1.Carlos del Frade, periodista y diputado de Santa Fe, narra de manera escueta la historia de Vicentín. Una conversión que lleva de un almacén de ramos generales en plena crisis de 1929 a convertirse en prestamista; de allí a acumular campos e incursionar en la industria algodonera y luego en la aceitera. Un crecimiento que llevó cuatro décadas apenas hasta convertirse en la principal empresa de la provincia y en el motor casi único de algunas localidades como Avellaneda (donde, como muestra el documental, casi todo puede llamarse Vicentín). Ese relato que se propone en apariencia como histórico, en verdad revela que Vicentín no es una empresa sino una estructura en la que el nombre es lo de menos: apenas una identificación que da nombre a lo diversificado. El relato es la construcción de esa estructura que fue expandiéndose con el tiempo y desde ese lugar, la puesta en escena de la iniciativa privada cuando su objetivo deja de ser la obtención de ganancias por la venta de un producto para desviarse a un proceso de acumulación que se basta a sí mismo. No se trata de crecer, sino que ese crecimiento lleve a anular la competencia, por la diversificación o por la compra de los posibles competidores.
2.Si hay algo que el documental expone de manera contundente además de la voracidad de los intereses privados, es el rol del Estado ya no como regulador, sino como facilitador de esos procesos de acumulación. Y allí no hay diferencias: dictaduras militares y gobiernos democráticos, municipales, provinciales y nacionales actúan en consecuencia. La serie que enumera el documental es conocida pero no por eso menos impactante: un gobierno democrático que facilita el acceso a créditos, una dictadura que les permite hacerse de tierras, otra posterior que estatiza sus deudas y autoriza la construcción de puertos privados, otro gobierno democrático que elimina los controles de la Junta Nacional de Granos y otro que le sigue otorgando créditos millonarios sin exigir la cancelación de las deudas. El Estado como garante legal –o no tanto- de las maniobras de crecimiento y diversificación y la Justicia como último bastión defensivo por si se presenta alguna denuncia. El documental no lo explicita, pero lo sugiere una y otra vez: la connivencia entre las partes es el eje central del negocio.
3.Hay algo interesante en la utilización de las audiencias en la Legislatura de Santa Fe entre representantes de la empresa y los acreedores. Puede verse como una puesta en escena articulada entre una decisión judicial –relacionada con el concurso de acreedores solicitado por Vicentín- y el rol del Estado provincial. Hay una ausencia en ese lugar que es justamente el del Estado, que se desinteresa y presta el espacio para que los privados diriman sus diferencias. Se percibe que ese vacío implícito de la Cámara es el de la ausencia de un Estado que declina participar. Y a la vez, el cruce que se establece entre las dos partes es un espejo deforme de las discusiones argentinas de las últimas décadas: la ausencia de diálogo real, de entendimiento y posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo. Las audiencias se vuelven, como en este caso, meros cumplimientos de una legalidad superficial. Se cumple con la ley, pero no hay acuerdo posible si no se reconoce una deuda, si no se castiga una estafa.
4.Resulta evidente que la centralidad de Cuellos blancos como documental es la reconstrucción de un proceso que se articula a partir de la decisión de intervenir el grupo por parte del gobierno de Alberto Fernández y que va hacia atrás en el tiempo para advertir cómo se llegó a esa situación, para luego avanzar en la forma en que judicialmente se enredó (y ensució) todo ese proceso. Un relevamiento que parte de un interés por reponer la historia recuperando los hechos sueltos para ubicarlos en una progresión y una lógica de encadenamiento. Cuellos blancos recurre entonces al cruce entre la información periodística y la entrevista a quienes participaron del hecho al menos desde un lugar analítico. Quizás en el peso que se le asigna a lo puramente periodístico el documental encuentra su punto de debilidad, en tanto en esos momentos no logra despegarse demasiado del formato del informe televisivo. Cuando esos elementos se ponen en discusión con una intervención que se corre de la inmediatez, el efecto se diluye y logra exponer al relato más que como un encadenamiento de hechos como un sistema que se pone en funcionamiento al amparo de una legalidad difusa. En ese sentido, la afirmación de Sergio Arelovich, veedor del concurso, respecto de que “lo que no está prohibido, por defecto está permitido” es una síntesis adecuada para pensar el caso Vicentín. La diferencia radica entonces en esos elementos: cuando el caso particular permite desde sus detalles, la explicación y la comprensión del funcionamiento del sistema, el informe periodístico adquiere otro volumen, un interés que sale de la experiencia individual. Es más la percepción de que, como se señala cerca del final, Vicentin fue construyendo el momento en que iba a dejar de pagar (con lo cual deja de ser una progresión propia del mercado para convertirse en una escena real armada a partir de una sucesión de otras escenas ficticias) que el hecho en sí mismo y el pedido de concurso. Ese pasaje es el que permite que el documental adquiera una dimensión política que la exposición de los hechos no puede darle por sí sola, en tanto muestra de manera implícita las consecuencias de la ausencia del Estado.
5.Cuando el documental logra tomar algo de distancia de los hechos es cuando logra trascender y generar un efecto más contundente. Cuando Pedro Peretti señala el cambio operado en la explotación agropecuaria a partir de la década del 90 –con el pasaje del modelo de chacra mixta hacia el desierto verde de la sojización- que trajo como consecuencia directa el vaciamiento de los campos, logra trascender a Vicentín como caso para tratar de comprender el modelo en su totalidad. De la misma manera, cuando se recurre a la sociología para explicar lo que ocurre en el campo, aparecen los elementos de mayor interés, en tanto implican a lo social que orbita alrededor de esas empresas. Hay allí un intento de entender por qué las sociedades se cierran en la defensa de las empresas que, en definitiva, las explotan. Dos conceptos aparecen allí con fuerza. El primero es la percepción social sobre la delincuencia, que no deja de ser una construcción articulada sobre prejuicios: delincuente es igual a joven, urbano y pobre. No hay percepción de delincuencia en una empresa que no paga sus deudas, que triangula o vende a otras sociedades propias para no pagar impuestos (la evasión es, claramente, el verdadero deporte nacional). El segundo es el que señala Juan Pegoraro: “Vicentín creaba lazos sociales desde el poder”. Esos lazos son los que, articulados con un discurso mediático, garantizan no solo la invariabilidad de la noción de delincuencia, sino la impunidad de los verdaderos delincuentes. Esos lazos invisibles, tejidos a lo largo de los años, son los que desembocan en marchas de defensa y en el consignismo que va más allá de la dependencia económica de un pueblo. Ese discurso es el que en esos tramos el documental logra explicar y desmontar. El “Todos somos Vicentín” resuelve ese espacio de pertenencia colectiva, una aparente apropiación del colectivo social que en realidad es inversa: una continuidad de la explotación que es avalada por los defraudados y explotados.
Cuellos blancos (Argentina, 2024). Guion y dirección: Andrés Cedrón. Fotografía: Lucas Timerman. Duración: 100 minutos.
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