la memoria. Por eso el énfasis en filmar la ausencia: porque hay, en el fondo, una idea de que esa imagen es, en definitiva, irrecuperable como tal. En algún punto, se vuelve consciente esa idea: el cuerpo no existe, las imágenes que tienen su madre y sus tíos son intransferibles como tales y solo pueden verbalizarse. Para quien busca una imagen eso equivale al mayor de los fracasos. Porque lo que queda entonces, es imaginar, construir un relato sin imágenes ni representaciones posibles.
Sin embargo, donde menos se lo espera, los tesoros aparecen como surgiendo de entre medio de los basurales. Al comienzo de la película, Habegger exhibe la única imagen en movimiento de su padre en vida. Un desfile en algún lugar del país, en el que Norberto pide autorización para que la columna que encabeza comience su paso ante el palco, con sus palas y sus azadas y los dedos en V. Esa imagen, dice el propio Habegger, fue hallada entre el material de descarte de las notas de un noticiero televisivo de la época. Tal vez no se requiera más que eso. Hurgar en los descartes, en esos pliegues de la memoria, para hallar lo que se busca.
El (im)posible olvido (Argentina, 2016), de Andrés Habegger, 81′.
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