Fulminada por la lógica tirana de la peor duplicación, la secuela de Pitch Perfect sucumbe a esa necesidad cool y desesperante que invade a la industria del cine actual ante el más mínimo olfateo de un éxito continuado: hacerlo de nuevo. Hace dos años Pitch Perfect sorprendía por su soltura y sus pocas pretensiones, asumiendo con clara conciencia la marcación que ostentan los intentos de musical contemporáneo de no alejarse demasiado de la sensibilidad teen y de la evocación vintage algo ochentosa. Nada en esa versión parecía demasiado original pero la mezcla funcionaba: un grupo de chicas buscándose a sí mismas se unen en un grupo de canto a capella –las Bellas de la ficcional Universidad Barden- dando pie a números divertidos y pegadizos. Había un poco de romance, celos, disputas, personajes logrados y un final a puro ritmo. Bien. Acá no hay nada de eso. O mejor dicho, está todo eso mismo, pero revuelto en un guiso pasado y encima recalentado.
Los problemas de Pitch Perfect 2 son varios y neurales. El principal es que cree que repetir esa fórmula con algunos cambios cosméticos (ahora Anna Kendrick no es la “recién llegada” al grupo sino Hailee Steinfeld, que también tendrá un romance con el tímido nerd del college) convierte el resultado en otra película. Lo cierto es que no. Toda la estructura se revela desarticulada en el intento de reforzar aquellos highlights que creían haber descubierto en la primera. Pensemos en el rol de los comentaristas de la competencia que interpretan Elizabeth Banks (la directora debutante de esta versión) y John Michel Higgins. Sus intervenciones mordaces y “políticamente incorrectas” funcionaban en la primera porque no había excesiva luz sobre ellas, se integraban al fluir del relato y aparecían en ciertos momentos de la competencia sin instituirse como un gag en sí mismas. Ahora todo está calculado como en un espectáculo de stand up, en tanto ellos se convirtieron en caricaturas de sí mismos, cada frase sexista o racista está puesta ahí para llamar la atención: ¡escuchen lo que decimos!, ¡qué locos y atrevidos nos hemos puesto! Ese énfasis perjudica el ritmo de la película, lo desarticula y evita cualquier disfrute en tanto nos volvemos atentos a esa operación.
Algo similar ocurre con el uso de los arquetipos de diversidad que aparece en la composición de las Bellas. Está la gorda guarra (Rebel Wilson), la pelirroja control-freak (Brittany Snow), la negra lesbiana (Ester Dean), la latina indocumentada (Chrissie Fit), y cada uno de esos representantes de minorías existe únicamente a partir de esa condición. No hay nada más en cada una de ellas que lo que la película necesita para dar cuenta del arquetipo que representan. Es notable en cada línea de diálogo que pronuncia la latina Flo, que si bien algunos resultan graciosos, ahogan al personaje en esa única expresión. Si bien eso estaba planteado en la primera, aquí la poca sutiliza de cada uno de sus comentarios, la chatura de su construcción y la poca riqueza de las interacciones las revela como meras marionetas al servicio de la suspicacia de la que el guion quiere hacer gala. Lo mismo ocurre cuando Beca (Kendrick) comienza como pasante en una productora musical: los pocos personajes que allí aparecen –el productor snob y ensimismado que confunde los nombres, el ayudante hipster que propone ideas ridículas, el músico divo y medio fumado que interpreta Snoop Dog- encarnan eso que se supone que son según una idea difundida -¿en Hollywood?- de lo que es hoy la producción discográfica, los músicos y los productores.
Y, como corolario de estas operaciones, se encuentra la aparición del grupo rival de las Bellas en el campeonato mundial de canto a capella: Das Sound Machine, una especie de juventud hitleriana del canto, promotora de sonidos guturales, movimientos militarizados y con una estética aria y andrógina que confunde sexualmente a más de una de las Bellas. Ese supuesto enfrentamiento se concentra en tres escenas: el momento en que se conocen y las Bellas observan preocupadas la eficiencia del baile industrial y germano de sus contrincantes, el siguiente desafío en una especie de karaoke organizado por un millonario excéntrico fan de las competencias musicales (¿?) y la disputa final en Copenhague. Sin embargo, no hay nada de verdadera villanía en ese grupo rival: su personalidad se reduce a su comparación con carrocerías, metales y otros sinónimos del poderío industrial alemán y lo que las Bellas tienen para ofrecer es cierta ingenuidad torpemente asumida y una canción original que compone Emily (Steinfeld) que nos recuerda a cientos de millones que pueden escucharse en las FM (¡qué vieja que suena FM!).
Pese a todo esto lo más salvaje en esta continuación desganada y vacía de ideas (no hacía falta que sean originales, sino que por lo menos nos insinuaran el intento de decir algo, de contarnos algo) es la ausencia del disfrute musical. Aquí no hay canciones ni números musicales, ni siquiera coreografías. Hay un montaje frenético que lo fractura todo, pantallitas partidas como un mero juguete técnico que lo intervienen y anulan todo. Las canciones son pocas –en realidad son muchos pedacitos de canciones que se adosan en eso que se llama mash up– y la presencia de las voces –que era la gracia del ‘a capella’- se solapa con sonidos cuasi electrónicos que parecen los de Mc Phantom (¡otra antigüedad!) y que resultan más propios de una rave que de un musical. El único verdadero número musical –también diseccionado e interrumpido- es el que canta Fat Amy para recuperar el amor de su chico. Rebel Wilson está siempre al límite de su propia parodia pero es el único personaje que resulta vital aún en ese camino hacia el grotesco. Todo el artificio expuesto en su construcción, desde el episodio inicial en el que exhibe su vagina al presidente Obama dando pie a la desgracia de las Bellas que van a redimirse en la lluviosa Dinamarca, funciona mucho más que la compungida búsqueda de sí misma que ensaya Anna Kendrick, que nunca parece a gusto con lo que hace, como si nos dejara en claro que “it´s all for the money”.
Más notas perfectas (Pitch Perfect 2, EUA, 2015), de Elizabeth Banks, c/Anna Kendrick, Rebel Wilson, Hailee Steinfeld, Brittany Snow, Elizabeth Banks, John Michael Higgins, 115’.
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