Sokurov es el protagonista del viaje simultáneamente real, imaginario y estético que proponen los 40 minutos de Elegía de un viaje, aunque siempre lo veamos dándonos la espalda, ofreciéndole a la cámara nada más que una silueta y un perfil. Su voz se oye todo el tiempo, pero es una voz cadenciosa que no cansa, tristona como una de esas curiosas letras de tangos ambientados a orillas del Volga, pero no patética. Ríos y mares abundan en la película, así como esa forma sólida del agua y agresiva de la nostalgia que es la nieve. Hay un viaje en barco, varios en automóvil y alguno a lomo de nube casi cenital, a juzgar por la posición de una cámara que arranca su registro nocturno del paisaje urbano desde la cubierta de un barco, y luego se eleva por encima de la ciudad, “escenario montado para que la divinidad piense que todo está tranquilo aquí abajo”, según declara el narrador. Ese cabalgar de la película entre el sueño y la vigilia, entre la prosa y la introspección lírica de los textos, la luz natural y la del alumbrado público, el reflejo de un sol oculto refractándose en la nieve y la sombra de noches alucinadas por una luna intermitente, nos inducen a un estado de hipnotismo perpetuo. No es que las imágenes nos aletarguen, sino que nos sentimos fluir dentro de ellas, entregados a su ficticio encadenarse. “Me hundo en mis pensamientos”, dice Sokurov mirando las olas, y nos hundimos también nosotros en ese transcurrir de su monólogo interior hecho mirada.
Ya en el primer plano de la película y varias veces más durante los escasos 50 minutos que dura, la pantalla se vuelve superficie líquida por obra y gracia de un recurso parecido al del difuminado característico del cine clásico que anunciaba el pasaje de la vigilia al sueño u otro estado de la conciencia que no fuese el diurno. Dicha inmersión en una especie de onirismo acuático alcanza su clímax en la llegada al museo y la observación de las pinturas, paredes y muebles. Sokurov deliberadamente escoge cuadros figurativos y de ese modo potencia el efecto transformador del truco. Los claros contornos, los espesos colores y las concretas figuras cobran vida, se mueven, laten y deforman al compás de las sombras cambiantes arrojadas sobre ellos por la mano del observador, el tratamiento digital del plano, y los efectos sonoros realistas que añaden ruido de viento donde hay árboles, de agua donde hay lagos, de voces donde hay gente. Cada cuadro, pero también cada marco sin tela y cada abertura del edificio en penumbras, es una entrada potencial a otro universo. La mismísima pantalla de cine –y todavía más la de la computadora- parece un espejo ondulado, insinuante, que sólo requiere de nuestra entrega y acercamiento para engullirnos y arrojarnos al otro lado con una intensidad ritual parecida a la de la secuencia final de El príncipe de las tinieblas de Carpenter.
La pantalla como superficie táctil, temblorosa, es la verdadera causa de conmoción de lo que vemos. Sokurov derrite la frialdad inicial de la imagen electrónica hasta hacerla tan palpable, untuosa, palpitante y corruptible como la carne. El encuentro casual con un automovilista en una estación de servicio (lugar de paso si los hay) y la relativa comunión de la cámara -vale decir del cineasta, del cuerpo mismo del cineasta o de quien lo representa- y de nosotros con ese desconocido a través de ella, quizás sea la cifra secreta del encantamiento melancólico que la película provoca, y el significado mismo del carácter elegíaco del film. Si la elegía es una composición que le canta a lo muerto, obstinándose en recuperarlo o, al menos, posponer su olvido ¿significa el título de esta película que para Sokurov ha fracasado la posibilidad del viaje? Pero entonces ¿qué clase de travesía pretérita, irrecuperable y para nada turística es esta que propone, habida cuenta de que jamás se nos suministran datos irrefutables que nos permitan saber dónde estamos y, cuando eso sucede, motivos para que importe, ni vectores socio económicos precisos que habiliten algún tipo de lectura política inmediata?
Spiritual Voices es el título de una de sus obras fundamentales, y el adjetivo sirve para caracterizar la naturaleza del viaje propuesto aparentemente como irrealizable, aunque realizado por la propia película. Sólo que este trayecto en busca de la espiritualidad perdida descree de la religión como vía institucional para el encuentro con Dios –este es nombrado varias veces, pero el cristianismo de la película es tensado durante el episodio en el que se inquiere al monje ortodoxo sobre el sentido de la Pasión- y no tiene fe en salvación alguna que no sea la metafórica del arte. Entonces, lo que más se acerca a una experiencia religiosa –entendida como la posibilidad de reconciliarse con un poder superior definitivamente despersonalizado- es el contacto estrecho con la materialidad de la obra de arte, una comunión tal entre el espectador y ella que casi nos obliga a hablar de misticismo en el sentido más sensual y físico del término (¿cercano al espiritualismo de Berdiaev?), y que Sokurov expone en la parte final de la película, cuando hace dialogar a ésta con las pinturas, se exhibe permanentemente entre la cámara y los cuadros, los recorre con su mano como si acariciara la materia prima a la que un artesano diera forma, y finalmente los anima valiéndose de la iluminación y del montaje.
Religiosidad, museos, olvidadas pinturas figurativas de artistas con escaso renombre mediático hacen un combo que puede sonar a rancio, elitista y hasta retrógrado. ¿Como si asistiéramos al duelo de una viuda inconsolable por la pérdida de formas artísticas ya decretadas por nuestra cultura como anacrónicas? El mismo Sokurov parece abonar esa figura con parlamentos como el siguiente, pronunciados por su propia voz en off en Hubert Robert, una vida afortunada mientras recorre, de nuevo, los pasillos vacíos del Hermitage: “Sí, no hay duda de que mis preferencias artísticas también me acercan al Siglo XVIII. Cuadros, muebles, porcelana, libros, paisajes románticos, cielos infinitos, ruinas clásicas, el mármol de las esculturas, la grandiosidad de los museos, el triunfo del virtuosismo clásico.” En otro momento añadirá que “para el arte es imprescindible su relación con una cultura religiosa estable, que hasta es crucial ese cierto conservadurismo” y que toda la capacidad y el genio de Picasso, por ejemplo, no pueden igualar la relevancia de la obra de Turner. Sin embargo, su filmografía edificada en buena medida y desde hace varios años sobre un soporte técnico tan innovador como el del video, sólo superficialmente podría ser acusada de reaccionaria. En todo caso, hay en ella ese cierto conservadurismo que él mismo admite, pero entendido como ánimo restaurador de la minuciosidad artesanal concreta, del artificio cuyo sentido evidencia la condición del hombre en tanto creador y criatura, de las posibilidades fantásticas de la imagen, que lo vincula directamente con la esfera de la animación (tanto en sentido cinematográfico como religioso).
En la cinematografía de Sokurov, el museo no es un templo mortuorio donde se exhibe la antigüedad embalsamada, sino un espacio donde la imagen puede ser re-animada. Es una usina de recursos visuales, una caverna de sombras significativas: cámara oscura, linterna mágica, sala de cine. Así como sucedía con el Hermitage en El arca rusa y Hubert Robert, en Elegía de un viaje el Museo Boijmans van Beuningen de Rótterdam es filmado vacío pero poblado de sombras por las noches, y las pinturas son iluminadas parcial y gradualmente por un haz de luz que nos hace recordar al que se proyecta sobre una pantalla. Sólo que aquí la tela blanca es sustituida por otra tela, esta vez pintada, que vuelve a ser blanca porque Sokurov hace tabula rasa y nos induce a ver de nuevo lo que ya ha sido visto hasta el cansancio, renovando así el objeto mismo y nuestro propio punto de vista sobre ese objeto, a causa de lo cual se le otorga una nueva singularidad que no prescinde de su contenido pasado sino que lo resignifica. Con la cámara trabajando sobre la superficie plana de esos cuadros aparentemente dedicados a reproducir la realidad hasta el más mínimo detalle, y aplicando travellings, planos detalle, picados y contrapicados, Sokurov alumbra y rescata la naturaleza artificial explícita del arte cinematográfico o pictórico, y ataca la supuesta garantía realista que propone la masificación televisiva y doméstica del video tanto como la trascendencia explícita del fantástico digital que agota su posibilidad de asombro al seriar la maravilla.
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