Para el sentido común que suscita la publicidad, las capitales urbanas del mundo son reinos de la armonía. Pero si una lente focaliza sobre ellas, una nueva figura se integra a la imagen para – quien se anime – interpelar esa mirada. Gente tirada en la calle que, según el ojo, desentona o completa el cuadro. Desclasados, vagabundos, dormidos, desmayados ante el sol de los días y el neón de las noches.
Es así como a John Schlesinger una visión le dispara la idea para un guion. Mientras camina por New York se tropieza con un desmayado en la vereda, en quien nadie repara. Le llama la atención la dialéctica violenta entre cuerpo y ajenidad.
La película transcurriría precisamente allí, en una de las urbes más famosas. La convivencia incómoda entre mito y realidad, entre beneficiarios del gran capital y lumpenaje, entre sueños y reveses, constituyó la materia prima de Cowboy de medianoche (1969). El cowboy no es el de la épica, ni siquiera el del western crepuscular sino un fantoche. Un disfraz que en plenos sesenta del siglo veinte, porta un sureño ingenuo: Joe Buck, quien viaja a ese epicentro para probar suerte como gigoló. El proceso no podía ser otro que un derrotero. Y en un plano de los primeros minutos, Schlesinger reproduce lo que vivió: el disfrazado, perplejo, en su andar encuentra un tipo tirado al lado de la joyería Tiffany.
El disfraz no es visto como tal por el personaje que encarna un joven John Voight. Porque para Buck, el western no es un mito: necesita conferirle entidad real. Para él la épica no existió: existe, aquí y ahora. La realidad le pega un cachetazo tras otro, deviniendo Cowboy de medianoche en un deambular sin rumbo, con magros resultados. La película sentó un precedente en el cine, con un vagabundeo que no se traduce en el peso del tiempo a través del plano secuencia (Schlesinger no es Cassavetes). El montaje es el clásico convencional, así como los lineamientos son los del Actor’s Studio. La errancia combate la pretensión de viaje iniciático, ofreciendo un punto de crisis con la forma-género, por un lado. Por otro, la misma se preserva desde el tratamiento actoral y la continuidad habitual entre tomas, escenas y secuencias.
En cincuenta y cinco años de supervivencia del material, un aspecto se relegó en los sucesivos análisis: sus resonancias sonoras. Estas crean por breves momentos, contribuyendo a las instancias mentales del protagonista, una suerte de universo alucinado pop en el que puede caber una risotada, un ruido disonante, y múltiples posibilidades en un campo sonoro que se presenta abierto que está allí y requiere ser leído.
Es en este 2024 que Raúl Perrone – argento, nada que ver con el Norte – hace justicia y rescata aquella dimensión auditiva, invitándola a formar parte de momentos estratégicos de un material propio que la integra con más sonidos, a partir de un modo visual que parece recoger el guante de Cowboy de medianoche, pero en Ituzaingó. Donde en otros tiempos “cowboy” resonaba como “comboi”. En este sentido, el título COMBO15 resuena más que lo que significa. Mucho más si el sonido de disparos en off y pisadas con tacos, abren la película. Aunque a pesar de lo fuertemente significante del comienzo, el montaje sonoro no organiza la zona de confort llamada centro.
De aquí en más, la lente de Perrone más que mostrar, envuelve. Desde resignificar los límites del cuadro que resulta en un marco cóncavo producto del gran angular, el barrio se centraliza, se aglutina, envuelve. La perspectiva central es arrastrada a un límite que la pone en tensión. Así como pronunciados picados y contrapicados.
El disparador del relato es el anhelo por un sombrero – claro, de cowboy – exhibido en un escaparate. Objeto que una vez afanado va a constituir la imagen de una de las identidades de COMBO15. Otra, en paralelo, la de una patinadora que se calza sus rollers. De la cabeza a los pies. Los cuerpos y sus derivas.
El devenido combo1 toma agua del bebedero. Se lava la cabeza desde un tiempo ralentizado, como si buscara su temporalidad integrando resonancias que como ecos taladran el momento, a la vez que se presentan lejanos.
Vidrieras de comercios, con dos que se observan de lado a lado del vidrio. Caminatas sin rumbo que organizan lo envolvente. Un barroquismo conformado con los objetos distribuidos por el espacio que no valen en su función, sino en la pureza de su expresividad.
Pronto, nuestro héroe suburbano deviene cowboy. La noche lo acompaña, viste su andar. Va organizando su mundo para dominar la noche.
En ese momento, cristales del tiempo se cuelan. Un fundido da paso a un pasado fílmico – texturas en desuso, viejos registros analógicos de películas que ofrece en forma difusa, lejana, fragmentos de la épica que conquistaba el Oeste – hasta que un nuevo fundido nos devuelve al barrio que Perrone propone como escenario donde el western es revisitado. De ahí, el nexo con el mundo de Schlesinger, que como en Combo15 clausura toda épica. Las analogías entre ambas propuestas se apoyan no en la revisión de un material a partir de otro nuevo, sino en el vínculo entre mundos periféricos. Mundos inciertos, en el que las derivas cancelan cualquier norte, los espacios expulsan y el mundo parece hecho para otros. La salida parece ser por medio de los espacios mentales en la película que parecen apoderarse incluso de mi proceso de escritura sobre la misma en tanto integro por un momento a un lisiado que entra al bar de la estación de servicio desde el que escribo este texto. Las estaciones de servicio me remiten a los vagabundeos de las road movies, subgénero que aparece cuando la idea de un mundo promisorio fue abolida. Un jubilado advierte la situación del lisiado; le quiere pagar el café. El otro se niega, hasta que afloja. Los mundos se entrecruzan en sus vasos comunicantes como uno solo: el engañoso género que nunca existió En los hechos pero fundó y refundó mil veces el mito, y los rituales contemporáneos plasmados en la Argentina actual del Ituzaingó de Perrone y en el aquí y ahora de mi cuerpo, en La Boca. Relaciones que se advierten si la mirada se relaja y se piensa no más allá, desde el sistema de signos, sino desde el más acá de una visión. Fisiológica. Primaria. Hecha con la materia fundante del presente. Que nos llama a valorar la potente expresividad del plano detalle de un crucifijo que cuelga, se impone en cuadro y atraviesa dimensiones. Como dos manos de diferentes espacios que la cámara organiza en un mismo universo. Una de ellas sostiene un cigarrillo, la otra limpia un calzado con un paño. La noche de Ituzaingó recoge a ambas, y las une. La dimensión poética arma una estructura que visibiliza a los habitantes de la calle, que pueblan el cuadro. Como la voz entusiasta de uno que en la vereda tararea Camino al infierno de AC/DC, viajando a Inglaterra; siendo Bon Scott por un instante. Para Perrone, no es necesario viajar: Gran Bretaña puede ser Ituzaingó, aunque en este caso mas no sea en la mente del personaje.
Ampliando el mundo hasta el límite de las posibilidades de la lente, otro recurso expresivo que recurre es la profundidad de campo que sigue el recorrido de la chica de los rollers. Capítulo aparte, de pureza propia, en la imagen más representativa del personaje con la que inaugura y clausura su recorrido. Luego, un bellísimo primer plano mientras persigue a quienes le chorearon sus cosas tiene mucha más sustancia – potenciado con fondo de guitarra eléctrica y batería – que el objetivo de recuperar lo robado. Y cuando increpa al amigo que no la ayudó, nos encontramos con un cuerpo – el de Francisco Epifani – inhabilitado para cualquier resolución. Porque el tiempo de la causa-efecto ya pasó hace mucho, durante el apogeo de esa pretensión de pureza llamada western. Más adelante, durante la era moderna, el perdedor de Schlesinger, precisa creer que aquellos tiempos perimidos están más vivos que nunca, pero lo único que halla son clichés que quedaron instalados socialmente. En la contemporaneidad del hoy, solo quedan la sustancia de los restos de la mentira. Las periferias se encuentran diseminadas por todo el mundo, pero lo que distingue al presente actual es que ya son inocultables. El tiempo vale más que nunca como peso propio, como el tiempo de hacer una torre con sobres de azúcar. O de sobrevivir, vagar, sobrevivir, vagar…
Sin embargo, como mínimo punto de apoyo, como si algo parecido a los sueños quisiera asomar, aparece el atisbo de un primer giro narrativo: el portador del sombrero le dice a su amigo: “Esta cagada en guita tu tía, amigo…”. Surge la idea de un afano. Los sueños son irse de vacaciones “a la playa…”.
A esta altura del relato, el continuum perceptivo de tres erráticos que ocasionalmente hacen algún favor sexual a cambio de unos sopes, que recorren noche y día el barrio, que duermen y se instalan donde y como pueden, que piensan a plazo inmediato, ya está organizado. Tanto, que la expresividad sonora de un texto en la voz de ella – Sol Zurita – resulta demoledor no solo por lo que dice, sino por el cómo: “Hay algo en mí que está mal. Hay algo podrido, roto, deshaciéndose. Debe ser por eso. Porque todos están unidos de cuerpo y alma en esta patria que me da asco. Y yo, no. Yo no tengo alma. Se la dí de comer a mi amigo para verlo sonreír y ser el sol que no tenemos, que baja y nos abriga en esta puta soledad que compartimos”. Por lo tanto, la solución no está en la guita – o sea en el relato, en que los personajes “resuelvan” sus vidas – sino en la poética de la película. Son los espectadores los invitados a salvarse, no los personajes.
Un mundo de la intemperie que incluye amenazas, mediciones entre fuerzas, la impostación de una forma de caminar, de actuar -. Cuerpos que se nutren de la incertidumbre por lo inesperado que se despliega por el camino, de la tensión de no saber manejar las situaciones, y por eso improvisan. Las narraciones tradicionales se encargaron de tapar estas zonas de imprevisibilidad y vacío que se encuentran en los mortales. Perrone pone en valor la potencia de esos cuerpos. No las acciones, sino su sistema perceptivo, sus mundos organizados desde frecuencias sonoras que habitan el afuera, el adentro y en zonas indiscernibles. En el cine del Perro, la sustancia de los pibes se impone sobre el contenido. Si el sonido del tren es una estridencia, eso da cuenta de la naturalización de lo que ensordece. Finalmente cada transeúnte del barrio, del mundo, ya no comprende al mundo, y pasa a la necesidad de crear uno propio.
La clase media alta está representada en los consumidores de prostitución. Tan anónimos como los conbo15, pero más grises y desubjetivados. Vacíos como el que más. Las pertenencias materiales redimensionan sus estados de miserabilidad. La errancia es de todos. El anhelo de otro mundo, quizá también.
Aunque, muy cerca pueda estar acechando la situación más traumática. Aquella que puede llevar al portador del flamante sombrero – Jonathan Rodríguez – a dimensionar toda su vida como una película, como un montaje de imágenes. Y con el peso de la culpa, que como tal es religiosa. De ahí aquella cruz, de ahí la imagen de María Falconetti como Juana de Arco.
Cada mundo tiene un espacio en la línea de tiempo del cine. Se organizan desde las cámaras, las escrituras y reescrituras. Como la mía, que observa que es noche cerrada, que la estación de servicio ya cierra y quedé huérfano de las compañías esporádicas de esos cuerpos que, como yo, aceptan tomar este café de cuarta.
COMBO15 (Argentina, 2024). Guion y dirección: Raúl Perrone. Fotografía: Raúl Perrone, Pablo Ratto, Emma Echevarría. Edición: Raúl Perrone. Elenco: Jonathan Rodríguez, Sol Zurita, Francisco Epifani, Daniela Cometto. Duración: 82 minutos.
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