El objeto central de El camino eterno es de una vastedad que el propio documental admite ya desde el comienzo, cuando la voz en off se sitúa en la infancia del relator para señalar el descubrimiento de las estrellas en el cielo nocturno. De lo que se trata, en fin, es de la posibilidad de ver en más detalle ese espacio inabarcable, aunque más no sea en una medida acotada. En ese recorte que el documental practica hay una ambición por llegar a algo que sea mensurable, que esté en los límites de lo alcanzable. En lugar del cielo y las estrellas en sí mismos, la intermediación que implican los observatorios distribuidos por el territorio de la Argentina funcionan como una medida que permite establecer un parámetro de una narrativa interna.

Sin embargo, primer pecado del documental, deja al espectador del lado de afuera. Las imágenes que vemos establecen al observatorio como un espacio que se observa mayormente desde el exterior. En los pocos momentos en que esa frontera puede cruzarse, la cámara capta movimientos imprecisos de los telescopios, pruebas de orientación y apertura de las cúpulas. Se relata el trabajo que se hace en los observatorios, pero no se lo ve. Se dice qué hay en cada uno de ellos, pero no nos presenta ninguna imagen que muestre la existencia de eso que se dice. No vemos, tampoco, nada de lo que se puede ver a través de un telescopio. O sí: pero lo único que vemos, el único testimonio, son las antiguas placas de vidrio de un registro fotográfico de fines del siglo XIX. El observatorio parece entonces un espacio vedado a la mirada, una recorrida imposible de ilustrar con la imagen y que solo puede contarse desde afuera.

Esa decisión de narrar desde la oralidad puede no ser desacertada, pero necesita de un anclaje aunque sea mínimo en la imagen. La no existencia de esa relación genera un efecto decepcionante: la sensación de que estamos ante dos registros superpuestos que funcionan en paralelo, pero sin rozarse. ¿Para qué se menciona en el relato las actividades en el interior del Observatorio de La Plata, si se decide que la cámara solo va a mostrar las cúpulas de los edificios? ¿Para qué se menciona el carrovelismo en El Barrial Blanco de San Juan si ni siquiera se va a mostrar una imagen de esa práctica? ¿Para qué insistir con el viaje a la Patagonia para ver un eclipse de sol del que solo se ven unas imágenes aceleradas?

Hay un ejemplo todavía más complejo de comprender en el esquema del documental. La narrativa que se sitúa en la primera persona del singular –aunque por largos momentos la abandona para situarse en una neutralidad algo impostada- en el comienzo funciona como una introducción interesante a la fascinación personal por el universo astronómico. Pero al suprimir las referencias más precisas a esa primera persona, la deja sometida a un cuerpo que pierde relieve, que no asume características personales. El espectador sale de la sala sin saber quién es el relator de la historia, cuál es su nombre, su origen, el motivo por el cual está en la Argentina detrás de su propio sueño astronómico.

Allí es donde entramos en un problema de pertenencia.

Un documental puede no requerir la explicitación de los detalles, pero sí debe brindar al espectador las herramientas mínimas para comprenderlo –y allí está, partiendo de un punto similar, el notable Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán-. La ausencia de nombres propios y de entrevistas a quienes trabajan en los observatorios dejan en cierta orfandad al espectador que el documental no puede o no quiere resolver. La sensación de que el proyecto nació dirigido a otro público –al especialista o al interesado o a los propios miembros de la comunidad astrofísica- se empieza a manifestar en esos detalles. En ese punto, es posible detectar que esa disociación que existe entre narración en off e imagen es la misma que existe entre el público al que aparentemente estaba destinado y el que podría presenciar la película como un documental más en una sala de cine. Hay, entre uno y otro, un espacio vacío, abandonado, como si se hubiera pensado en la falta de la necesidad de generar nexos entre ellos.

De allí se deriva la sensación de que no es la sala de cine tradicional el espacio que debería albergar un proyecto como éste. El uso reiterado del timelapse, la recurrencia a lentes de 360°, el punto central en el que se sitúa casi indefectiblemente la cámara, están sugiriendo que la intención original es la de la inmersión del espectador en la imagen. Hace unos años, el director del documental había dirigido Belisario, el pequeño gran héroe del cosmos, que se proyectó, entre otros sitios similares, en la sala del Planetario de la Ciudad de La Plata. Es ese ámbito el que parecía más adecuado para una realización como El camino eterno y no solo porque ese Planetario sea uno de los productores, sino porque lo que vemos responde antes a ese formato circular e inmersivo antes que al plano de la pantalla tradicional.

El otro elemento que asoma como problema de pertenencia es el formato elegido. La forma de presentar las imágenes, la formalidad y neutralidad de informativo que asume la mayor parte del tiempo la voz en off, la prosa alambicada, remiten antes al modelo tradicional de documental televisivo –es inevitable comparar esa voz, por ejemplo con la de los documentales narrados por Ernesto Frith de las décadas de los 80/90- que al cinematográfico, en tanto termina desistiendo de la narración a partir de las imágenes para centrarse en la oralidad que lo explicita todo. En el mejor de los casos, El camino eterno podría ser entendido como un buen documental institucional, pero los espacios de circulación de ese tipo de trabajos no son las salas comerciales, donde terminan destacándose más sus problemas que sus potenciales virtudes.

Calificación: 5/10

El camino eterno (Argentina, 2022). Dirección: Hernán Moyano. Guion: Pablo Santamaría, Hernán Moyano. Fotografía: Hernán Moyano. Producción general: Cintia Peri, Pablo Santamaría. Producción ejecutiva: Martín Schwartz, Diego Bagú, Alicia Cruzado. Timelapses y astrofotografía: Sergio Montúfar Codoñer. Asesores científicos y técnico: Cintia Peri, Andrea Torres, Martín Schwartz. Música original: Sebastián Fretes, Pablo Sala. Narración: Ricardo Alanis. Elenco: Sergio Montúfar Codoñer. Duración: 71 minutos.

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