1. La secuencia de los títulos iniciales de Gran Orquesta puede parecer banal. O, si se quiere, apenas ilustrativa de la historia en la que se asienta. Vemos trabajadores rompiendo las paredes de una casa, juntando los escombros en bolsas y esas bolsas puestas luego en un camión que se las llevará con destino incierto. La objetualización de la casa, esa mirada que la vuelve impersonal es una consecución del proceso de destrucción. Si las mazas o las excavadoras tienden a hacer desaparecer los vestigios físicos de un objeto, también se llevan con ellos los detalles, las historias vinculadas a ese objeto. Cada demolición es, entonces, un acto contra la memoria, individual o colectiva.

2. La lógica de una biblioteca o de una colección se pierde cuando desaparece quien la posee. Sin esa persona, se convierte en una acumulación de papeles u objetos que para los demás se revela como una especie de laberinto sin salida. Deshacer eso que se ha recolectado por años es sencillo: basta con la desidia o el desinterés por comprender qué trazos invisibles unen a esos objetos. No se trata de catalogar simplemente lo que hay, sino comprender qué es lo que se tiene entre manos y ponerlo en un contexto. Cuando se desea recuperar la lógica perdida, el proceso suele ser largo. Y es, como señala en algún momento desde el off la voz de Sergio Pujol –a partir de lo que dice sobre la investigación respecto del pasado cultural del país-, un trabajo de arqueología.

3. A veces, esa reconstrucción está planteada desde el azar. Y desde la curiosidad. Y por un encadenamiento milagroso de situaciones. Hallar un baúl en un volquete de escombros es puro azar que iguala en el desconocimiento al que lo tiró –que no sabe ni quiere saber qué hay allí dentro- y al que lo rescata –quien lo hace por el objeto, sin saber qué contiene-. Pudo haber ocurrido que al abrir el baúl, Peri Azar –directora de la película-, hubiera visto solo lo superficial: una acumulación de papeles que pertenecieron a otro que desconoce. Pudo haber tirado lo que estaba allí, con lo cual, esos papeles hubieran seguido el mismo recorrido al que parecían destinados. Pero algo, no sabemos qué –¿el orden preciso de esos papeles? ¿su encuadernación en carpetas prolijamente atadas? ¿el hecho de que se trataba de partituras?—trajo la curiosidad al primer plano. Durante los catorce años que siguieron al hallazgo de ese baúl, la directora fue reconstruyendo esos hilos invisibles que unían esos papeles entre sí y con la historia cultural de la Argentina de los años 50.

4. Ese proceso personal no es el que le interesa al documental, aunque hay indicios sobre el punto de partida –ese sello en las partituras es el hilo de Ariadna para salir del laberinto-. En la primera parte, reúne de alguna manera en un relato todo aquello que se recolectó en esos años. La historia de Héctor y su orquesta es reencontrada a partir de fotos, del audio de una entrevista a algunos fundadores de la orquesta, de algunas filmaciones del pasado. Las voces de los sobrevivientes familiares son las que organizan la mención y el recuerdo a partir de los fragmentos. Otras voces –convenientemente en off y sin identificar con rótulos- construyen el entramado en el que se situó la orquesta dentro del panorama de la música y de la historia del país. Las imágenes en pantalla no intentan convertir al documental en un prodigio archivístico, sino seguir una tendencia de los últimos tiempos: se trata de reconstruir con verosimilitud una época, aunque las imágenes no tengan relación directa con lo retratado (alcanzan para entender cómo funciona el sistema documentales como Llamas de nitrato o Piazzolla, los años del tiburón). De esa manera, se desplaza de la rigurosidad de la imagen de archivo, a la potenciación del objeto que interesa: el baúl con las partituras. De esa manera es que un simple baúl se convierte en un tesoro.

5. Si hablamos de tesoro no es por el valor monetario que puede implicar. Estamos hablando del hallazgo de algo que fue enterrado –no es casual que alguien explícitamente señale que ese baúl estaba destinado a ser la sepultura de las partituras- y cuyo valor no se mide en números. Se mide con otros parámetros. Si lo que hay dentro del baúl adquiere un valor no es ni siquiera por su puesta en relación con la historia, sino porque lo que se pone en evidencia es lo que está siempre ante nuestros ojos, que se empeñan en negarlo: los objetos son tan frágiles que se pueden perder en un momento y para siempre. Quizás por eso mismo sea que quien halló el tesoro no se atreve a alterar su construcción original: como si solo ese baúl pudiera proteger a esos papeles, del abandono y el olvido.

6. Hay un momento en que el documental se parte en dos de manera irremediable. Es cuando esas personas que hemos visto en algunas escenas anteriores, que han reconocido caras y cuerpos en las fotos, que han recordado historias que recibieron de sus padres, pueden ver las partituras. Cuando una de esas mujeres recibe la noticia de que la directora encontró esas partituras, su voz cambia de inmediato para decir “¿Puedo verlas?”. Es como si en ese momento, esa mujer recuperara la vitalidad de su juventud, como si su vida recobrara el sentido que los años y los olvidos se habían llevado. Pero no es solo ella. En esa sucesión de tomas en las que vemos, una detrás de otra a todas esas personas teniendo esos papeles entre sus manos, lo que se vislumbra es una felicidad que expresan los rostros y que las palabras no pueden reflejar del todo (“Estoy pasando las manos por la historia musical argentina” dice uno de ellos, como única posibilidad de expresar lo que le ocurre). Son como niños con su juguete más preciado y hermoso. Ese que les recuerda lo felices que fueron cuando jugaban en el pasado. Y quizás no haya momento que sintetice de mejor manera lo que ocurre con la gente y esos papeles que aquel en que uno de los entrevistados piensa, y dice, que tiene entre sus manos una partitura que, en otro tiempo, estuvo en las manos de su padre. El tesoro, entonces, adquiere otra dimensión. Ya no se trata del hallazgo de una persona, sino de la felicidad que implica compartirlo.

7. Si esa secuencia implica el cierre de un relato que une las historias de objetos y personajes, lo interesante es que la segunda parte –que se vislumbra en algunos momentos anteriores- implica otro tipo de recuperación. A diferencia de la reciente Ausencia de mí –el documental sobre Alfredo Zitarrosa que parte también de un archivo, pero en ese caso, conservado por la familia y donado al Estado-, lo que el documental busca en ese segundo tramo no es la recuperación de un cuerpo físico. No parece importarle demasiado rebuscar en la biografía de Héctor Lomuto, el director de la orquesta, más allá de las menciones a su cercanía con el peronismo, y al rescate de un audio radial compartido con Ricardo Tanturi. Tampoco detenerse en demasiados detalles sobre los músicos, compositores y arregladores. Lo que hace es sacar a esas partituras de su caja mortuoria. Resucitarlas. Pero en esa resurrección, lo que está en juego no son los papeles, sino el intento de recuperar algo que está más allá de ellos. Si en esas partituras están los arreglos originales (“los trazos que dejó el arreglador”), se trata de que una orquesta los interprete como están escritos. No se trata de un simple revival. Es la búsqueda de la reconstrucción de un sonido. De una determinada forma de sonar que se perdió irremediablemente a partir de los 60, con la disolución de las big bands y el crecimiento del pop y el rock. Y de una determinada forma de cantar que reúne a dos generaciones en la escena. Si el final logra reconstruir esa matriz sonora perdida es como corolario de una búsqueda. Pero, aún así, ese momento no tendría sentido sin el inmediato anterior. En el estudio, mientras la orquesta y los cantantes se preparan, el público se encuentra. No es cualquier público. Son todos esos hombres y mujeres que hemos visto hasta ese momento, diciéndose quiénes son –“el hijo de”, “el nieto de”- y reconstruyendo finalmente esos hilos invisibles que las partituras llevaban consigo: la de los hombres y mujeres que hicieron esa música.

Calificación: 8/10

Gran Orquesta (Argentina, 2019). Guion y dirección: Peri Azar. Edición: Peri Azar y Emilia Castañeda. Cámara: Peri Azar, Lluis Mirás, Andrés Aguiló, Laura Bierbrauer, Juan Renau, Josefina Semilla y Pablo Retamar. Intérpretes: Sergio Pángaro, Cocó Muro, Abel Corriale, Valentín Reiners, Sergio Pujol, Ricardo Risetti, Atilio Stampone, Edgardo Carrizo, Carlos Inzillo, José Miguel Onaindia. Duración: 70 minutos.

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