Por Marcos Vieytes
Escribo este último parte ya de nuevo en Capital después de dormir cinco horas en el micro que me trajo de regreso y algunas más en mi casa, levantarme, tomar mate y pagar impuestos, mientras hago la cola para ver Diana (el cine no para) en una sala de Belgrano que tuvo la excelente idea de cobrar $20.- la entrada de cine los días viernes, incluyendo proyecciones en 3D. Me despedí de Mar del Plata viendo un par de películas y cenando un matambre a la pizza mientras el recién llegado compañero Gómez me avisaba que poco después de levantarme de la proyección de El eterno retorno de Antonis Paraskevas se escuchó «Me olvidé de vivir» por Julio Iglesias, hecho que justifica per se la existencia de una película, al margen de que termine siendo una obra maestra como El topo, o sólo una película que tuvo el tino de incluir «Me olvidé de vivir» por Julio Iglesias en su banda sonora). Real es la película menos interesante de Kiyoshi Kurosawa, lo que implica aclarar que sólo me faltan ver 4 o 5, que tiene una primera media hora excelente en la que, además de atender a la exposición dosificada del argumento que oscila entre la ciencia ficción y el terror con los ribetes metafísicos imaginables, pueden rastrearse detalles formales afines al resto de sus películas, referencias exquisitas (Yo caminé con un zombi), y una declaración acerca de la poca importancia de los símbolos explícitos que parece una advertencia contra lo que va a venir, que es una serie tan interminable de vueltas de tuerca que la sala estalló en aplausos ante la constatación del final definitivo (en el camino, los personajes tienen que vérselas incluso con un dinosaurio marino), por más que el tono de la ficción no fuera el abiertamente autoparódico de Loft.
No me quedé a ver si había alguna imagen más después de los créditos para no perderme la función de la nueva película con el showman Zizek, en la que se nos avisó que convenía quedarse hasta el fin final porque esta sí venía con yapa. The Pervert’s Guide to Ideology es adictiva, como el propio Žižek y su pronunciación (compitiendo cabeza a cabeza con la de Herzog por el premio a la mejor dicción de terror en inglés). Extremadamente placentero cine de divulgación por el que desfilan fragmentos de películas famosas y no tanto al servicio de la ilustración del concepto de ideología como aparato de goce inherente al ser contra el que cada uno puede luchar más o menos válidamente siempre y cuando sepa que está solo en la cosa, que no hay metafísica –religiosa o secular- que lo contenga, que la histeria es una estrategia, y que no sólo no hay victoria posible, sino que la tentación de superioridad moral por creérsela durante la lucha es quizás la más evidente prueba de fracaso.
Creo que la mayoría de los que estábamos ahí no lo hemos leído mucho –si acaso hemos leído algo- así que lo más probable es que lo hayamos entendido mal y pronto, o directamente no hayamos entendido nada, pero fue notorio que, al margen de una decena de efectismos cómicos paradojales esperados y festejados, imperó un silencio no servil que atribuyo en parte a la necesidad de atender al discurso y decodificarlo, a la perplejidad y también al malestar. Žižek usa el cine como Sócrates debió usar la palabra y el cuerpo en la plaza pública, y fue interesante constatar en una sala llena, no frente al televisor, que lo que transmite, pese a no tener la complejidad del texto escrito, sigue siendo violento como debe serlo todo discurso que se presente como agente reflexivo de cambio. La selección de fragmentos de películas comenzó con They Live, esa “obra maestra de la izquierda estadounidense”; incluyó, entre otras, a La novicia rebelde, Taxi Driver, La última tentación de Cristo (“el cristianismo es más radicalmente ateo que el ateísmo convencional”), Breve encuentro, La batalla de Berlín (con Stalin en persona), Seconds (asombrosa fábula dirigida por John Frankenheimer); y terminó con Titanic.

La tentación de mirar Diana con los lentes de contacto de Žižek es muy grande, pero sería desoír groseramente su afirmación acerca de la ausencia de un Gran Otro, se llame Alá o Slavoj, así que me las arreglaré con mi self, que no es el de un hombre hecho y derecho a su imagen y semejanza, pero tampoco el de un hombre desecho, aunque tal vez sí contrahecho. El folletín medido, correcto, educado de Hirschbiegel no puede molestar a nadie si tenemos en cuenta que se basa en un libro cuyo título es «El último amor de Diana», y que la casi totalidad de su público van a ser teleespectadores de Mirtha Legrand y votantes del PRO, dos entelequias no precisamente progresistas, pero al menos identificables con bastante claridad. Si hasta puede rastrearse un momento en que el personaje se descubre sujeto político en medio de una parábola sentimental que se propone contar únicamente el romance de esa mujer con un cirujano paquistaní que no prosperó debido a la desaprobación de la suegra (personaje que “no olvida ni perdona” la responsabilidad colonial británica en el asesinato de sus compatriotas).

Al margen de mostrar la simpatía de Diana hacia el laborismo y algo de la dimensión política de las tareas de recaudación de fondos para ONG’s, a la película sólo le importa la historia de amor imposible -o la imposibilidad del amor ordinario- de este pájaro encerrado en jaula de oro, cosa que hace sin la más mínima gracia –o química- ni originalidad, pero con tanto decoro demodé que me cae ligeramente simpática (salvo cuando se trata de mostrar los cuerpos mutilados de los nenes africanos, no así el de Diana, cuyo accidente es elidido). Por supuesto que no hay sexo, y cuando suena «Ne me quitte pas» ponen al protagonista masculino a dar saltos ridículos para sacarse el cangrejo que Diana le metió debajo de la camisa. El retrato de Hirschbiegel, que pasó de la caída de Hitler a la de Lady D sin despeinarse, es la nada misma, pero no amerita indignación alguna. Quizás lo más interesante de este cuento de hadas sin final feliz -especie de Bridget Jones en Kensington Palace- sea que en más de una ocasión la princesa hace de príncipe, la bella durmiente es el tipo y todos nos tragamos el sapo (pero que nadie eructe en público, por favor).
 
Diana (Reino Unido / Francia / Suecia / Bélgica, 2013), de Oliver Hirschbiegel, c/ Naomi Watts, Naveen Andrews, Douglas Hodge, 113′.

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