No tenía más diez años cuando, sentado frente al televisor en blanco y negro, oí a mi padre decirle disimuladamente a mi madre: “Hernán mira mil veces las películas de Jerry Lewis, todas las películas las mira mil veces, eso no es normal”. Mi madre entonces le contestó: “Por favor, le gusta el cine como a mí, yo soy igual”.

A principios de los noventas iba caminando por la calle Rivadavia en Flores y ahí estaba, colgada en el kiosco, la revista El Amante con Jerry Lewis y Dean Martin en la tapa. Entonces pensé que éramos muchos los que teníamos problemas. Ahí comenzó un romance con la revista, con idas y vueltas. Esos largos textos me impulsaban a abstraerme en ellos, con reflexiones que más de una vez escapaban a mi comprensión, pero que, tenía la seguridad, ampliaban mi perspectiva y alimentaban una curiosidad voraz.

No la compraba siempre porque acumulaba demasiado para ver y en esos tiempos no era fácil conseguir muchas de las películas que se analizaban o mencionaban, y al final me terminaba perturbando. A lo largo de los años El Amante y otras publicaciones fueron parte de mi aprendizaje sobre el cine, poco a poco me convertía en un lector compulsivo.

En el 2003 tuve la certeza de que me quería acercar más profundamente al cine, me sentía feliz siendo un espectador y me anoté en la escuela de crítica de El Amante, dónde si no.

Ahí me topé con la cinefilia más radical de frente, con la que iba al cine varias veces por semana (más allá del VHS o el DVD que comenzaba a aparecer), que conocía datos insospechados, que discutía cuestiones absurdas que para mí trascendían cualquier sentido.

Nunca vi tantos adoradores de Carpenter, todos juntos en una misma habitación. Nos conté: éramos 24.

Un mundo aparte en el que yo encajaba perfectamente, con personajes de las especies más variadas, de veinte años o de sesenta, hombres y mujeres, todos aglutinados frente a un televisor de 29 pulgadas durante tres horas para ver una película y luego discutirla, pensarla y convertirla en una ceremonia colectiva. Entre veinte y treinta personas en muchas de las clases en aquellos años. La escuela fue un lugar donde fermentaba la exaltación por el cine en todas sus expresiones y de cualquier parte del mundo, por la distribución o el rol de los medios especializados, cine clase B o los sistemas de estudios, los inicios o el furioso presente; todo bajo la tutela de una pasión desmedida, casi una fiebre compartida, administrada y dictada por profesores brillantes, gente que sabía muy bien de lo que hablaba y que se batía a duelo con “fenómenos” cinéfilos que vivían prácticamente dentro del recuadro de algún plano de los millones que habían vistos y que aún les quedaban por ver.

Un lugar precioso, único e irrepetible.

Un año después, cuando estaba por comenzar ansioso el segundo año de la escuela, Gustavo Noriega y Mariela Sexer le compraron su parte de la revista a Quintín y a Flavia de la Fuente y así, como de la nada, Mariela me invitó a incorporarme a la redacción que comenzaba a funcionar en el mismo edificio de la escuela. No era demasiado glamorosa la función que me ofreció: trámites, cobranzas y todo tipo de asistencias ya sea para la revista o la escuela. Pero eso sí, aumentaban mis horas en ese caldo encantador. Los primeros meses fueron chatos, pero de a poco comencé a entrar en confianza con la gente y a darme cuenta de que también era una parte importante del engranaje mensual de la revista, aunque fuera en la parte logística más que en el contenido, y entonces me adueñé de mi lugar, lo defendí y me esforcé por esa causa día a día. Todo por el cine y el papel, saber que esa publicación nos iba a trascender colmaba de sentido la tarea diaria.

Comencé también a tener algunas funciones más, como recolectar todas las fotos que se publicaban, inclusive las que iban a tapa, tarea que me llenó de satisfacción mientras la realicé. Un día Javier Porta Fouz me pidió una pequeña nota y así fue como publiqué por primera vez, algo que nunca hubiese imaginado. Luego vino otra nota y algunas entrevistas que ampliaron mi aporte puntual al contenido. Era tanto el frenesí de aquellos años que con solo integrar el staff te venían ganas de competir por un lugar en el próximo número.

En las horas que pasaba en la redacción asistían redactores, gente de prensa, lectores acérrimos de la revista, directores, productores, actores, alumnos y todo tipo de transeúntes insólitos de los que podría escribir páginas y páginas. Un día hasta entró Lito Nebbia con sus anteojos negros y una especie de gamulán por las rodillas, y se declaró un fan total de la revista.

En definitiva, estuve siete años en la revista, 84 números y algo más de cinco mil páginas en la era de Porta Fouz, un tipo con una gran capacidad, entre otras cosas, para conducir un colectivo demente y completamente disfuncional que tenía como objetivo completar 64 carillas todos los meses e imponer una mirada, en la que era fundamental poder argumentar, porque muchas veces el mundo del cine o simplemente el potente correo de lectores iban a discutir o halagar esas doctrinas proyectadas como ardores huracanados.

Eran dogmas que se debatían abiertamente en el seno de aquel espacio con muchísimos intercambios que se resistían rigurosamente a la pereza intelectual. Treinta y pico de personas de variadas procedencias y muy diferentes entre sí.

No es fácil hacer una revista mensual en papel, más allá de los contenidos estaban los costos que siempre obligaban a pensar en expandirse para evitar el desvanecimiento de la publicación.

En la redacción pasé muchos de los momentos más felices de esos años. Mis compañeros su cruzaban en divertidísimas e instructivas discusiones sin fin, mientras yo aprendía en el disenso y desarrollaba un cariño enorme por casi todos ellos, que hoy ocupan lugares en diferentes medios, festivales, etc. A la distancia revalido el afecto por la gente que componía este combinado excéntrico al que muchos críticos, directores o productores llamaban “la secta de El Amante”, apelativo que curiosamente me daba orgullo, y aun hoy ratifico en mi paso por allí durante aquel período.

No había medias tintas, se iba al hueso de las cuestiones y, por supuesto, eso podía viciar de excesos ciertas miradas, pero también hacía irreductible el análisis profundo de lo que se decía.

Otra peculiaridad de la revista era que todos los que componíamos el staff estábamos al tanto de los contenidos que se discutían, todos opinábamos y cuestionábamos, la mayoría veníamos de la escuela y teníamos la preparación necesaria. Veíamos cine casi todos los días de la semana, a veces juntos otras separados, en diferentes formatos que se traficaban en la redacción como punto neurálgico del encuentro. Todos seguíamos la agenda mensual rigurosamente.

Había una atmósfera fructífera que se alimentaba del choque de generaciones; en esos años entramos muchos de los nacidos y criados en los ochentas y noventas, que visiblemente turbábamos a la vieja guardia que defendía con uñas y dientes sus postulados. Conflicto tierno y amoroso que al fin se resolvía o no en las páginas de la mejor revista de crítica de cine de nuestro país.

Pero nada dura para siempre y un día llegó La Grieta y barrió con todo, el resto es historia digital, de la cual no quise participar y de la que no puedo opinar. El abandono del papel unilateralmente también determinó el final de la época.

No me trastornan esos hechos, la división en pos de una creencia es parte de la vida, es así y está bien que así sea. No le tengo miedo al conflicto, celebro la confrontación y me hace fuerte sostener una posición con palabras y acompañarlas con acciones concretas.

El Amante cerró y eso no me causa felicidad. Más allá de los profundos disensos de ese final, creo que seguirá viviendo en mí como una de las épocas más fructíferas y divertidas de mi vida.

Hacerse la crítica, en definitiva, es una célula viva de aquella época, de lo que generó aquella revista. Por mal que a muchos les pese, somos nacidos y formados allí y aquel enojo al final impulsó nuestra idea hasta este presente. Justamente eso aprendí en El Amante: a pensar y a sostener una posición.

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