Una joven interpreta un texto en lenguaje de señas. Estamos ante algo que no comprendemos pero que, no obstante, intuimos como algo importante. La voz de este texto será recuperada al final de la película. Este comienzo de La voz propia (2019), primer largometraje documental de la realizadora argentina Valeria Sartori, es interesante al tratarse en él sobre la problemática de la violencia y el abuso sexual de menores. Justamente un abuso sexual en la infancia muchas veces no puede ser traducido en palabras a poco haber ocurrido, porque es un acontecimiento del orden de lo traumático que rompe con la narrativa cotidiana del psiquismo en formación, y para el cual no está preparado para significarlo ni localizarlo, sumiéndolo en un estado de shock. De ahí que muchas veces la palabra quede silenciada, no solo por el efecto traumático en sí, sino también por los prejuicios sociales que dificultan su circulación en la vida posterior. Muchas veces, como se observa en muchos testimonios, es el cuerpo el que habla en los dibujos, en sus desórdenes y en conductas autolesivas.

El documental, ya desde este prólogo y a partir del título, enuncia su posición ética: darle voz a la singularidad de quienes padecieron abusos en su infancia, y visibilidad a una problemática que generalmente es social y culturalmente minimizada, bastardeada y acallada al colocarla del lado de lo que perturba la tranquilidad y el buen nombre de algunos ciudadanos e instituciones de nuestra sociedad. Así, asistimos a diversos testimonios de sobrevivientes de abuso sexual en la infancia y de profesionales y actores de la problemática de diversas disciplinas como la psicología o el derecho.

En términos formales, se trata de un documental convencional en su estética, que alterna el plano general que sitúa la silla a la cual se acercan los distintos entrevistados en un ámbito despojado de detalles y objetos que puedan distraer al espectador, con el primer plano frontal de cada uno de los participantes permitiéndole entrar en la intimidad del diálogo que mantiene con la directora, y a la vez empatizar con el testimonio que se presenta.

Si tomamos los testimonios de quienes padecieron abusos siendo menores, se reitera el perfil de alguien que se encuentra. respecto del niño o adolescente en cuestión, en el lugar de quien debía cuidar o proteger: padres, maestros o sacerdotes, originando el efecto de lo siniestro en el punto en que lo familiar deviene en extraño y temible. Por otra parte, también se repite el rasgo de ostentar un lugar de poder, que les permite y habilita a  cometer sus atrocidades al contar con una sensación de impunidad, como ser la política, la iglesia o el gremio.

Otro punto interesante es que muchas veces los recuerdos enterrados de aquello vivido en el horror, y que el psiquismo sólo pudo tratar a modo de defensa dándole el estatuto de no acontecido, reprimiéndolo, retornan produciendo sus efectos a partir de algún suceso que lo reanima, muchas veces ligado a sus hijos o incluso nietos. Los testimonios dan cuenta así claramente de la teoría del trauma de Freud, que la planteó como en dos tiempos: un primer tiempo silencioso en el que ocurre el acontecimiento que deja su marca, y un segundo tiempo de retorno de lo reprimido, donde el acontecimiento reanimado cobra cabalmente su estatuto de trauma. Una precisión que aquí quiero realizar es que la sexualidad es siempre traumática, porque en el hecho mismo de los cuidados y la higiene se manipula el cuerpo del niño. Hay intrusión de la sexualidad ligada a la dependencia respecto del Otro en la cual el infante queda sumido. Tanto la sexualidad como el lenguaje (que interpreta la demanda del niño) provienen del Otro, impactan en el cuerpo y lo marcan de manera anticipada en cuanto a poder simbolizar este encuentro. Aquí, entonces, hay que diferenciar el trauma como estructural e inherente a cualquier constitución subjetiva, del trauma específico del que hablamos en estos casos, ya que la diferencia está dada por la posición en la cual el niño es colocado por el adulto. No es lo mismo que el niño vaya al lugar del cuidado desde el amor que al lugar de objeto o mercancía a partir de la cual obtener un goce.

Al mismo tiempo, resultan interesantes las distintas vías que cada una de las víctimas encontró para elaborar el acontecimiento traumático: el tratamiento terapéutico, la denuncia, la condena, la asociación con otros pares, los talleres, la creación artística. En este punto es donde más allá de la prescripción del delito (cuestión que de por sí debería ser revisada y modificada), se torna importante la posibilidad de la denuncia del hecho, sea tanto ante un otro semejante como en el marco de lo legal, ya que es la posibilidad que esto del orden de lo traumático que insiste en el cuerpo pueda reingresar a la trama de lo simbólico y encontrar así una tramitación. En cuanto a la elaboración del trauma por la vía del arte, es interesante el testimonio de Mariposa Blanca, cuya sanación toma el camino de la danza, y donde el cuerpo padeciente y mortificado se dispone a expresar y experimentar las emociones vividas en el infierno desde un lugar conectado con la vida. El cuerpo mutilado deviene cuerpo vivificado. En este punto, vale rescatar la distinción que realiza Rocío entre víctima y sobreviviente de abuso sexual, dos modos distintos de nombrarse que dan cuenta de diferentes posición subjetivas. La victima quedó pasiva, inerme y confinada en ese pasado, mientras que el sobreviviente es el que ha hecho un trabajo subjetivo con aquella desgracia que le tocó y, no sin eso y pese a ello, sigue adelante y vivo.

Si tomamos los testimonios de los profesionales, es palpable el bajo número de los abusos sexuales en la infancia y adolescencia que son denunciados, y más aún el de los imputados que son condenados y cumplen efectivamente la totalidad de la pena, sin salidas anticipadas por artilugios legales. Es realmente alarmante el retraso que hay en el ámbito de la justicia en esta materia, descalificando y minimizando las denuncias bajo el argumento de que los niños mienten o apelando al síndrome de alienación parental e impartiendo todavía una justicia sesgada con miramiento de clase y argumentos propios del patriarcado. Sartori se hace eco de las demandas de los colectivos más vulnerables de la sociedad y nos muestra el largo camino que aún tenemos que recorrer como sociedad para que todos seamos iguales en nuestro derecho a la justicia. Además es un acierto del documental que, en un mundo donde se prioriza el culto a la imagen, se apunte a devolverle el valor a la palabra. No sólo para que quienes sufren puedan salir del silencio y animarse a denunciar, sino para que quienes están del otro lado puedan abrirse a la escucha y acompañar. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestras luchas individuales y nada puede convertirnos en una sociedad mejor y más ligada a la vida que tender puentes donde la palabra liberada y liberadora pueda circular.

Calificación: 7.5/10

La voz propia (Argentina, 2019). Guión, dirección y producción: Valeria Sartori. Fotografía y cámara: Federico Lastra. Montaje: Iair Attías (EDA).Duración: 71 minutos.

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