Génesis. A modo de Prolegómeno. “Sobre gustos no hay nada escrito”, dice con persistencia cierta vulgata popular para naturalizar nuestras elecciones cotidianas. Sin embargo, lo que en parte enmascara esta afirmación es que nuestro tan mentado “gusto” es producto de un disciplinamiento del placer en torno a ciertos estímulos que lo convocan. En otras palabras, nuestro gusto no es… está llamado a ser. Lo que equivaldría a decir que cada sociedad, en cada época, modela –cual arcilla- ciertos valores, criterios e ideales estéticos propios. El individuo no está determinado, pero sí, necesariamente, siempre está expuesto a los mismos.
“Yo, a diferencia de otros escritores, no me jacto de lo que escribo sino de lo que leo”, nos explicaba un lacónico Jorge Luis Borges, metiéndonos un poco el perro, pero al mismo tiempo abriendo el juego para reflexionar sobre el oficio de artista desde otro lugar. Se trata de una tarea de pura intertextualidad: el ejercicio de escribir Don Quijote de la Mancha, una y otra vez, como el caballero Pierre Menard. El gusto que ha sido disciplinado socialmente, que se ha abierto frente al mundo, y que ha plantado una bandera, es el mismo que ha nacido de una trayectoria, lectora, cinéfila, artística…

Entonces, en el principio, hubo clase B, splatter, western spaghetti, terror de culto de los ’70, melodías heavy metal, pop art, estética de carnival y lecturas de Carl Jung y Friedrich Nietzche; luego vio que todo esto era bueno y comenzó su carrera como director.

Tu nombre en clave es Siniestro. La casa de los mil cuerpos (House of 1000 corpses, 2003) constituye el debut cinematográfico de Rob Zombie pero, al mismo tiempo, representa nada más y nada menos que su programa estético: todo el entramado de elementos que configura la obra aparecerá recurrentemente, con mayor o menor preeminencia, en el resto de sus films; pero hay más. La película posee en su naturaleza una dualidad furiosa y allí reside, en parte, esa potencia devoradora. Por un lado, amalgama el arte creado desde el amor de un fanático, de un espectador que se ha convertido en un experto en diversos subgéneros considerados trash y que ha sabido, en esa trayectoria, disciplinarsu mirada. Por otro lado, esta profesionalización del oficio no excluye el juego ni la diversión. Rob Zombie –al nivel de Quentin Tarantino– transmite toneladas de pasión por la cultura subalterna que, lejos de mellar su trabajo como director, lo realza: sus películas están hechas con el germen de alguien que siendo cineasta en el presente mantiene intacto el romance con el género como espectador, construyendo en el tejido de sus obras, el propósito de contagiar el entusiasmo al aficionado.
La casa de los mil cuerpos contiene una estructura bastante sencilla. Dos jóvenes parejas viajan por Estados Unidos para recabar folclore que involucre la participación de personajes curiosos o inquietantes para la comunidad. Así, llegan a una vieja estación de servicio regentada por un sombrío caballero llamado Capitán Spaulding. Impactados al escuchar la narración de una vieja leyenda local, los jóvenes ingresarán en el bosque, buscando pesquisar más datos sobre el protagonista de la historia durante una copiosa lluvia. De este modo conocerán a los Fireflies, una familia de psicópatas que habita el lugar.

Este marco simple nos actualiza, de manera paradigmática, una geografía de la locura que ancla sus raíces culturales en una especie de realismo grotesco, conocido como “american gothic”. Lo rural versus lo urbano, tópico de la literatura clásica pero también del cine de horror norteamericano de los ’70 –un contexto caracterizado por el asesinato de JFK, la guerra de Vietnam y la decadencia de la era Reagan- reaparece en esta película con toda su virulencia, pero también con una rigurosidad matemática que declara la pertenencia al género.

En ese sentido, hay varios elementos para destacar. En primer lugar, la subversión del tópico “beatus ille” –dichoso aquel que disfruta la vida natural- ya que el establecimiento en el campo no garantiza la felicidad sino, más bien, un aislamiento que produce locura y muerte. El espacio rural despoja al hombre de sus valores civilizatorios, lo devuelve a un estado de naturaleza en donde el incesto, la muerte y la supervivencia están investidos con otros significados. El escarmiento urbano en la  popular sentencia “no hables con extraños” queda marcado literalmente en el cuerpo de los jóvenes protagonistas, revelando la violencia de ese choque cultural. El contraste estereotipado entre universitarios cosmopolitas y rudos pueblerinos construye una crítica al esnobismo urbano y a la idea del buen salvaje. El marco rural es el depositario de la América Profundaque el resto de la sociedad civilizada persiste en esconder. La violencia no se produce entonces por la capacidad de intelección de esos valores, por uno u otro grupo, sino por una brutal obstinación en el no-pacto. Entre los habitantes del pueblo y los turistas, contracaras forjadas en la misma sociedad, hay una voluntad de no-reconciliación y ese resulta, en realidad, el estatuto que ordena el mundo.

La casa de los mil cuerpos, pese al regodeo gore y a la brutalidad de su poética, no elige unívocamente la resolución por el slasher –como sí, quizás, su secuela Los renegados del diablo (Devil´s Rejects, 2005) de la que hablaremos más tarde– sino que la fusiona con una vertiente sobrenatural. Justamente, la duda sobre la existencia de Dr. Satán no opera sólo para acentuar la naturaleza crédula de los habitantes del pueblo, sino también para seducir al espectador e involucrarlo en una trama fantástica. En efecto, los jóvenes atraviesan el bosque –lugar frontera, espacio de iniciación por excelencia– y la atmósfera se enajena. Rob Zombie construye un clima de horror sobrenatural a través de esa sobresaturación de colores y de montajes repetidos una y otra vez con la intención de introducirnos a un estado de alerta y temor.

Es que en esta película, quizás como en pocos títulos del horror contemporáneo, hay un real acercamiento al terror como estado psíquico. Flashes de tortura, violencia y sangre que no nos provocan ni siquiera asco, que son lo que abunda en la actualidad, una mera concatenación de imágenes anónimas. En contraposición, el clima logrado en este film se acerca, en tanto experiencia psíquica, a aquel artículo titulado Lo Siniestro/Lo Ominoso –Unheimleich– publicado por Freud en 1919. No podemos describir aquí, en profundidad, la multiplicidad de cuestiones que este término trae aparejado, sólo nos basta detenernos en la raíz de la palabra siniestro –Unheimleich– que, en alemán, permite albergar dos significados: aquello que se ha encontrado oculto y que se revela, sale a la luz; o también algo que nos es familiar pero que, en un determinado momento, se nos vuelve extraño. Ciertamente el juego con las repeticiones de tomas, el regodeo con el movimiento no-humano, la invasión de escenas sobrecogedoras, la sobresaturación del color ilustran, de manera locuaz, la variedad de recursos que pone en circulación el horror como un juego de descubrimiento y de inquietud permanente.

Después de semejante debut llegaría la secuela de su ópera prima, Los renegados del  diablo, continuando las correrías de los Fireflies, pero ahora desde una perspectiva renovada. La propuesta es dejar atrás el viaje ácido sobrenatural para dar paso, más bien, a una tradicional y polvorienta road movie, en una intertextualidad aún más clara con la producción de Tobe Hooper. Se cuenta otra vez una historia simple: la huida de la familia Firefly tras un tiroteo en su estancia con los policías del Sheriff Wydell (grandioso William Forsythe). Esa es toda la historia. Sin embargo, pese a la pobreza del guión y a ciertos chistes fallidos, el resultado es más que aceptable. La fuerza radica en el aspecto técnico: los cambios de plano, el uso de la música –memorable escena de balacera donde suena Free as a bird-, las imágenes congeladas y tantos otros detalles que delatan pericia y soltura. Otra vez, el fan y el profesional se fusionan para construir una buena pieza.
Rob Zombie, fanático, también se ha dado el gusto de incorporar a más actores fetiche –el caso más notorio era  Sid Haig o Bill Moseley en La casa de los mil cuerpos– tales como Michael Berryman o Geoffrey Lewis. Ambos realizan un excelente papel en la película.

La estructura del largometraje consta de tres partes bien diferenciadas. La introducción, con la huida de la granja, el escondite en el hotelucho y la escena dostoievskyana de redención final. Sobre la primera parte, mucho ralentí entrecruzado con planos cortos al comienzo y una brusca ultravelocidad final. Los ecos del western durante la persecución, las múltiples referencias a la cultura pop norteamericana (apodos extraídos de los hermanos Marx, alusiones a Elvis, ecos de Charles Manson) y la cámara lenta a lo Sam Peckinpah muestran a un director mucho más afianzado en su trabajo sin perder la irreverencia de su producción inicial.

El capítulo del motel es el más largo de la obra en su totalidad y es allí en donde encontramos el clímax de lo perturbador y escalofriante –basta recordar la joven con la careta- por otros medios. Hay una ruptura con lo sobrenatural –volverá con toda la fuerza en The Lords of Salem– que exige un cambio de perspectiva. El mal estetizado a través de los miembros de la familia continúa. Sin embargo, la conmoción es mucho más cercana. El miedo a lo real puede ser tan potente como la peor pesadilla. La confrontación con esta “white trash” devela, una vez más, la enraizada idea del enemigo interno.

Tras los atentados del 2009 y la reinstalación virulenta de la doctrina de seguridad nacional en los Estados Unidos cabe preguntarse cuál es el sentido social de las masacres en el cine, si es que existe, y cuál es el síntoma que sufre toda esa América profunda.

Corazón con agujeditos. “El mal no muere” fue la sentencia con la que John Carpenter puso fin a la saga de Mike Myers hacia 1978, pero se interpreta con su signo opuesto en esta primera remake dirigida por Zombie en el 2007. Su película puede segmentarse en dos partes diferenciadas. La primera nos retrotrae a la infancia del asesino y se detiene en su primer crimen: aquel por el que será conocido luego. La narración se concentra en dar un prólogo al asesino y éste es, para mal o para bien, su aspecto novedoso respecto a la película original. Zombie humaniza a Myers, no sólo por retratar patéticas –en el pleno sentido del término- situaciones domésticas, sino por contextualizar ese desequilibrio en una variante científica. El movimiento hacia cierta aura sobrenatural del personaje, con el que Carpenter inviste a su asesino, queda truncado y se elige, en cambio, el camino de la racionalización por vía de exploración psicológica. La versión de 1978 sólo nos muestra, a través del recurso pedagógico de la cámara subjetiva, un niño pequeño disfrazado de payaso a punto de salir a pedir dulces en vísperas de Halloween. En oposición, la película de Zombie retrata con minuciosidad la vida del hijo de un alcohólico junto a la stripper del pueblo (Sheri Moon). En otras palabras, un nadie. Myers soporta ese abandono doblemente: primero de su madre y luego de la figura paterna encarnada por el Dr. Loomis (Malcolm McDowell). Sin embargo, en este juego entre lo animal de lo humano y lo humano de lo animal, Zombie no se arriesga y cae en estereotipos. De alguna manera, el carácter psicopático del protagonista reproduce un titubeo porque los elementos que nos ofrece para significar no se atreven a responder si esa conducta se debe a ese entorno enfermo o a una patología que es parte de una naturaleza innata cuyo medio sólo contribuye a estimular. Entonces aquella explotación psicológica queda en la superficie, como un atisbo.
La segunda parte de la película la ocupa el slasher propiamente dicho, es decir, cuando apreciamos lo que ocurre quince años después, manteniéndose más o menos fiel a la original. En el momento de los asesinatos Rob Zombie prefiere, casi programáticamente, el plano cercano. No tanto por un regodeo en la sangre de las víctimas, sino por una necesidad imperativa de realismo clásico, balzaquiano hasta la médula. Hay detalles que debemos ser capaces de apreciar y, para ello, hace falta estar ahí. Reproducir ese “estar ahí” es la propuesta estética tras cada rostro desfigurado. Más allá de la aparición de actores de culto en papeles secundarios –Udo Kier o Danny Trejo- es divertido el tarantinesco juego de Malcom McDowell, protagonista de La naranja mecánica y víctima de un revulsivo tratamiento psiquiátrico, quien encarna al doctor Loomis.
Halloween II (2009) comienza justamente con la continuación del final de su antecesora y rápidamente nos sumerge en un océano de sangre que incluye descabezamientos, desfiguraciones y otras bondades de un slasher bien llevado. Si la primera parte dejó cierta desazón, esta secuela arranca con un ritmo increíble, con fuerte potencia visual que no nos da tregua. Sin embargo, este ritmo vertiginoso se va apagando en la segunda parte del largometraje –pensemos que la mayor parte de los asesinatos se encuentra en los primeros 40’ del relato- hasta dejar paso a una atmósfera enrarecida, marcada por la alusión a lo onírico. Si Carl Jung es el correlato necesario del niño abandonado de la primera Halloween, la alusión a lo fálico, la sobreutilización de la simbología freudiana en el sueño, y un fantasma –lacaniano- que recorre el film, terminan ridiculizándolo todo.

La tentación de tratar el tema de la Redención, el dispositivo del Padre y el lugar de la fantasía enajenadora son tópicos que terminan quedando a mitad de camino con cierta idea auto-destructiva del mito representada en la vulneración final de su máscara.

Eritis Sicut Deus, scientes bonum et malum – Seréis como Dios, conocedores del Bien y el Mal. Y llegamos  a la última película de Rob, The Lords of Salem (2012), no estrenada en nuestro país, editada directamente en DVD. Nuevamente volvemos a los orígenes y hallamos una historia que, no sin razón, la crítica se ha encargado de emparentar con El bebé de Rosemary del genial Roman Polanski. Es que el film cuenta el advenimiento del Anticristo a través del vientre de Heidi Hawthorne (Sheri Moon Zombie), una locutora de radio exitosa que vive en la ciudad de Salem, Massachusetts. Un buen día recibe en la emisora un envío personal para ella, un viejo disco de vinilo de un nuevo grupo llamado The Lords, en una extraña caja de madera. La reproducción del disco tendrá consecuencias pesadillescas para ella y su comunidad.
Este es el regreso a un presupuesto más acotado –la película no llegó a los 2 millones- y también al horror sobrenatural y lisérgico de La casa de los mil muertos. Las brujas, el Anticristo y el mal en su conjunto resultan estetizados, pero no racionalizados: no habrá una moraleja final, ni un arrebato de sustraer el relato a la realidad. La emergencia de lo siniestro se produce, sin titubeos, con imágenes polimorfas y surrealistas. El terror que comienza como una invasión a lo cotidiano, lo transgrede y lo contamina –a la manera del rizoma- hasta el punto de desdibujar la frontera entre la muerte, lo onírico y el despertar. Las escenas en el edificio hacen converger la geometría de Stanley Kubrick con tópicos del horror urbano de –otra vez- Polanski, provocando el shock de la transmutación de lo familiar en lo monstruoso.

La mediocre actuación de su esposa queda, en parte, zanjada mediante la buena performance que los actores de culto de Rob introducen en el film. Otro punto negativo es el guión, conocido lastre que constituye el talón de Aquiles del director.

Final voluptuoso que recuerda, mutatis mutandis, la conclusión de Las ciento veinte jornadas de Sodoma, del Marqués de Sade. No por lo explícito de ciertas escenas sexuales, sino más bien por llevar al extremo la premisa de agotar la experiencia estética. Sade agota la creación literaria, Rob Zombie, el lenguaje visual.

Llegar al oxímoron, a la proliferación de imágenes yuxtapuestas, emparchadas, es develar la imposibilidad del decir. Todo-lo-que se muestra no puede mostrar-lo-todo: el Mal nunca se revela aunque, como señala Baudrillard, en la sociedad en la que vivimos el mal se ha metido en todas partes. Tenemos tanto miedo de enfrentarlo, tal como es, que sólo nos resta disfrazarlo. Nada –ni siquiera Dios- desaparece por su final o por su muerte, sino por su proliferación, su contaminación, saturación y transparencia, extenuación y exterminación, por una epidemia de simulación, como insiste Baudrillard.

Entonces, ¿qué hacemos después de esta orgía de sangre?

Tengo una lista de cosas más importantes que la seguridad, diría Rob.

Bonus track

I.                    Tres potencias se saludan

Quentin Tarantino y Robert Rodríguez dirigieron un proyecto llamado Grindhouse (2007). El espíritu de la obra de Tarantino y Rodríguez era el de homenajear las funciones de los viejos cines de barrio con doble programa y por esto constaba de dos películas dirigidas cada una por un director. En nuestro país, no se pudo saborear esta experiencia original ya que los filmes fueron estrenados por separado – Death Proofpor  Q. Tarantino y Planet Terror por R. Rodríguez – y también se eliminaron los falsos trailers que acompañaban las películas. Uno de ellos, llamado Werewolf Women of the SS –Mujeres Lobo de las SS-  fue dirigido por Rob Zombie. En menos de 5’, este ‘mostro’ demuestra sus raíces trash con su peculiar reivindicación de la clase B.  El trailer recupera el demente trasfondo de la sexploitation y  el goreque combina nazis, sexo y zombies.

La trama radica en una serie de experimentos nazis que logran convertir a mujeres en lobizonas para ganar la guerra mundial. De hecho, este trailer constituye un homenaje al clásico Ilsa, She Wolf of the SS (1975) y a los Stalag, cómics que tenían como protagonistas las vejaciones, torturas y acosos de voluptuosas mujeres de las SS provocadas a sus prisioneros judíos.

II.                  The Haunted world of El Superbeasto

Uno de los experimentos más controvertidos de Rob Zombie fue realizar esta película de animación. El Superbeasto (Tom Papa) es un luchador enmascarado de catchretirado que, en la actualidad, se encuentra absorbido en labores de director y actor de películas pornográficas y que se enamora de la stripper Velvet Von Black (Rosario Dawson) que es secuestrada por el malvado Dr. Satán (Paul Giamatti). Suzi X (Sheri Moon Zombie) lo ayudará a recuperar a su chica.

Hay algo que no termina de cerrar en este largometraje y es que, otra vez, el gran conocimiento sobre productos de la subcultura solo quedan yuxtapuestos y reducidos a la mera enumeración. Contar la cantidad de referencias que podemos hallar sin ningún motivo argumental resulta un ejercicio fatigante y poco fructífero. Tampoco el matrimonio de una pseudo-pornografía (un edulcorado Russ Meyer) y un humor que intenta sostener la película, provoca un efecto llevadero. Los únicos gags propiamente rescatables son lo que lleva al cabo el robot, aunque obviamente no justifiquen la esencia de la película. Simplemente, se sacó un gusto con más sabor a pena que a gloria.

III.                ¡Cambiáme la música!

Por razones de extensión no podríamos abarcar la producción musical de este artista que atraviesa su cinematografía, sin embargo como muestra basta un botón.

More human than human (1995). Una canción con un éxito tremendo y un status casi de himno para toda una generación. El tema ganó también el MTV Video Music Award, pero eso es hoy un mero dato anecdótico. La realidad es que este video, con su proliferación de imágenes inquietantes ambientadas en la víspera de Halloween, constituye un prólogo de personajes, un álbum de fotografías infantiles invadidas por elementos perturbadores que ponen en peligro ese estado de inocencia que representa la niñez. Lo agobiante y extraño como enemigo de la ingenuidad pero también como constitutivo de ella, es otra vez “aquello oculto que sale a luz” de lo siniestro.

I am your boogieman (1997). Versión de la canción de KC and the sunshine band (1976) grabada por White Zombie como parte de la banda de sonido de la película The Crow: City of Angels. Tres montajes visuales, tres: Lily Munster y el científico loco en un set de televisión,  escenas de la película con el fallecido Brandon Lee y Rob cantando con todo el maquillaje de una psycho biddy y emergiendo entre ratas y zombies como un verdadero cuco. Lisérgico estado terrorífico que encuentra su correlato en el ácido mundo de La casa de los mil cuerpos. A modo de curiosidad, vale la pena mencionar que las voces de las criaturitas gritando “¡Ahí viene el hombre de la bolsa!” fueron extraídas de la película Halloweende John Carpenter, cuya remake dirigiría Rob años después
Living Death Girl (1999). El mejor video musical del artista a nuestro entender. Homenaje a la estética del expresionismo alemán y más puntualmente a la popular El Gabinete del Dr. Caligari (1919), con una estructura narrativa impecable. Aparece la feria y la muchedumbre agolpada en torno al científico, que es al mismo tiempo el presentador del prodigio. El estupor frente a la resurrección de la chica muerta provoca el linchamiento del científico. La abundancia de los planos cortos, el maquillaje de los actores y su interpretación, la escenografía deforme y la puesta en escena de placas contribuyen a la re-creación de esa atmósfera tenebrosa.

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