1. Parece difícil no perderse en ese universo llamado Glauber (aquí me siento tentado a suprimir el apellido, porque pienso por un momento que añadirlo sin más detrás del nombre público contribuiría a definir siquiera sonoramente una personalidad inabarcable, fervorosa, fértil, contradictoria) y apellidado De Andrade Rocha (ahora se me ocurre que transcribirlo completo es una alternativa que bien puede aportar al oído algo de la exuberancia vital que caracterizó a la persona). Pero aquí en principio no se trata de hablar sobre su obra, sino de un documental que la repasa junto a su vida. Es cierto que los límites entre una y otra son siempre difíciles de dilucidar, pero en este caso –y a la luz del contexto político en el que interactuaba- resulta lisa y llanamente imposible, e incluso indeseable desde el punto de vista del propio cineasta.
Menuda decisión, entonces, la de Silvio Tendler: filmar una película sobre un hacedor de películas de la talla de Rocha expone siempre al nuevo artista a una comparación –siquiera involuntaria pero siempre mal encaminada- con el biografiado, más aún si este ha muerto y la silueta en ciernes, deforme y monumental del mito comienza a interponerse entre la realidad y su ya de por sí compleja percepción. ‘Sombra errante de Glauber yo te invoco’ bien podrían ser las palabras que Tendler dijera como si de un médium espiritista –o un ensayista cinematográfico- se tratara, pues nadie duda que si Rocha aún estuviera vivo andaría errando inquieto de proyecto en proyecto y declaración en declaración; y sobre todo porque este documental se estructura alrededor de unas imágenes que no fueron rodadas por Glauber pero sí expresamente ordenadas por él. Casi podríamos decir que la descomunal ambición estética y vital que lo consumía también lo transformaron en el primer cineasta que filmó su propia muerte (ardua tarea es discernir el concepto de autoría en un material tan ricamente contaminado como este).
Con esas imágenes del cuerpo de Rocha recién convertido en cadáver y las de su velatorio como punto de partida recurrente –y certificado de fallecimiento que exorcise los fantasmas castradores de toda creatividad autónoma- Tendler en Glauber o Filme: Labirinto do Brasil va en busca de las personas que trataron a la persona, y de los movimientos, las películas y las polémicas que protagonizó desde su rol de cineasta políticamente activo. El contraste entre la expansión histriónica de su cuerpo –presente en el primer plano final desde el que nos increpa y transmitida incluso a través de los relatos orales recabados- y la rigidez del cadáver que depositan en el ataúd, constituye una de las concretas demostraciones que puedan verse de la insustituible singularidad cinematográfica que Glauber exigió hasta el paroxismo.
Como buen cineasta de la modernidad que era, Glauber fue haciendo de la forma cinematográfica uno de los ejes centrales de su cine, cada vez más radicalizado en su afán experimentador al momento en que la muerte interrumpió su devenir. Por lo tanto, ponerse en contacto con él no sólo es excitante desde un punto de vista espectatorial, sino indispensable para todo cineasta preocupado por la constitución de su lenguaje. La metáfora del espiritismo mentada unos párrafos más atrás no viene mal para referirse a un ritual hecho película como es el documental de Tendler ni a una película de rituales como Cabezas cortadas, que comentaremos más adelante, más aún si tenemos en cuenta la frecuente inclusión de elementos religiosos y anímicos tan caros a la cultura brasileña dentro de un cine tan aglutinante como el suyo. Al hacerse eco de uno de los últimos deseos del cineasta brasileño y cumplirlo filmando su propio funeral y entierro, Tendler vendría a ser una especie de mediador que comparte con nosotros, espectadores espiritistas, las imágenes increíbles de Rocha muerto trasladado de la cama al cajón, velado por un camarógrafo que no deja de dar vueltas alrededor del ataúd como queriendo violar el secreto que el cadáver ya ni siquiera guarda para sí.
2. La cineasta de vanguardia Maya Deren ha dicho que “un ritual es una acción que se distingue de las demás por la búsqueda de la realización de unos propósitos a través de la forma”. Esto nos lleva a Cabezas cortadas, la película que filmara en España hace ya treinta y cinco años con Francisco Rabal en la piel de un dictador latinoamericano exiliado y decadente, Pierre Clementi encarnando a una muerte andrógina y sanadora que anda siempre de punta en blanco y guadaña en mano, y Luis Cigés representando a un ciego que canta canciones populares subido a hombros del gentío.
Toda la película es una serie de rituales ficticios, fascinantes y morosos a rito de plano secuencia que delatan la pomposa gratuidad de las liturgias vaciadas de sentido, sean estas políticas, estéticas o religiosas. Nos imaginamos que si Glauber no tendría empacho en profanar el espacio público de su muerte ordenando que filmaran su funeral, menos escrúpulos debió haber tenido a la hora de profanar todas aquellas representaciones sociales ya cristalizadas por la tediosa presentación de unas fórmulas en las que nadie cree. Antes de escribir esta última frase, pensé en decir que Glauber ni siquiera se respetó a sí mismo al permitir la presencia de esa cámara intrusa alrededor de su ataúd pero haciéndolo fue, en realidad, fiel a su credo hasta las últimas consecuencias. A lo sumo, iconoclasta como el que más, lo que no hizo fue respetar los usos y costumbres de una sociedad a la hora de poner en escena su ritual de despedida, pero no transgredió su convicción de que toda representación concebida como mero instrumento del discurso y no como un fin en sí misma congela su violento potencial autónomo.
Todo instrumento discursivo implica, a su vez, la existencia de un usuario que se vale del mismo con un objetivo preciso y, por tanto, el reconocimiento de un poder atrás del mismo. Glauber establece una relación crítica con el poder y sus rituales discursivos que oscila entre el repudio del mismo debido a los abusos que perpetra o los daños que consiente, y su inexorable ejercicio desde la posición del director de cine que era, obligado a tomar decisiones permanentemente y así enmarcar su obra dentro de una u otra tradición. La ruptura de la linealidad narrativa y el collage de elementos culturales (el tango de Gardel y Le Pera que se escucha desde un radio grabador, fragmentos de Shakespeare traducidos al castellano, flamenco no domesticado por el marketing discográfico contemporáneo) que prevalecen en Cabezas cortadas son parte del rechazo, no exento de admiración, hacia la simulación verosímil del cine clásico que los cineastas de la modernidad terminan asumiendo como bandera, una vez que aquel sistema de representación se mostrara también capaz de ser instrumentado por “las grandes puestas en escena políticas, las primeras manifestaciones de Estado convertidas en cuadros vivientes”, según dijera Deleuze, que ocultaban entre bambalinas el espectáculo imposible de Auschwitz, ese holocausto profano organizado en el seno mismo de la racionalidad occidental.
Sin embargo, el holocausto espectacular desde –y contra- el que Glauber filma como si de un profanador de rituales se tratara es geográficamente más amplio que el de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial y no está acotado a unos pocos años. Su escenografía tiene forma de altar de sacrificio y abarca a toda América Latina (e incluso África), su libreto de horror contempla una silenciada cadena de vejaciones sufridas por el continente y sus pobladores originales desde el tiempo de la conquista en adelante, y sus sacerdotes encarnan en la figura del dictador, epígono representativo de los males del poder allá por la década de 1970. Con todo, en Cabezas cortadas esta figura simbólica del poder ejercido de la peor manera posible transmite una imagen alejada de toda categorización definitiva. Cuando la voz en off del narrador enumera los abusos que América sufriera no quedan lugar a dudas sobre la responsabilidad que le cabe, pero las imágenes de ese hombre viejo, solo y senil son las imágenes de la derrota y acaban por componer el cuadro de un enemigo inofensivo al que ya ni siquiera puede odiarse. Para completar esta sensación de vacío de poder (o de un pode mayor escondido en las sombras que se vale de monigotes a los que luego abandona) es pertinente añadir que Glauber no desliza ni siquiera una alusión consistente a la revolución como alternativa clara, lo que aumenta la sensación desconcertante de acefalía en el espectador que vaya en busca de unos parámetros de representación claros y contundentes.
Glauber en Cabezas cortadas como Silvio Tendler en Glauber o Filme: Labirinto do Brasil es, a la manera de esos egiptólogos que en las películas de terror de la Universal violentaban la cámara mortuoria de un monarca sepultado hace siglos, un profanador que filma entre descreído y fascinado el cuerpo muerto del poder aparente, los restos de la espléndida arquitectura ritual de unos sistemas de representación política y espectacular que, al menos en la forma en que se los conocía hasta entonces, caducaron. El cine como fenómeno ritual que propiciaba el encuentro de un grupo heterogéneo de personas dispuestos a descubrir un conjunto provocador y heterogéneo de imágenes sigue transformándose en una experiencia cada vez más monolítica, atomizada y solitaria. Dicha transformación aún no ha concluido y ver Cabezas cortadas hoy nos recuerda la urgente necesidad de exigir libertad creativa a los directores y productores, variada oferta cultural por parte de los distribuidores, políticas estatales que fomenten y protejan dicha diversidad, y más curiosidad y osadía a los espectadores.
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