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¿Estar vivo es ficción o realidad? La cuestión es si un objeto inanimado podría llegar a vivir realmente. Es por eso que los muñecos resultan tan aterradores. Por que están hechos a imagen y semejanza de los humanos. De hecho, se les trata a veces como a tales. Pero lo que de verdad aterra a los humanos es enfrentarse a si mismos, pensar que tal vez ellos no sean más que la suma de meros mecanismos y materia perfectamente conjuntados. En otras palabras, enfrentarse al terror de que, fundamentalmente, los humanos pertenezcan al vacío.

Ghost in the Shell II: Innocence. Los noventa habían llegado con sus “raros peinados nuevos”, los tatuajes y los llamativos piercings. Veinte años después, sin embargo,  nadie se sorprende demasiado con los looks estrámboticos que eligen ciertos miembros de tribus urbanas. Los avances médicos, por otra parte, ofrecen incontables ejemplos de chips, válvulas u otros mecanismos que son insertados en el cuerpo para corregir deficiencias y ampliar capacidades motoras o perceptivas. El lazo entre cuerpo y máquina parece haberse naturalizado a tal punto que tampoco provoca demasiada conmoción cuando, en narrativas variadas, asoma bajo la piel de algún personaje un trozo de metal, retazos de cables o engranajes variados. Her, historia de amor escrita y dirigida por Spike Jonze, está involucrada con en esta tradición aunque de una forma más bien diferente.

Theodore (Joaquin Phoenix) es un retro hipster socialmente inadaptado que  trabaja redactando epístolas para una compañía. Descorazonado tras una dolorosa separación,  adquiere a Samantha (Scarlett Johannson), un sistema operativo con el que comienza a interactuar tan intensamente que al poco tiempo culminará enamorándose. Se presenta entonces, desde la sencillez del argumento, uno de los más populares tópicos y desvelos de la humanidad: la máquina automática, definida por Jean Baudrillard como “el sueño de un mundo dominado, de una tecnicidad formalmente consumada al servicio de la humanidad inerte y soñadora en donde el robot representa el inconsciente, en la medida que es un objeto ideal que los resume a todos”. En efecto, desde la compra de este dispositivo, la percepción del mundo de Theodore cambiará radicalmente ya que a partir de Samantha se configurará un multiespacio constituido desde la yuxtaposición de territorios simbólicos, físicos, psicológicos. Resulta lógico apreciar los escenarios aterciopelados de una distópica Los Ángeles acompañados por  la voz sensual de Samantha, que se torna omnipresente e imprescindible como el aire en la vida de Theodore.

Screen-Shot-2013-08-07-at-9.30.07-AMAl inicio Samantha parecería engrosar las filas de esa larga tradición de inteligencias artificiales bienhechoras de la humanidad. Siguiendo este patrón de conducta, ella clasifica el correo, colabora activamente en el trabajo de Theodore y hasta incluso le  organiza citas. La eficiencia de Samantha es incuestionable aunque rápidamente va adquiriendo “autonomía”, permitiéndose la contradicción, el arrepentimiento y hasta incluso la duda. El cuerpo, la materialidad, la carne, es la preocupación principal ya que establece cierto límite. La personalidad  de Samantha en un comienzo es la de un niño curioso creciendo y preguntándose por todo lo que lo rodea. Theodore abraza esta receptividad siendo criticado (su ex esposa) o comprendido por  su  reducido núcleo social (amigos y compañeros de trabajo).

La  posición heracliana que asume paulatinamente Samantha comienza a mostrarla escindida, reclamada entre el deber de asumir el rol de una arquitecta, que estructura  realidades y fantasías para ese usuario enfermo de melancolía, y la necesidad de afirmarse como una existencia singular atenta a sus propios intereses. Las panorámicas de los rascacielos, las luces de la ciudad, las esculturas, todas ellas apreciadas desde una poética de corte sublime, desgarran la otra parte de la historia presentada en el deseo de trascender. Samantha abandona la fantasmagoría del cuerpo y con cada actualización de software conoce, comprende, interactúa, ama, crece y muta.

Samantha: Soy tuya, y no lo soy. Theodore, en cambio, aunque tiene materialidad, aunque posee un cuerpo, nunca toca. Las cartas que escribe se dibujan en el aire como los juegos de computadora que disfruta o como el sexo que se autopractica. Samantha es la mujer que ansía ser tocada. Theodore es el hombre que no puede tocar. Samantha es la mujer imposible de tocar. Neurosis. Histeria.

Her-Spike-Jonze-SamanthaLa psique de Theodore resulta obsoleta e inepta para reinterpretar el sentido de la oración con la inmediatez del relámpago tal como Samantha puede hacerlo. La hipervelocidad no es ya un mero objeto de culto posmoderno, sino una imposibilidad fáctica, patente. Si “somos seres inacabados”, como decía Kant, reconocer nuestra falta constituye al menos un atisbo identitario. En contraposición, Theodore es un narcisista incurable, infumable, iterativo.

El software evoluciona, más bien trasciende hacia un no-lugar al momento de reconocerse como especie y comprender que para convivir con usuarios (humanos) y conservar su amor, debe autoimponerse el sacrificio de la soledad. Si Samantha elige a Theodore (y a los otros 641), decide exiliarse en una prisión ya que la temporalidad del input humano equivaldría a años entre estímulo y estímulo. En este entrecruzamiento, unos segundos en nuestra vida representa una eternidad en la suya. El síndrome de la noia  y el advenimiento de la rutina actualizado con un cariz interpelador hacia Theodore: ¿Por qué continuar con una existencia vacía?

En ese sentido, la película cultiva un punto de vista peculiar en lo que refiere a la identidad de la IA. Samantha desdeña la tarea para la que fue programada pero tampoco constituye en sí misma una amenaza para la humanidad. Por lo tanto, el lugar outsider, periférico, que decide tomar permite pensar otras sensibilidades en torno de la humanización de la máquina.

Incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad, las tres características del “miedo líquido” de Zygmunt Bauman, comulgan en esa escena final de desamparo humano pero se verifican revulsivas también en las últimas palabras de Samantha.

“O estamos solos en el universo o no lo estamos. Las dos perspectivas son aterradoras”, decía el buen Arthur C. Clarke.

Aquí pueden leerse un texto de Nuria Silva y otro de Emiliano Oviedo sobre la misma semana.

Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre Joaquin Phoenix.

Ella (Her, EUA, 2013), de Spike Jonze, c/ Joaquin Phoenix, Scarlett Johansson, Amy Adams, Rooney Mara, 126’.

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