* En el primer estadio de Al centro de la tierra hay un hombre en Cachi que observa los cielos, que busca luces, la irrupción de lo extraño que capta con su cámara de video. Cada tanto esos objetos aparecen y realimentan la búsqueda, la obsesión. En un punto, Antonio Zuleta es un ufólogo, uno de esos hombres que buscan señales de seres de otros mundos, que rastrean el cielo en busca de objetos no identificados. Pero en otro punto, tal vez más importante, Zuleta es la representación del cineasta puesto dentro de una película. Porque se vale no solo de la filmación de esos supuestos ovnis, sino que va en busca de los testimonios. Filma a esa gente del valle y de las montañas que aseguran haber visto, como él, esas luces sobre las cimas de los cerros. Arrastra a su hijo pequeño en la filmación, le enseña a manejar la cámara, a hacer paneos de las montañas (y el hijo, como buen aprendiz desobediente, filma a su padre, como si intuyera la necesidad de testimoniar su existencia). La visita a Fabio Zerpa no es solamente la del hombre que quiere saber si esas filmaciones acumuladas a lo largo de los años tienen valor de documento. Es también la del cineasta que busca la aprobación de alguien más experimentado y reconocido sobre su trabajo. Los ovnis son solo un señuelo para hablar de la materia de la que se compone el cine: ese lugar en el que convergen la curiosidad, la obsesión y la mirada personal.

* El segundo estadio de la película de Rosenfeld atenúa un tanto el criterio documental que tenía la primera parte. Es ese viaje que Zuleta emprende con sus dos hijos a Buenos Aires, para tratar de saber si lo que ha recopilado tiene algún sentido. En el viaje, los vemos filmando o tomando fotos a través de las ventanillas (la ciudad es en ese momento, un objeto no identificado desde su perspectiva). Los días que transcurren en la ciudad invierten la carga previa. La cámara los transforma a ellos, a los Zuleta, en objetos que no entran en la lógica de ese lugar. Y si la primera parte dependía casi en exclusividad de la mirada de Zuleta sobre los objetos, ahora, en esa transición es convertido en objeto de la mirada de otro. De una cámara que sin abandonar del todo el territorio del documental, deja entrever los trazos de una construcción que excede al género.

* El tercer estadio es el más extraño, construido a partir de un giro inesperado. “Hay que dejar de mirar los cielos y buscar en la tierra” le dice El Gordo, su amigo. Hay que buscar la puerta de entrada de esas luces que se esfuman en algún punto de contacto con la superficie de la tierra. Ese giro implica dos cambios que son fundamentales. El primero es que Zuleta abandona definitivamente la cámara, como si comprendiera que allí donde van no hay nada que registrar (no es casual tampoco que se abandone el territorio de la noche y los cerros, para entrar en el día y el desierto), asumiendo por otro lado, y de manera definitiva, su condición de objeto para la película. El segundo cambio es más curioso, en tanto se abandona lo documental para entrar en un territorio de ficción. Casi se diría que de ciencia-ficción. Pero con la particularidad de que si ese concepto está ligado en el imaginario al espacio exterior, aquí se asienta sobre el suelo, sobre la tierra. Ese espacio que en principio solo es un desierto, se transforma en otro que recuerda escenografías de expediciones cinematográficas a otros planetas. Esa construcción de un territorio inexplorado transforma a la película en otra cosa. Una mirada que convierte a los sujetos –Zuleta, El Gordo- en pequeños objetos en un cuadro enorme construido sobre planos de gran amplitud (¿acaso no se pueden pensar esas escenas en función del cine americano clase B de la década del 50? ¿ese tránsito a la pequeñez no recuerda el angustiante paso a otro mundo que sufría el protagonista de El increíble hombre menguante de Jack Arnold?). Una disputa entre la intuición analógica de Zuleta y la tecnología que aporta su compañero, resuelta en algún momento a favor de aquel. O lo que es lo mismo, la eterna tensión entre la fe, la creencia y la necesidad científica de obtener pruebas palpables, concretas de la existencia de algo.

* Hay algo herzoguiano en Al centro de la tierra, y que no se limita a la evidencia de que un personaje como Zuleta siente la necesidad y la curiosidad de ir siempre más allá. El extrañamiento que provocan ciertos paisajes, reconvertidos en ese territorio de ciencia-ficción, recuerdan tanto a The Wild Blue Yonder como a Encounters at the End of the World. Pero también los planos que juegan entre la pequeñez humana y la extensión de lo natural, se relacionan con la búsqueda del director alemán. Lo que logra Rosenfeld, en todo caso, es integrar esas referencias en un relato personal marcado por un equilibrio rarísimo: el que lleva del documental a la ficción con naturalidad, sin forzamientos innecesarios. Al centro de la tierra es, desde ese lugar, una película que no teme a generar desconcierto. Porque de esa forma obliga a entender su estructura, su devenir, su juego interno. Al fin, lo que distancia de hablar sobre una película y hablar sobre cine.

Al centro de la tierra (Argentina, 2017), de Daniel Rosenfeld, c/Antonio Zuleta, José Cache, Reina Cache, Fabio Zerpa, 84′.

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