Director ignoto consigue elenco súper reconocible y el respaldo de los Weinstein, junto a otras productoras más chicas y recientes, para realizar una comedia dramática con acentito indie, eso que antes definía el cine independiente y ahora nombra una superficialidad estética con pretendida densidad dramática. St. Vincent, como ya lo dice su título e insiste su afiche, es una película cuya religiosidad resulta más directa que alegórica y para nada ladina, aunque en principio lo parezca. Tal vez por eso lo mejor es su prólogo, sucesión de instantes que conforman una primera impresión del protagonista, Vincent (Bill Murray), un viejo que está más hinchado las pelotas que enojado, y que arranca con un chiste mal contado (deliberadamente, no lo señalo como error) para cerrar con un gag de comedia física solitaria bien filmada. Pero a un buen comienzo le corresponde un final en exceso condescendiente con el espectador y con sus personajes.
El planteamiento pesimista de la vida y del mundo (siempre moderno para los viejos de siempre), esta idea de que venimos solos de la nada y solos al cuerpo vamos -que es una forma más insoportable de ser nada- se diluye rápidamente con el ingreso de Oliver (Jaeden Lieberher), el niño partenaire de Vincent, y de Maggie (Melissa McCarthy), su madre, una mujer recientemente divorciada, ingenua, que apenas puede cuidar de su hijo por su demandante trabajo como enfermera. Maggie es un personaje antagónico de la «empleada» de Vincent, Daka (Naomi Watts), una crackwhore embarazada a la que nunca veremos crackearse ni prostituirse, porque el acento de la película estará puesto sobre su condición inocua (la personalidad de Maggie por momentos excede lo inocente) antes que su mitad sórdida, que queda condensada en la presentación.
El problema de la película es que Theodore Melfi (guionista, director y productor) explota todas las herramientas formales posibles para que ninguno de los clisés organizadores de las películas de superación espiritual quede afuera de ella. La música alegrona y sentimental, con guitarritas melosas y voces suaves; la escena del nene viajando solito en colectivo con el correspondiente extraño de pelo largo al que mira con recelo; la secuencia de montaje de Vincent con Oliver pasándola bien juntos y llenando esos espacios que antes los separaban; el crescendo musical montado sobre un leve zoom en contrapicado hacia Oliver mientras explica, también elevando su voz progresivamente, por qué Vincent debería ser un santo, son sólo algunos ejemplos. Rescataría el plano en cámara lenta de Murray bailando Somebody to love, de Jefferson Airplane, pero dura muy poco y la canción ya nos remite a escenas (y películas) mucho mejor filmadas, como la de Jim Carrey en The Cable Guy (1996, Ben Stiller), y la de Johnny Depp en Pánico y locura en Las Vegas (1998, Terry Gilliam).
Toda la iconografía religiosa e institucional a la que St. Vincent empieza manoseando desde la comedia (no destruyendo porque nunca llega a ese punto) termina siendo tomada muy en serio desde el drama y abrazada mediante conclusiones redentoras de los hechos presentados. La película necesita castigar a Vincent para poder santificarlo, como si ya no pudiéramos sentir empatía por ese viejo borracho, mal llevado, burrero y putañero, mártir no sólo de una generación relegada si no también de un mundo mecanizado y controlado por el capital. ¿Con qué necesidad tenemos que verlo caminar a duras penas hacia el escenario/altar desde el cual el nene enumera todas sus virtudes, mientras en montaje paralelo vemos a toda la comunidad emocionada, aplaudiéndolo y aceptándolo «tal como es»? Porque Vincent no fue siempre un anarco escéptico, alguna vez fue un hombre de bien, con un matrimonio, un trabajo y una cuenta en el banco, y eso es lo que tiene que recuperar para ser alguien en la sociedad (esa otra forma insoportable de ser nada).
Como si faltaran lecciones, en la última escena, una comida «familiar» conciliadora, Oliver con un amiguito (antes bravucón del colegio que lo tenía de punto) nos enseñan que no se debe decir retardado como insulto o mofa, y Melissa McCarthy cubre sin esperar un segundo los pechos de Daka cuando amamanta a su bebé en la mesa. Sin embargo, los gestos exagerados y los diálogos reforzados de todas maneras no constituyen una sátira de los hechos (si caben dudas, ver el final de Amici Miei II, de Mario Monicelli), sino una genuina rectificación expresada en tono bromista, como los comentarios que imparte a lo largo de la película el cura maestro de la clase a la que asiste el nene, que dice estar abierto a otras religiones siempre y cuando quede claro que la católica es la mejor.
Aquí pueden leer un texto de Gabriela López Zubiría sobre la película.
St. Vincent (EE.UU., 2014), de Theodore Melfi, c/ Bill Murray, Melissa McCarthy, Naomi Watts, Jaeden Lieberher, Chris O’Dowd, Terrence Howard, Parker Fong, 104’.
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