Lanzado por la 20th Century Fox en 1971, este film se ha vuelto objeto de culto y homenaje constante en el transcurso de los últimos 20 años. Desde los discos y clips de Guns N’ Roses, Primal Scream o Audioslave, hasta la Death proofde Quentin Tarantino, Vanishing Pointparece alzarse como un fuerte polo de referencia para expresiones artísticas que continúan deshilachando visiones excesivas de la libertad y de la resistencia a lo establecido, así como la exploración de ciertos oscuros componentes inconscientes del ser norteamericano. El argumento parece bastante simple: un extraño empleado de un servicio de entregas de vehículos pretende llevar, a base de anfetas y callada desesperación, un automóvil deportivo desde Colorado hasta San Francisco en menos de 15 hs., cosa imposible además de suicida. A partir de allí, las fuerzas del orden de tres estados, intentando detener un exceso de velocidad, desplegarán una cacería violenta y totalmente desproporcionada respecto de la transgresión vehicular. Por sobre su constelación de citas –que incluye una zonza remake para televisión de 1997 con Viggo Mortensen-, la película de Richard C. Sarafian sigue sosteniéndose por méritos propios. Tanto la edición como la composición de las imágenes conjugan toda la horizontalidad necesaria para llegar a empatizar con la carrera demencial de uno de los personajes más herméticos del cine americano moderno a lo largo del mismo desierto que esa misma tradición cinematográfica supo inventar. El ritmo de corte, las tomas aéreas y panorámicas e incluso el uso del zoom moldean un tour de force en el cual el Dodge blanco (y ya ni siquiera ese Kowalski conductor) se vuelve un demonio imparable, un ángel exterminador. Quien haya visto Vanishing Point lo recuerda. La intensidad del film brota del movimiento del auto, la materia puesta en juego en el espacio. Hay quien diría que el cine no puede ser más que esto.
Pero hay más. Y es que tal vez lo más revulsivo de Vanishing Pointradique en lo irracional de todo el asunto, de sus premisas y de sus consecuencias. Si la huida y la velocidad anudan la gran metáfora de la desobediencia, la desmesura de las reacciones para reprimirla hace surgir un clima cuasikafkiano de sinsentido y desolación que también impregna al espectador. Lo único que se sabe es que el protagonista de la historia no ha cometido ningún crimen. Si bien unos pocos y aislados flashbacks aportan retazos sobre los fracasos pasados de Kowalski –un Mr. K sin nombre propio…-, el film nunca llega a apoyarse del todo en ellos para justificar los actos de su protagonista. La narración, entonces, juega erráticamente con el vínculo clásico entre información y motivación: aquí no se retroalimentan, los lazos causales entre lo antecedente y lo actual no están del todo saldados. Mucha mejor apuesta, en lugar de precisar acontecimientos y caracteres, el film prefiere tender a lo contemplativo: busca exhibir la lenta, ilógica pero progresiva marcha autodestructiva de un Ser vagabundeando por el escenario de un Mundo que, ante tal espectáculo, se vuelve también él completamente loco y decide perseguirlo, detenerlo y destruirlo antes de que aquél lo logre por sus propios medios. Lo que nunca quedará realmente claro es cuál de los dos había enloquecido primero. Rara irracionalidad perfectamente coherente de aquellos tiempos…
Si Vanishing Point puede interpretarse en clave política como film anticonservador, enfrentado con una Norteamérica racista y antihippie (es decir, con enemigos muy precisos), cabe recalcar que la alternativa no consiste aquí estrictamente en “enfrentar”, en ponerse de pie frente al sistema, actitudes sí pretendidas por diversas experiencias militantes vividas durante los años inmediatamente anteriores en los Estados Unidos. La “línea política” de Vanishing Point tal vez sea menos clara aunque más filosa. La autoaniquilación elevada a la categoría de gesto mudo de resistencia, tan grandilocuente como el “ataque de contención” ante el que se activa, es la gran estrategia del film para exponer la básica irracionalidad de las instituciones de control social, las que ya ni saben qué es lo que hacen ni por qué. Por entre ellas circula, no menos indescifrable, el Sujeto. Kowalski es una nada tan grande como el Estado que lo persigue, y lo sabe. Pero a nuestros ojos, la fidelidad que él ha encontrado para consigo mismo, para con Su Nada, es el punto de identificación más fuerte, la punzada verdaderamente fuerte de Vanishing Point; el punto de encuentro, incluso, con la mejor vertiente de la narrativa clásica americana (aquí la mano de Guillermo Cabrera Infante en el guión, alias Guillermo Cain, se hace muy palpable). Llegado ese punto, ya no importa por qué pero Kowalski no puede, no va a detenerse. Porque ha atravesado el punto en el que un ser humano llega a enfrentarse a sí mismo en el escenario de un mundo que no permite esa clase de encuentros, un mundo que se come a sí mismo sin saber por qué. Cerca del desvanecimiento, Kowalski habrá reaprendido las viejas lecciones de los Welles y los Ford: abandonando ese mundo incluso tal vez para mejorarlo –tratándose aún del mundo más hipócrita…-, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer si considera que llegar a ser un hombre es algo que todavía tiene sentido. Cada quien sabrá qué es lo que le toca. Kowalski corre.
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