Bill 79 no es una biopic -no al menos en el sentido que tradicionalmente se le asigna al término-, aunque se refiera a un personaje de existencia real,  y aunque los títulos del inicio lo refuercen con el subrayado del “basado en hechos reales”. Su relato se concentra en lo que podría considerarse una “desviación” de un hecho -la visita de Bill Evans a la Argentina en 1979-, a su actuación en San Nicolás. El hecho, incluso, se encuentra tan circunscripto que no solo la narración abarca los días que implica el concierto -incluyendo cuando parten desde Buenos Aires-, sino que apenas hay una mención entre la manager Susan y Evans respecto del recital en la Capital la noche anterior. Puede pensarse, así, que la contextualización del hecho está reducida a su mínima expresión: un par de placas en el comienzo sitúan la llegada de Evans a la Argentina a pocos meses del suicidio de su mujer y de su hermano, y pocos antes también de su fallecimiento. El viaje a la Argentina se convierte en una especie de espacio intermedio, en el que Evans ha perdido las referencias que lo marcaron y desde el cual parece vislumbrar en el horizonte su propio final (como sugiere la escena que reconstruye el encuentro con su hermano George que termina en el suicidio).

Esas placas del inicio, de apariencia puramente informativa, sin embargo, adelantan el tono que va a adquirir el relato. En los primeros minutos de la película, especialmente en el viaje a San Nicolás, Evans permanece mayormente en silencio, distante no solo del chofer/productor, sino también de su manager y sus músicos. Una serie de planos de su rostro parecen estar señalando más que una opacidad, una imposibilidad para penetrar en la mente del personaje. Es  una pura superficie que mantiene en su interior algo a lo que no se puede tener acceso. Como si la llegada a San Nicolás hubiera activado algún resorte desconocido en su interior, ese espacio se abre. Evans abre su mente a la presencia de sus fantasmas -aún cuando éstos son convocados por su adicción a la heroína, en la que la película parece detenerse un tanto más de lo necesario-, lo que a la vez, le permite a la narración salirse de ese tiempo de pueblo, ir hacia el pasado con Kiki y George, y experimentar un giro que la corre del realismo en que se movía hacia una construcción fantasiosa del reencuentro con sus muertos.

Pero esa carga -que no llega a ser ni dramática ni tortuosa, sino que se mueve en las coordenadas más cercanas a la tristeza y al intento de explicarse qué ocurrió-, sin embargo, confronta de manera directa con los hechos que se narran. Si la canción de Moris que suena en el Torino funciona como referencia clave para aludir a ese presente del músico (“De nada sirve/escaparse de uno mismo”), los momentos en los que recurre a la droga funcionan como esa escapatoria de la realidad que no le sirve, a fin de cuentas, a Evans. Casi como una inversión de Las puertitas del Señor López (Alberto Fischerman, 1988), las del señor Evans no llevan a una fantasía placentera y relajada, sino a una inmersión más profunda en sus conflictos, ya sea del otro lado de la puerta de un baño o de un camarín.

En esa realidad de la que Evans se evade, la historia se muestra ligada a lo absurdo. Éste tiene su punto de partida en el desfasaje entre el músico que viene del Primer Mundo y el pueblo de un país del Tercer Mundo, cuando aún no despuntaba ni por asomo la globalización que sobrevendría apenas dos décadas más tarde. Ese desfasaje aparece ya en la primera escena, en la que Evans mira televisión en el cuarto de hotel en Buenos Aires: entre esas escenas y las siguientes se plantea un abismo insalvable entre el color casi chirriante de la vestimenta de Evans y de Susan, y un país que todavía parece vivir en blanco y negro -como en esa televisión a la que Evans dice acostumbrarse rápidamente, pero también en la palidez de los colores con los que se viste la gente de San Nicolás, desde la abuela de Diego hasta el presentador del concurso-. La siguiente escena lleva ese desfasaje más allá, cuando la camioneta que se ha pedido es reemplazada por un Torino. La escena recuerda a la de la llegada del escritor a la Argentina en El ciudadano ilustre (Cohn/Duprat, 2016), pero si allí servía para la mirada despreciativa y europeizada sobre el país, aquí deviene resignación y hasta incredulidad (que se repetirá en Susan tanto con el hotel de San Nicolás, como en el hecho de compartir el concierto con un concurso de belleza).

A partir de ese momento, los hechos se desarrollan como una cadena de absurdos, cuyo único final -como el de la película- es el momento en que Evans y su trío finalmente comienzan a tocar en el teatro. Una cadena que se inicia cuando el manager local los lleva a comer un asado en un parador de la ruta y que se multiplica en San Nicolás entre “el mejor hotel” del pueblo, la propaladora que pasa por al lado de Evans, el taladro neumático en la calle que lo despierta al día siguiente y un piano desafinado que nadie suele tocar. Pero hay dos momentos puntuales en que ese absurdo cobra dimensiones inesperadas. El primero es cuando Diego, pianista local y admirador de Evans, lo invita a su casa la noche previa al recital. Allí Evans se verá no solamente bebiendo casi todo el whisky importado guardado en la casa, sino comiendo empanadas mientras mira con Diego y su abuela -provista de una peluca igualmente absurda- la pelea de Galíndez frente a Rossman. El segundo es el recital propiamente dicho, compartiendo espacio y público con el concurso de Miss Invierno y con su camarín invadido de improviso por dos concursantes -a las que Evans termina asesorando en su maquillaje, dándole color a ese pueblo que parece marchito-. Sin embargo, la narración antes que reforzar ese costado de la historia, prefiere tomar distancia, y en lugar de sumarse a la incredulidad frente a lo que ocurre -lo que implicaría asumir una mirada en primera persona que está ausente-, naturaliza los hechos y la adaptación a ese entorno. El resultado es que el tono de la película se vuelve lacónico, desapasionado. Como si en lugar de contagiarse de la vitalidad que presupone el choque que provoca el desfasaje, fuera tributaria de esa abulia de pueblo que ni siquiera la llegada de un famoso pianista de jazz puede alterar.

Bill 79 (Argentina, 2023). Guion y dirección: Mariano Galperín. Fotografía: Alejandro Giuliani. Elenco: Diego Gentile, Marina Bellati, Walter Jakob, Julia Martínez Rubio. Duración: 79 minutos.

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