Si se deja de lado a los imitadores –buenos, regulares, malos- que solamente tienden a replicar metodología y elementos superficiales pero sin dotarlos de personalidad propia, no sobran los cineastas que hayan seguido la huella de los directores franceses de los sesenta. Una continuidad que se desplace de la influencia evidente –filmar en las calles, por ejemplo- hacia los procedimientos pero también las tonalidades y sonoridades del relato. Se dirá que el riesgo es demasiado alto y que se termina con más probabilidades de ser un clon de Godard, Varda o Truffaut que en otra cosa. Por alguna razón, en las últimas décadas se ha intentado recuperar una entidad tan elusiva como indica su posible denominación: el espíritu rohmeriano. Lo buscó en sus cortometrajes Martin Rit –en La leçon de guitare, pero más claramente en La neige au village-. Lo viene desarrollando con mayor ambición Guillaume Brac, tanto en las ficciones más puras como Un monde sans femmes o Contes de juillet y hasta en el ensayo documental de L’île au trésor. Y quizás la concreción mayor en esa recuperación esté en Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait –que además comparte con Un monde sans femmes a Vincent Macaigne, su actor principal-, no solo porque a diferencia de lo que sucede en Rit y en Brac, se desplaza del mundo juvenil al adulto, sino porque el cruce de las historias revela la búsqueda y la ambición de recobrar, de alguna manera y a la par de los personajes, aquello que parecía haberse perdido.
El Rohmer en el que se referencia Emmanuel Mouret es el de la serie de los Cuentos Morales y, en menor medida, el de los Cuentos de las Cuatro Estaciones –que parece ser el territorio elegido por Brac-. Personajes situados ante las encrucijadas provistas por la atracción generada por otro que tiende a remover las estructuras de pensamiento y los sentimientos. Como en esas películas de Rohmer, los personajes encuentran la atracción y el surgimiento del deseo en alguien que era un desconocido. Cruces circunstanciales –Maxime (Niels Schneider) y Victoire (Julia Piaton); Sandra (Jenna Thiam) y Gaspard (Guillaume Gouix); François (Vincent Macaigne) y Daphne (Camelia Jordana); el director (Louis-Do de Lencquesaing) y la asistente; Daphne y Maxime- que disparan la atracción incluso cuando queda fuera de campo en el relato –por caso, no sabemos cómo se conocieron Maxime y Victoire-. La intensidad del momento, que puede rastrearse en lo que dice Gaspard respecto de Sandra (“Quería provocarla, no seducirla”), como si en los personajes, en verdad, se produjera un desplazamiento entre el deseo inconsciente y la concreción que parece replicarse en cada uno de ellos. Sin embargo, es en los dos personajes que asumen la centralidad –Maxime y Daphne, en tanto son ellos los que ponen en funcionamiento la maquinaria al contarse sus respectivas historias- que el relato asume con mayor evidencia la referencia a Rohmer. En ambos aparece una mirada reflexiva respecto del amor y el deseo, pero también a partir de ellos el componente de moralidad surge como contrapeso continuo al impulso deseante. Los dos lo expresan como sentimientos de culpa que plantean limitaciones: Maxime lo expresa respecto de Sandra cuando le pregunta a su amigo Gaspard cómo se sentiría si supiera que hay algo entre ellos (y la escena hace un contrapunto con una previa en la que la pregunta se dirige en sentido inverso) y lo deja entrever en relación con su primo François y Daphne; ésta, a su vez lo plantea ante la posibilidad de que François se separe (“Me sentiría avergonzada si dejaras a tu esposa”) y permanece latente en el tramo final en ese pendular indeciso entre François y Maxime. La moral y la culpa establecen límites, pero especialmente ponen en escena la imposibilidad y la pérdida, el amor como un estado siempre incompleto que tiende antes a la ramificación arbórea que a la concentración.
El conflicto no se establece entre lo legal y lo ilegal, entre lo moral y lo inmoral, porque Mouret se desinteresa de cualquier tipo de juzgamiento sobre los personajes. Son, en todo caso, sus actos y pensamientos que los llevan a sobrepasar los límites. Ni siquiera hay un ataque a lo institucional -el único matrimonio en la trama es el de François y Louise (Emilie Duquenne)-. El verdadero conflicto se traduce en términos de deseo, de irrupción de un catalizador de sentimientos. Lo notable es que Mouret deja que las acciones de los personajes fluyan en ese sentido, sin necesidad de explicarlas desde las palabras. El ejemplo más notorio es el de la relación entre Maxime y Daphne que está atravesada por un juego de miradas silencioso que precede a los actos. Mouret recalca ese momento con delicadeza cuando en la previa al encuentro de ambos salen a recorrer la zona. La “exploración”, como la llama Maxime, se transforma del foco en el paisaje y el espacio a la complicidad que se empieza a manifestar entre ambos a partir del recurso del juego inocente y aniñado (tirarse agua, mancharse la cara con una torta de crema). Los personajes comprenden que son las palabras las que los enredan. Mientras los cuerpos entran en un diálogo pleno y deseante, las palabras colocan límites, obstáculos. El enredo que provoca en los personajes obtura la acción (“No quiero irme pero debería irme”, le dice Maxime a Daphne) o restituyendo un sentido diferente que debe negarse (“Si quieres hacerme el amor, deja de decirme que me quieres” le dice Daphne a François). Si la palabra distancia (ver las peleas entre Gaspard y Sandra o la forma en que ésta se aleja cuando Maxime le dice que la quiere), lo hace como una consecuencia natural de su propia estructura.
Así y todo, contiene en sí misma una paradoja, ya que toda la película de Mouret se construye a partir del relato indirecto: los personajes van contando sus historias de amor y desamor a otr@, partiendo de Maxime y Daphne y ramificándose luego cuando se produce el regreso de François. El relato implica un distanciamiento con la historia pasada (ver cómo vuelve a relacionarse Maxime con Victoire cuando vuelven a reencontrarse por casualidad) pero a la vez, en el conocimiento del otro, llevan a un acercamiento progresivo entre quienes relatan y quienes escuchan. Como un rizo que se riza, la estructura de la película se compone de relatos dentro de relatos en los que van apareciendo nuevos relatos indirectos que completan la historia (relatos que le cuenta otro a quien narra su relato). De allí que Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait revela la existencia de capas sobre capas que es necesario ir desmontando para acceder a lo que se oculta – momentos en el pasado donde todo pudo ser distinto y no lo fue, nuevas relaciones, puestas en escena y descubrimientos personales- y comprender que ninguna historia es lineal ni sencilla. El laberinto intrincado que dibuja Mouret está sostenido en la apariencia de una simpleza apabullante que, a la luz de lo visto, no puede ser tal y que es la síntesis más acabada de ese espíritu rohmeriano al que aspira la película.
Calificación: 7.5/10
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, Francia, 2020). Guion y dirección: Emmanuel Mouret. Fotografía: Laurent Desmet. Montaje: Martial Salomon. Elenco: Vincent Macaigne, Camélia Jordana, Niels Schneider, Julia Piaton, Jenna Thiam, Guillaume Gouix, Louis-Do de Lencquesaing. Duración: 122 minutos.
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