Maestro de cine
Amigo incondicional
Quien me recomendó que escribiera algo más emocional
Me tuvieron que sacar de la sala; mi abuelo, en Carlos Paz. Mi abuelo, que mientras me decía que todo eso era mentira, sin saberlo estaba proclamando una definición estética sobre el cine. Y lo decía con enojo, porque se preguntaba por qué mi padre tenía la costumbre de llevarnos a ver esa clase de películas. No lo entendía. Mi padre, amante del género, nos pasaba películas de terror a cual más descabelladas para pasarle a un niño; yo estaba inmunizado, pero lo que me asustó fue ver al Guasón en la sala de cine. El Guasón no era lo peor que había visto, gracias a ese padre pediatra que consideraba que el temor era una emoción saludable para un niño que tarde o temprano descubriría la existencia de la muerte. Y yo, como todos, la experimenté. No olvidó más esa tarde. Descubrí que mi tía Helena iba a morir. Pero lo que fue atroz es que con ese descubrimiento vino, como una rémora mucho peor que el tiburón que la traía, la certeza iluminadora de la muerte. Todas las personas se morían. Nunca mejor dispuesto ese “se” reflexivo. Nos morimos. Y a muchos se le van años en la conciliación de ese entendimiento. El Guasón, en cambio, es un descarado ante la muerte.
Volviendo a mi padre, persona impoluta en conducta, siempre me llamó la atención la estima en que tiene la higiene personal, seguramente ligada a su profesión, que deposita en la apariencia mucha de la proyección de confianza (la respetabilidad del guardapolvo que Patch Adams roba para ser respetable). Pero mi padre también era un descarado cuando dejaba su maletín. No me olvido más la cara de mi abuela, y de mi tía abuela, cuando nos llamó a mí y a mi hermana, nos hizo sentar en la mesa del comedor y, como en un show de magia, exhibió una banana y comenzó a desplegar un preservativo sobre la fruta con gracia de prestidigitador. Nos estaba iniciando en la sexualidad por medio de la ilustración hiperbólica y exagerada, guasónica, de la protección personal. Más que un concienzudo miramiento por el cuidado del contacto sexual, que seguramente mi hermana y yo lo practicamos con precaución medicinal, nos regaló sobre todo una anécdota insuperable, acompañada por su estridencia “es así, qué quieren, es así, ustedes son otra generación”, mientras mis abuelas se escondían en la cocina con el mate y la pava considerando si conservarían en su dieta personal a esa fruta que había sido manchada para siempre con connotaciones visuales que, lo juro, no podían ni mirar. Mi viejo, sin saberlo, estaba siendo guasónico; lo más fascinante del Guasón es que necesita de la regla y la norma para ser visualmente irrisorio. El marco de la ley le ofrece un escenario desde el cual agiganta su irrupción caótica, una plataforma. Es caos, pero siempre surgido desde el parámetro de la regla. Por eso siempre se aparece en fiestas y celebraciones de etiqueta, para estallar todas esas sosas convenciones de lo correcto, la cuidada apariencia y el comportamiento normativizado. El Guasón se aburriría a morir en una película postapocalíptica.
Siempre me pregunté cómo sería el Guasón en la escuela. Pavada de Bart Simpson y Eric Cartman. Yo detesté cada instancia escolar, la odié profundamente, puntualmente y no desde el descarrío, sino desde un odio callado y violento, un nido de odio, hasta haber planeado sembrar las instalaciones edilicias de ratas durante un receso de invierno. Tenía las réplicas de todas las llaves del colegio que supe robar con una frialdad que me desconocía, llevarlas al cerrajero y devolverlas antes de que lo notaran. Tenía las ratas, las cultivé, y tenía mi secuaz, que me falló a último momento porque, seguramente adrede (fue lo que siempre sospeché), dejó morir todas las ratas, que tenía a su cargo en la quinta del padre, allí las cuidábamos como las hubiera cuidado el Guasón. En fin, que yo odiaba a la escuela como los devotos van a la Iglesia. Siempre odié a Sarmiento y a su sosa canción, jamás la canté, a la mierda con la espada, con la pluma y la palabra. Por eso encontrar la literatura fue un suceso inexplicable; lo primero que pensé fue: “estos deben haber detestado la escuela”. Me maravilló saber que muchos ni siquiera habían asistido, que simplemente leían lo que les daba la gana. Con esa idea en la cabeza me presenté a dirección con una propuesta que a mí me parecía simple y viable, quería rendir libre los últimos tres años del secundario; por supuesto que me mandaron a freír churros pero, además, desde ese episodio me detestaron, me odiaron porque entendían que yo quería ser mejor que ellos (ellas, porque eran profesoras en su mayoría). Y yo las odié, y adoré cada vez más al Guasón.
El Guasón odia a Batman, lo detesta por “careta”, por ser un héroe soso. En el personaje de El Guasón, al creador se le filtró su propia crítica y el cuestionamiento de su creación: el personaje enmascarado es catapultado a la insignificancia por el Guasón.
¿Quién iba a atreverse a decir que alguien vendría a superar la versión refinada, amanerada e impredecible de Jack Nicholson? Solamente un loco. Y fue un actor en su versión más loca el que lo superó. Destituyó la distancia amanerada y lúcida de la versión de Nicholson y construyó un personaje convulso, visceral, rechinante, con un movimiento contrito y eléctrico; dejó de deslizarse como el Guasón de 1989, que parecía desplazarse patinando, y se movió como se movería el Hyde de Stevenson, con nervio, con los músculos en permanente estado de irritación. Si Heath Ledger nos dio el Guasón definitivo fue porque comprendió como ninguno la esencia del personaje. Su decisión de probar su propio diseño de maquillaje comprueba hasta qué punto estaba buscando al Guasón en su rostro. Terminó por elegir el maquillaje del equipo de Nolan, pero simplemente porque esa máscara cosmética era insuperable. Imagino a Ledger retocándose la cara con los dedos manchados de blanco y rojo, contorsionándose frente al espejo cuando iba detectando la aparición de un rictus del guasón que tenía en su cabeza. Ledger creó un guasón por fuera del imaginario colectivo. Fue un animal, una bestia, porque transformó un personaje que todos imaginamos y nos representamos, en algo superior. Eso solamente puede hacerlo un tipo de actores: los dementes, los de una potencia catastrófica, los que son actores porque no pueden ser otra cosa. ¿Qué otra profesión les consentiría liberar y explotar ese magma interno, esa voracidad de una sensibilidad híper afinada que estalla en gestos, ademanes, mohines y expresiones que, de no ser por ellos, no tendrían existencia ni lugar en el civismo social?
La muerte de Heath Ledger no me sorprendió ni me dolió. Pensé en todos los personajes que nos podría haber regalado, en cómo pudo haber continuado mejorando nuestra expresividad corporal, en cómo hubiera continuado delatando nuestra quinésica social y, sobre todo, en su lección de proxemia: ¿quién puede ocupar mejor el espacio que ese Guasón metafísico? ¿Quién se atreve a tenerlo en la misma habitación? ¿Quién podría respirar en el mismo cuarto cuando la humanidad del otro individuo ha sido desbordada por un ímpetu ingénito que hizo crecer su figura como el ramaje de los árboles incendiados que se confunden con el látigo del rayo? Eso que dicen: tocar el cielo con las manos, violetas.
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No me gustó nada… Heath Ledger hizo un Guasón absoultamente moriacasanesco, con exceso de lengüeta y drogas de diseño.
QUE LA MUERTE NO TE HAGA IMPUNE!!