Hablando con liviandad, en las historias de cine hay tres maneras clásicas de entrar a Estados Unidos por primera vez, y con cada una de ellas se pre-configuran ciertas ideas en la mente del espectador. Si una película comienza con un personaje intentando ingresar a la «tierra de la libertad» por su frontera sur, seguramente las cámaras nos lleven a El Paso, Texas, la trama incluya falopa, acción, y al protagonista inmigrante lo personifique algún americano morocho, preferentemente mexicano, económicamente destruido y con pocas chances de esquivar los controles policiales. Otra opción de ingreso al imperio es por los cielos y en nave espacial. En este caso, más lejos del drama y escudados en la ciencia ficción, se edifica la excusa perfecta para legalizar su historia sangrienta y necesidad de vivir armados. La trama recorrerá barrios pudientes, nos pondrá en la piel de personajes que hasta esa invasión no atravesaban demasiada penuria y (dato muy difícil de comprobar o refutar) de seguro la película hará desfilar bochornosamente cuanta marca y producto ponga billete.
Finalmente, el tercer ingreso clásico a los Estados Unidos es por su costa este, entrando siempre ante la vista de la Estatua de la Libertad. En este caso, inconscientemente nos preparamos para el drama, para revisar las entrañas del país más violento del planeta, y más allá de que también resulta difícil colarse por esta puerta principal, entendemos que esta vía de ingreso es la única que los estadounidenses toleran o de la que no pueden renegar.
La inmigrante del título, traducido pobremente al español como “El sueño de Ellis”, entra legalmente por el este, configurando a los Estados Unidos como esa tierra de oportunidades bonachona que cobija, como en este caso, a los que huyen de alguna guerra que seguramente los mismos yankis protagonizan en otra parte del planeta.
Sin más preludio, el director James Gray comienza con un plano general de la Estatua de la Libertad, la Isla de Ellis, y el océano de fondo que separa esos puertos brumosos y nostálgicos, de las costas lejanas y agitadas europeas. Es la posguerra, y ya seguimos los pasos de Marion Cotillard, personificando a una polaca que viene huyendo junto a su hermana en busca una vida mejor en América. La escena es la que nos contaron nuestros abuelos, pero allá en las puertas del norte, con un control más exhaustivo y siempre violento. James Gray pareciera no detenerse en esto último que señalamos, en esa violencia normalizada, pero ahí está, al igual que en la actualidad, cuando alguno que se fue de paseo a ese país regresa contando que en el aeropuerto lo pusieron en bolas, le quitaron los perfumes o alguna pertenencia, lo encerraron un largo rato, o directamente se la pudrieron por tener cara de turco, iraní o, según ellos, algún otro rasgo de terrorista. Lo cierto es que entrar a Estados Unidos por donde sea, es aceptar la violencia y la impunidad de un país que sólo a los ciegos o muy desesperados les puede parecer próspero y seguro.
Ahí en esa primera escena, más allá que se descubren los dos protagónicos que seguramente habrán sido las armas de seducción que sentaron al espectador frente a la película, acontece el único detalle que cuando llegue el final impedirá coronarla con el mejor de los elogios. Como dijimos, está arribando Marion Collard, interpretando a Ewa, una inmigrante polaca. El otro protagónico aguarda ahí, con Joaquin Phoenix (Bruno) haciendo de un “x” dispuesto a ayudar a algún inmigrante en problemas. Aunque su samaritana presencia en esa aduana no es a priori tan descolocada, a medida que avancen los minutos se irá deschavando su real esencia, y arruinando lo que al final de la película hubiera sido un giro perfecto, una sorpresa, o un broche genial.
Y bueno, la hermana de Ewa tose, delata que viene con alguna peste y queda detenida ahí, en la isla de Ellis. Por su lado, Ewa acepta la ayuda de Bruno, que la lleva a su hogar, le ofrece trabajo y, ante tanto despliegue de amabilidad, también enciende las sospechas de la protagonista y el espectador.
Cuando Gray atraviesa esos primeros planos brumosos y nostálgicos de la estatua, y penetra en el interior de la ciudad, la luz empieza a esconderse dando lugar a las sombras, la vida nocturna, creando así una atmósfera de peligro. Ewa está entre perdida y atrapada, porque necesita liberar a su hermana retenida, y para ello debe conseguir mucho dinero. Es todavía el comienzo de la película y ya nos dimos cuenta que Bruno regentea mujeres y las somete a la prostitución, pero es aquella prostitución de época, que nuestros antepasados no se avergonzaban en mostrar, consumir o presumir. Todas las mujeres que aparecen en esta película ocupan un lugar de mierda. Todas de algún modo son sometidas, violentadas, y viven en un mundo de hombres de mierda. No hacen falta golpes, moretones ni escenas demasiado explicitas. Simplemente ninguna ocupa un lugar de confort, seguridad, mando o como quieran señalar. Del otro lado, prácticamente todos los hombres que aparecen en esta película caracterizan a cerdos, con perdón del animalito que nombramos. Casi sin excepción todos son cómplices de una ciudad y un tiempo que para las mujeres es una mierda. Porque en un extremo está Ewa siendo prostituida a la fuerza por Bruno, pero en el otro está su tía, que no se prostituye pero vive con su marido que la trata como servidumbre. En tanto los hombres, el que no es policía (corrupto como todos los policías) es cliente del prostíbulo disfrazado de teatro. Sin clientes no hay trata.
Caídas las caretas, Ewa se prostituye para Bruno mientras junta dinero para rescatar a la hermana que sigue detenida. La belleza de Ewa, que no es efecto ni postproducción, simplemente la belleza de Marion Colette, dispara las subtramas y los conflictos. Bruno se enamora de ella, el antagónico primo del cafisho también, y por supuesto los clientes. Marion junta los billetes mientras duerme con un ojo abierto y otro cerrado. Esta película de Gray no es una película feminista, no es una película de inmigración, ni tampoco es una película que venga a cuestionar los consumos culturales del pasado no tan pasado. Gray cuenta algo que podría ser un romance sin príncipes azules, ni princesas que tienen que llegar antes de las doce. La humanidad que tienen sus personajes, con todo lo lindo y lo despreciable, lo vuelve incuestionable, irrefutable, verdadero, trágico y hermoso. ¿Puede una película romántica contar la historia de una mujer que ni tuvo tiempo de darse cuenta que el amor de su vida duró unas cinco escenas y muere así nomás? Sí, eso es La inmigrante: un romance sin roce, con tan sólo un beso prófugo, pero que en contexto de la experiencia de una mujer ciudadana de segunda en tiempo de machos, es lo único a lo que podía aspirar.
Tanto las actuaciones de Cotillard como la de Phoenix son perfectas. No hay escenas memorables, no hay diálogos que vayan a quedar en la historia del cine, y todo eso funciona perfecto, porque sus personajes no son grandiosos, no se destacan por alguna cualidad especial o por ser los primeros en conseguir un logro o lo que sea. Ambos protagónicos, sin recordarnos a papeles que hayan realizado antes, encarnan a personajes que funcionan a la par de la historia, sin comérsela o dejarla en segundo plano. Lo mejor de La inmigrante es el balance perfecto entre todos los elementos que propone. El todo es el contexto.
El final llega cuando tiene que llegar, a tiempo y con sentido. En una película mayormente de interiores, el escenario final brinda algunos planos de gran belleza, pese al entorno gris de la prisión y el mar circundante que encierra el desenlace con tensión. Ewa está por lograr la liberación de su hermana, Bruno la acompaña, aunque su futuro está acabado, y el espectador alberga alguna duda de si todo terminará color de rosa. Pero esa duda se disipa rápido: Ewa consigue la liberación de su hermana, y aunque la película cumpla con las expectativas del espectador, la cosa funciona. Sin embargo hay un detalle que da bronca, que podría haber sido el broche final y perfecto pero termina sin resultar. En el último diálogo entre Ewa y Bruno, él le admite que desde un principio la captó para lo que hoy llamaríamos red de trata. Esa información ya estaba resuelta en la cabeza del espectador a más tardar a mitad de película, porque inconscientemente fuimos trabajando su presencia en aquel inicio, donde Bruno no es policía, ni administrativo portuario ni nada parecido. Ewa no, Ewa se da cuenta recién ahí, generando un giro afectivo en ella que se traduce en enojo y golpes contra su cafisho. Si en aquel arranque hubiésemos visto a Bruno venir en el mismo barco, o a Ewa cruzándose con él afuera del puerto a la primera cuadra de salir, ella y el espectador podrían haberse creído la bondad (y ni así) con la que Bruno se acercó. Pero no, estaba todo cantado de entrada. Por eso da bronca que a la Ewa astuta, que resistió a un entorno semejante, la obliguen a despedirse con tanta ingenuidad.
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