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Crónica de un engorro anunciado. El heredero del diablo comparte su título original (“Devil’s due”) con una considerable suma de obras, entre ellas una porno de 1973 y un episodio de la cuarta temporada de Star Trek: La nueva generación. Partiendo de esa base no puede menos que esperarse un pozo de lugares comunes y, efectivamente, es lo que sucede: pozo en el que no se terminará de caer jamás gracias a una narración estéril y por demás acartonada.

Dos jóvenes se casan, se van de luna de miel y, al volver de ella, se enteran no sólo de que serán padres, sino que, además, lo que están incubando no pertenece al género humano. Que la sinopsis no se extienda no tiene que ver con evitar los spoilers; se remite al hecho de que sencillamente no hay nada más que contar. Esas pocas líneas argumentales son las que se desarrollan, con clara pereza, durante los gomosos 89 minutos que dura la película, cosa que no sería problemática con el debido tratamiento de la tensión y el suspense, pero que, en este caso, se declaran ausentes. No hay un trabajo de puesta en escena para instalar la amenaza y el peligro; por el contrario, los directores se aferran a los sobresaltos, espontáneos y aislados, originados en los sonidos estridentes e inesperados. En esta película la angustia no llega de la mano del miedo, sino de la espera por sufrir un temor catártico que nunca se concreta. Es la incomprensión y el recelo ante lo que se presenta en pantalla lo que verdaderamente incomoda hasta el hartazgo.

El éxito de El proyecto Blair Witch (1999) generó un sinnúmero de películas que abusan del recurso del falso documental y la cámara en mano, presentando al cine como diario recuperador, perpetuador de momentos, y a una cámara que revela aquello de lo que la memoria no puede dar cuenta. En ocasiones da la impresión de que elegir este tipo de estética libera a quien filma de la presión de los encuadres cuidados y del trabajo sonoro con firma, ya que sólo se capta el “sonido ambiente”. En El heredero del diablo existen, además, ciertas inconsistencias argumentales, ya que por momentos no queda claro quién tiene la cámara cuando no la tiene el novio –que es quien decide acoplarse una al brazo para grabar constantemente los “momentos felices”- ni cómo se consiguen las grabaciones que pertenecen a otras cámaras (por ejemplo, las de seguridad en un supermercado). Asimismo, darle esa impronta documental al relato tiene un aspecto funcional que sirve, sobre todo, al género de terror: es el desenfreno epiléptico de la cámara lo que incomoda. Esos encuadres que nunca encuadran, los fuera de foco, el montaje filoso y abrupto, son esos recursos los que generan desasosiego. También la iluminación “fortuita” que deja espacio al abuso de planos poco iluminados sencillamente porque no hay nada que mostrar.

devils-due-sam-anderson-priestSi hay un género que ha intentado influir sobre la tasa demográfica, ese es, indudablemente, el de terror, y para ello no ha dudado en recurrir a las Santas Escrituras. La Iglesia Católica y su literatura son fuentes de amenazas y temores tan violentos como inagotables. Género conservador aun cuando el hijo haya sido concebido dentro de los sacramentos. Es ahí donde se presenta algo interesante en la película: la peligrosidad del matrimonio. Por lo menos dos veces el protagonista se refiere a la noche del casamiento como “la última noche”, a lo que la esposa le responde que nadie va a morir, cosa que puede ser entendida como un acto de rebeldía ante el conservadurismo del género o como la exacerbación del mismo, proponiendo la castidad absoluta e inamovible. Pareciera imperar la segunda opción, sobre todo si tomamos en consideración el tráiler de la película, que ya sugiere lo macabro de dicha celebración sacramental haciendo uso de un hermoso contrapunto sonoro entre las imágenes violentas y la canción At last, de Etta James (dicho trailer tiene la ventaja de durar 87 minutos menos que la película).

Al momento de la ceremonia, los protagonistas bromean sobre las supersticiones alrededor de la boda, mofándose de su veracidad. Es decir, existe una falta de creencia. El ritual que se lleva a cabo se realiza sin estar consciente de su significado y, como es sabido, así empiezan en el género las penurias. Los incrédulos mueren, a menos que se abandonen a la superstición. En ese aspecto, es curioso y casi esperanzador que se haga referencia explícita a la Catedral de Santo Domingo y a su mezcla de estilos gótico y renacentista. El gótico mantiene formas irracionales e incluso incomprendidas y se evoca mayormente al servicio de la religión -monasterios e iglesias-, y aunque el Renacimiento no abandonó esa práctica por cuestiones económicas, se inclinó por romper las cadenas del oscurantismo para dar paso a la razón. Representa entonces la transición desde el caos de la oscuridad hacia la luz de la razón, el choque entre ambos paradigmas de conocimiento. Lamentablemente no hay un desarrollo posterior de los personajes en ese aspecto y, por lo tanto, pierde el sentido moderador que amagaba.

El sistema de géneros da poco margen para novedades y sólo los grandes realizadores pueden moverse dentro de ellos aportando una visión fresca y rendidora de un esquema tan rígido.

El anticristo llega en El heredero del diablo: trae aburrimiento y vulgaridad.

El heredero del diablo (Devil’s due, EE.UU, 2014), de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, c/ Allison Miller y Zach Gilfort, 89’.

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