Para ser directos: no creo haber encontrado ninguna sorpresa ni ninguna maravilla en el recientemente finalizado 18º BAFICI. No me permito suponer que esto refleje la realidad de un festival que se organiza ex profeso para que no pueda ser abarcado, decisión por lo menos extraña y que se saluda con algarabía en cada nueva edición. En lo personal, me preparé poco y mal para el festival, seguí recomendaciones “secretas” (pecado), de esas que se publican por decenas antes de que arranque la cosa, me organicé como pude, no me metí en ninguna función sin haber leído de antemano la sinopsis (pecado de pecados). El resultado me dejó un poco con sabor a nada: ningún deslumbramiento pero tampoco ningún arranque de ira, alguna sonrisa, bastante de corrección de esa que es tan correcta que ni siquiera llega a aburrirte. Películas, en fin, no tanto cine.
Fue, sin embargo, también una experiencia, de esas que conocemos y esperamos: meterse en una sala de cine, salir y meterse a otra. Una y otra vez deambular por pasillos y escaleras repetidas como si fuera natural encontrar qué ver en una sala. No es cierto que (tecnología mediante) el festival perdió esa vieja urgencia de correr para ir a ver esas películas que no se podrán ver en otro lado; es evidente que algunos de los grandes títulos que se programan estarán disponibles (si no lo están ya) para quien sepa darse maña, pero no es menos cierto que todavía sigo esperando encontrar la forma de ver algunas películas que no llegué a ver en ediciones pasadas y que siguen sin aparecer en la estratosfera ni probablemente lo hagan ya; así como también es evidente que ese documental sobre la industria del sake que tan apetitoso me resultaba, aun si llegara a encontrar cómo acceder a él, no creo que lo llegue a ver nunca fuera de ese contexto de espectador exaltado que es un festival.
Sí es cierto que un festival de cine es una mentira: las películas que ahí agotan entradas función tras función no llenan ni diez butacas en el momento de su estreno. El espectador de festival no es el espectador real. La programación sobresaturada no es, tampoco, una realidad del cine. El festival mismo existe como institución ilusoria, para tratar de emparchar las fallas de la verdadera realidad del cine: las salas que abren 365 días al año, y que cada vez (desde siempre) exhiben menos variedad de películas.
Todo eso no quita una realidad básica de un festival: el centro son las películas, las películas son nuestras, pero lo que verdaderamente importa es que las personas trasladen toda su humanidad hasta determinada sala de cine, saquen una entrada y se dispongan a sentarse en una butaca y ver una película en un medio que parece cada vez más arcaico y romántico: la sala. Parece una obviedad, tal vez alguna vez lo fue, pero hoy en día es casi un acto de resistencia: trasladarse sobre el mundo sólido, soportar viajes y colas, organizar tiempos según esquemas rígidos, todo para ver una película. En un mundo líquido en el que cada vez más el cine se vuelve un instrumento de placer virtual consumido a demanda y sin resistencia, en un producto de delivery pastoso (sin importar si su producción implicó infinitos millones y catervas de superhéroes o el trabajo obstinado de algún independiente radical), asistir a un festival se vuelve un acto que se carga de otros sentidos. Los usos partidarios, los escraches y las programaciones podrán discutirse, pero hay una cuestión que cabe recordar: asistir a un festival sigue siendo un acto social. Ir a un festival es reunirse, ver películas juntos, encontrarse, actuar y formar parte de un espacio público, de esos que el consumo posmoderno vuelve cada vez más escasos.
Salí algo decepcionado del 18º BAFICI, pero esa sensación de decepción era algo que casi había olvidado: en mi casa, cuando quiero, elijo lo que deseo ver, en ocasiones lo que tengo que ver. Sé lo que busco y eso es lo que encuentro. Cuando me cruzo con algo que no me interesa, simplemente lo hago desaparecer. El consumo tecnologizado se adapta peligrosamente a mi volición. No me permite, por tanto, la verdadera sorpresa. Pero tampoco me permite la verdadera decepción. Habrá un tiempo no muy lejano en el que tendremos que explicarles a los niños qué era el aburrimiento y qué era la decepción; se habrá perdido mucho.
Mientras, sigue siendo importante para mí ir al festival, incluso si no encuentro todo lo que hubiera deseado encontrar.
Por supuesto que había números fijos y no los pude aprovechar todos: me gustó mucho la nueva de Guerin, La calle de la amargura es una nueva excavación en el mundo infinitamente amargo de Ripstein, la última de Sokurov (previsiblemente) me aburrió un poco pero al final me terminó gustando. Todos grandes nombres que uno agradece poder ver en una sala, pero que no hacen al centro de un festival cuya competencia internacional, por ejemplo, solo acepta primeras, segundas y hasta terceras películas. Ni Ripstein ni Sokurov ni Guerin hubieran calificado. Ni que hablar del (esperemos) eterno Marco Bellocchio, iconoclasta e inconformista, que sigue reinventando constantemente su cine y ahora se mete con historias de época y fuerzas sobrenaturales. Una maravilla. Así como fue una maravilla (previsiblemente) escucharlo hablar a Peter Bogdanovich, que a su nutrida agenda de amigos míticos y a su memoria prodigiosa le suma un histrionismo vocal que imita acentos, timbres y hasta timing de conversaciones increíbles.
Sí me tocó, por primera vez en mi historia, ver la película que resultaría ganadora de la competencia internacional: la argentina La larga noche de Francisco Sanctis. Hubiera preferido no haberla visto. Dicen los que realmente saben que las películas que resultan ganadoras de un festival no son un verdadero parámetro para evaluarlo, pero también es evidente que la película que finalmente resulta ganadora fue seleccionada para formar parte de la competencia y que los jurados fueron convocados por el mismo festival. El resultado no será directo pero tampoco es inocente. En un principio, lo confieso, me molestó menos la película en sí que el consenso perdonavidas que se fue generando alrededor de ella: que podría haber sido peor, que cuando leí la sinopsis esperaba algo espantoso, que el actor está muy bien, que tiene algunas escenas interesantes. Después se supo que iba a participar en Cannes. Después se supo que había ganado el premio. Lo verdaderamente ofensivo de La larga noche de Francisco Sanctis es que no puede ofender a nadie: políticamente correcta, estéticamente prolija (no con esa prolijidad de técnico competente, sino con una puesta en escena estudiada y trabajada), La larga noche… es cine contenidista y moralizador como hacía tiempo que no veía, un cine ochentoso/post-dictadura aggiornado a criterios posmodernos, que ni siquiera se juega por los trazos gruesos, sino que trama una filigrana de supuestos espacios vacíos, juego lineal que hace creer que involucra al espectador cuando en realidad le está trazando una bajada de línea de manual de ética, maquillado por la distancia estética. Ahora empieza su circuito por festivales.
También vi (dos de dos) la película que recibiría el premio a mejor director: In the last days of the city, una película melancólica, lánguida, un tanto repetitiva, que sospecho que no podría ver de vuelta pero que en su momento disfruté. Tienden a aburrirme las películas protagonizadas por directores de cine, pero El Cairo parece interesante.
Los mayores placeres, los rincones donde encontré más cine en el 18º BAFICI fueron pequeños: envases poco brillantes, algo inesperados. Un día perfecto para volar es puro encanto: un nene, su padre, algunas montañas de no sé qué región de España y un barrilete. Eso alcanza y sobra para hacer una gran película. Las otras dos sorpresas fueron documentales pequeños de nombres reconocidos: El viento sabe que vuelvo a casa, de Torres Leiva, y Les bois dont les rêves son faits, de Claire Simon. Dos documentales meandrosos, poblados de pequeñas historias/testimonios de personas que cuentan sus vidas, dos películas que siguen una lógica espacial más que narrativa: la exploración del bois de Vincennes, el bosque/plaza de París, en la de Simon; una isla del sur del Chile con la excusa de un casting en la de Torres Leiva. La sabiduría y los detalles que esconden estos documentales justifican todavía el cine.
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«La larga noche de Francisco Sanctis es cine contenidista y moralizador como hacía tiempo que no veía, un cine ochentoso/post-dictadura aggiornado a criterios posmodernos, que ni siquiera se juega por los trazos gruesos, sino que trama una filigrana de supuestos espacios vacíos, juego lineal que hace creer que involucra al espectador cuando en realidad le está trazando una bajada de línea de manual de ética, maquillado por la distancia estética.»
Adhiero y aplaudo
muy buenos actores, muy buenos técnicos, pero un guión lavado