I) Dos formas posibles de ver El prodigio. La primera, siguiendo en forma lineal el relato filmado por Sebastián Lelio y escrito por éste y Emma Donoghue, también autora de la novela en que se basa. En esa primera visión encontramos una película pulcra e irreprochable desde su puesta en cámara, plena de colores fríos, ya sea en los interiores iluminados con luz vermeeriana -esos recintos en penumbras en donde se diluye el contorno de los objetos para concentrarse en las figuras humanas, iluminadas por una fuente de luz que casi siempre viene del exterior, a través de una ventana o una puerta- o en los exteriores de la Irlanda invernal en donde transcurre la historia, paisajes grises, lluviosos, encharcados, lejanos al esplendoroso verde estival de Ford o cualquier otro cineasta que haya amado a la antigua Erin.
Como las mujeres de Vermeer, las de El prodigio están iluminadas por luces pálidas que las destacan entre las penumbras. Luces íntimas materializadas por la cámara que, desde afuera, retrata el misticismo que las rodea (a Anna, a su madre, a la monja enfermera, a Kitty, la hermana de Anna); o externas, cuando aparece la luz de la razón (Elizabeth). Las mujeres luchan contra la frialdad del ambiente y también contra la del hombre que, detrás de esa cámara, las encierra y conduce. Frías y correctas, a menudo con excluyentes protagonistas femeninas, las películas de Lelio retratan historias y revelan personajes contados desde un lugar en apariencia objetivo, sin punto de vista, con una conclusión predeterminada como la de un teorema, con un toque cercano al qualité. El éxito de El prodigio, como el de varias de sus películas anteriores, certifica que el modo de Lelio tiene muchos seguidores.
II) La película ha comenzado con una escena en un estudio, un gran travelling lo recorre, una voz femenina en off nos introduce a la historia llevándonos a un rincón del decorado en donde vemos a Elizabeth viajando en barco a Irlanda. “Todas estas personas creyeron con fervor en sus historias. Los invito a creer en ellas”, dice la voz. Y la historia comienza. Elizabeth Wright (notable Florence Pugh), una enfermera inglesa, llega a Irlanda desde Inglaterra contratada para una misión especial: observar a Anna, una adolescente que no come desde hace varios meses sin que la abstinencia parezca afectarla ¿Superchería o milagro? Esto es lo que debe certificar Elizabeth, una profesional rigurosa que viene de la guerra de Crimea. Elizabeth es dura como la soldado que fue, con un toque masculino asociado al ejercicio de su profesión. Su rigidez cede cuando, refugiada en su cuarto, practica una ceremonia íntima en la que toma entre sus manos un par de escarpines y bebe alguna adormidera.
La adolescente Anna vive con sus padres y su hermana mayor Kitty en una choza en el campo. Allí se produce el milagro de la inanición sagrada. Un consejo de notables quiere verificar el fenómeno para certificarlo como tal y nominar a una santa, “la primera de Irlanda desde la Edad Media”, dicen. Algunos miembros son racionalistas y escépticos, o positivistas como el Doctor Mc Brearty (el pequeño gran Toby Jones, desaprovechado). “¿No se alimentará de partículas magnetizadas del aire? La ciencia todavía tiene mucho que enseñarnos”. Mientras tanto, Elizabeth observa, verifica, vigila, conoce la historia de la misérrima familia devota, consagrada al recuerdo de Patrick, el hijo mayor muerto; la que exhibe a Anna a los creyentes a cambio de dádivas para la iglesia. El misticismo de la familia choca con la racionalidad de Anna y la de Will (Tom Burke), un protoperiodista de investigación que trabaja para los ingleses.
Escepticismo y fe, ceremonias secretas en los dos ámbitos; la intromisión de Elizabeth que aísla a Anna de su familia. La civilización sajona luchando contra la barbarie gaélica entre las barrosas colinas de Erin. La enfermera quiere salvar la vida de Anna, que no quiere vivir, la comunidad local rechaza a la enfermera, la familia aún más. Kitty, la hermana mayor, es una especie de bruja que sabe algo más, el secreto escondido detrás del milagro y la mística de Anna y su madre; pero también, de puro bruja, adivina la historia de Elizabeth (“Usted también necesita historias. Las anota en su libreta. Se está armando una gran biblia’). Kitty sabe que la frialdad cartesiana de Elizabeth no le alcanza para sobrellevar sus propios secretos.
Anna es el cordero pascual listo para el sacrificio. La pesquisa de Elizabeth y Will los llevará por caminos que se parecen a la verdad. Hay muerte, hay vida, hay fuego purificador y hay también una revelación, la dela hija muerta de Elizabeth, pérdida que justifica la relación filial creada entre ella y la niña. Hay un pequeño juguete que Tom regala a Anna: dos dibujos combinados de una jaula y un pájaro que giran, a veces el pájaro está preso, a veces libre. “Adentro, afuera”, dicen los jugadores. Terminada la historia volvemos al set en donde empezó todo; una panorámica nos lleva aún más lejos que al principio. Allí está Kitty, de pie, actual, con ropa negra y maquillaje oscuro. Ella era la dueña de la voz en off. “Adentro afuera”, repite. Fin. ¿Dentro o fuera de la jaula, del Imperio, de la vida? Esto no ha sido más que una fábula, Lelio es un Esopo moderno que moraliza manipulando la historia. Kitty ha sido desaprovechada por el guion, que la deja en una vía muerta, desdeñando su posible paganismo y la omnicomprensión que insinúa. La certeza que la película defiende no lo permite.
No diré más sobre la trama, el resto de ella queda cubierto por la cláusula restrictiva del spoiler. Solo apuntaré que la fría corrección de Lelio lleva las cosas para el lado cartesiano; es la razón quien pinta con sus colores a los personajes, mostrando como canallas, supersticiosos y fanáticos a los que usan la camiseta de la fe; y como nobles o cínicos a los que juegan para el equipo cartesiano. El resultado es tranquilizador y moralizante. Para llegar al mismo, Lelio ensambla las piezas con corrección académica. El desborde romántico, la locura mística no es su terreno. Está en su derecho, como lo estamos los espectadores de distanciarnos de una historia que nunca pretende conquistarnos, sino imponernos conclusiones.
III) Dijimos que hay una segunda forma de ver, marcada por la historia y la ideología, formas casi en desuso en la crítica de la época; el intento por revivir este tipo de mirada suele ser mal recibido, sin embargo El prodigio parece propicia para revivirla. Allá vamos.
En 1649 el republicano inglés Oliver Cromwell invadió Irlanda. Desde entonces y hasta 1922, la isla fue sometida a una tiranía brutal modelada por Cromwell, especie de Ayatollah protestante, un genocida en términos contemporáneos. Cuatro siglos de barbarie ejercida por quienes se consideraban portadores de la civilización. Los detalles de ese salvajismo son ajenos a esta crítica. Digamos solo que la presencia inglesa introdujo el robo y el hambre como políticas de estado. Gran Bretaña se reservaba para sí y para el grupo privilegiado de aristócratas irlandeses que los secundaban, todos protestantes, la compra a precios ínfimos de toda la producción de cereales de la isla; el trigo, la cebada, marchaban en su totalidad a alimentar a los ingleses. A los irlandeses les quedaba la papa, único cultivo cuyo consumo les era permitido, única alimentación durante siglos. Se secuestró a más de dos mil niños que fueron vendidos como esclavos en las colonias. También se les prohibió la educación y el libre ejercicio de su religión, el catolicismo. Cada intento de revuelta fue reprimido con un salvajismo sin límites hasta que, en 1923, llegó la soñada independencia. No obstante tal régimen de explotación y terror continuó en el Ulster, provincia norteña cuya población original había sido expulsada por Cromwell y reemplazada por ingleses protestantes (cualquier similitud con nuestros pueblos originarios o con Palestina, es pertinente).
Entre 1849 y 1854 una epidemia se propagó sobre la papa, todas las cosechas de esos años fueron incomestibles y produjeron “la hambruna”, una de las más terribles registradas en la historia mundial, que en cinco años disminuyó en un cuarto la población de Irlanda (más de un millón de muertos por el hambre, otro tanto de emigrados). Los sobrevivientes de esa catástrofe lo fueron por orgullo y tozudez, características milenarias de los “bárbaros” irlandeses.
El 1 de marzo de 1978 el preso político y militante del IRA, Bobby Sands, dio comienzo a la huelga de hambre que encabezó junto a otros compañeros, reclamando el status de presos políticos en la cárcel de Irlanda del Norte en donde los mantenían detenidos los ingleses. La Primera Ministro Margaret Thachter mantuvo una negativa absoluta a ceder ante ninguno de los reclamos de Sands y sus compañeros pese a los pedidos de la ONU, el Papa y cientos de organizaciones y personalidades mundiales. Sesenta y seis días después Bobby Sands murió de “inanición autoprovocada” en la cárcel de Maze. El hambre como política de estado para Irlanda seguía vigente después de cuatro siglos. ¿Bárbara yo?, habrá dicho Lady Thatcher.
Toda esa referencia histórica no forma parte de El prodigio. No es que Lelio deba abrumar al espectador con lecciones de historia irlandesa, es que su mirada, la de su película, escamotea cualquier visión de contexto, cualquier acercamiento humano a esas mujeres y hombres acorralados por la miseria, el hambre y la ignorancia; productos favoritos de la política imperial para sus colonias, condenándolos a la culpabilidad moral y material del filicidio. Gentes aferradas a su religión como única esperanza de dignidad en el trasmundo, ya que en la tierra no podían encontrarla. El prodigio adopta en cambio la visión prepotente del colonizador, sus autojustificaciones de siempre: los colonizados son bárbaros, su religión es una superchería de fanáticos, mentirosos, crédulos o estúpidos. La enfermera Elizabeth es la depositaria de la razón y la humanidad y es la única que cumple con su deber entre esos bárbaros filicidas, Abrahames capaces de sacrificar a una hija en el altar de su Dios primitivo. Es también la razón quien la dota de una sagacidad holmesiana, permitiéndole llevar adelante su investigación y descubrir la verdad oculta en lo siniestro familiar y habilitándolo de paso para incluir un guiño demagógico a un tema de justa preocupación actual: la violencia sexual intrafamiliar.
No se trata de defender el papel de la Iglesia Católica en Irlanda, oscilante entre todos los matices desde el heroísmo a la complicidad, según conviniera al Vaticano, sino de entender la religiosidad de esos irlandeses esclavizados como una forma de resistencia y esperanza. La solución que propone El prodigio es la huida hacia un destino que es otra trampa, el entonces confín carcelario del señorío imperial, la sumisa isla de Australia, la recóndita mazmorra a cielo abierto del Imperio. Es mejor ser prisionero o siervo, sostiene, que candidato a la dura incertidumbre de la libertad.
El prodigio atrasa en su tardía defensa de la razón imperial. Desconoce la historia y el presente en caída libre. Lelio entona con flemático fervor el Dios Salve a la Reina sin darse por enterado que la reina ha muerto, y que el Rey puesto en su lugar garantiza la continuidad de la decadencia en una tierra que esconde, cada vez menos, su propio salvajismo e irracionalidad barridos bajo del colchón del monarca.
El prodigio (The Wonder, Reino Unido, 2022). Dirección: Sebastián Lelio. Guion: Sebastián Lelio, Ema Donoghue, Alice Birch. Fotografía: Ari Wegner. Montaje:Kristina Hetherington. Elenco: Florence Pugh, Tom Burke, Toby Jones, Kila Lord Cassidy, Elaine Cassidy, Niamh Algar, Ciarán Hinds, Dermot Crowley, Josie Walker. Duración: 108 minutos. Disponible en: Netflix.
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Excelente aporte para pensar el film desde lo político.