Podría decirse que Aliados es una interesante inversión de la lógica que regía a la emblemática Casablanca en plena guerra, lógica del compromiso, la lealtad y el deber. Ir a las películas que son más que clásicos, esas de las que se acuerdan todos aunque no las hayan visto, siempre implica el riesgo de un paso en falso. Robert Zemeckis lo asume, como en su momento lo hizo al viajar al futuro o a decidirse a matar a Meryl Streep para luego resucitarla. Aliados comienza con un plano abierto de un desierto extraño, como salido de un videojuego o de una postal pintada a mano; un paracaidista baja lentamente hacia un suelo cuya dimensión se torna indefinida, y su cercanía incalculable. Aterriza, se quita algo de ese polvo imaginario, y su mirada recuerda la de Peter O’Toole, ataviado como el Lawrence de Arabia, dispuesto a un abismo de interrogantes y aventuras. Pero no es Peter sino Pitt, Brad Pitt, con su apostura clásica y su mirada fija en el horizonte. Un auto se aproxima a lo lejos, parece desconcertarlo y ponerlo en guardia, pero finalmente resulta ser el contacto que viene a rescatarlo y ofrecerle una identidad encubierta. Es así que el teniente Marc Vatan llegará a la sensual Casablanca.
Marc es un oficial canadiense, cerebral y extremadamente profesional, cuidadoso de cada uno de sus movimientos, observador del entorno al detalle, que deberá encontrarse en un salón elegante de la ciudad marroquí con su compañera de espionaje, la francesa Marianne Beauséjour. En la piel de Marion Cotillard, Marianne es fascinante y ambigua, rigurosa en su entrenamiento pero dispuesta a subvertir de tanto en tanto lo que indican las reglas. Ese falso matrimonio formado por Marc y Marianne, ahora con sus nuevas identidades, deberá mezclarse entre diplomáticos franceses fieles al gobierno de Vichy, oficiales nazis y algunos vecinos obsecuentes y atentos descubrir disidentes. A medida que avanza el relato, Zemeckis, salvo algunos devaneos excesivos con el digital en las escenas del desierto y en el bombardeo a un hospital, logra acercarse más a la Río de Janeiro abstracta y espectral de Notorius que a la exuberante Casablanca en la que Paul Henreid entonaba la Marsellesa. Es cierto que no hay una pizca de la perversidad de Cary Grant en el semblante lacónico de Brad Pitt, pero es justamente en los momentos en que resiste la seducción implacable de Cotillard cuando transmite algo de esa duda que late en su personaje. Acostumbrado a secretos y simulacros, será la ambigüedad de Marianne la que desconcierte al escéptico y distante Marc, concentrado en su misión, renuente a cualquier vulnerabilidad.
En la primera parte, Zemeckis logra una solidez notable: el encuentro de la pareja, la convivencia forzada, el entrenamiento para la misión secreta y las salidas diurnas para impresionar a ese pequeño mundillo de apariencias y sospechas. Junto a la escena de la práctica de tiro, las veladas íntimas en el techo de la vivienda que comparten resultan los mejores momentos. Están sumergidos en un aura de complicidad sutil, que emerge lentamente, como una tormenta de arena que se gesta en lo profundo de la naturaleza. Zemeckis hace algo que merece celebrarse. Usa un lugar común, el plano sostenido de los personajes, primero uno, luego el otro, para confirmarnos que se están enamorando. No necesita ninguna veleidad, confía en la estructura clásica de plano y contraplano y la prolonga un poco más, apenas. Toma un clisé y se lo apropia con gracia y soltura. Sus diálogos –y aquí el mérito debe ser compartido con su guionista Steven Knight- son directos, concisos, hacen avanzar la acción, informan lo necesario, atan los cabos que pueden quedar sueltos. Define a sus personajes en sus acciones, como a Marianne cuando renuncia a matar a quien era su amiga aunque la inhumanidad de la guerra entre naciones lo exija. Es que Marianne es el corazón de la película, y Zemeckis lo sabe. Su sonrisa triste y sus ojos grandes anticipan la tragedia que se alberga en su interior, esa que sabe que llegará irremediablemente, porque la guerra está hecha para quienes desafían su humanidad, santos o demonios, pero no para quienes se dejan llevar por sus sentimientos. Tal vez Pitt nunca llegue a estar a su altura en los momentos en los que la película se desliza al melodrama, no importa, será ella quien transite de la ambigüedad al sacrificio con una autenticidad envidiable.
Tal vez la segunda mitad de la película pierda algo de intensidad. Marruecos exudaba un calor húmedo y una atmósfera sensual y colorida, todos con sus atuendos veraniegos, siempre en esas noches en las que el viento cálido apena movía la escasa vegetación. Ahora Marc y Marianne están en Londres, sumergidos en el clima insular de la retaguardia, con los bombardeos esporádicos y el papeleo burocrático. En esa atmósfera helada y neblinosa, Zemeckis instala un nuevo villano. Ya no son los nazis ni la policía francesa colaboracionista: es el mismo orden al que sirven las fuerzas aliadas. La sospecha de que Marianne no sea quien dice ser, que sea una espía alemana encubierta, pérfida y oportunista, convierte la vida de Marc en una pesadilla. Son sus propios superiores, tan implacables como los americanos en la Notorius de Hitchcock, capaces de dejar al trágico enamorado Claude Rains a merced del peor de los castigos, los que lo asedian hasta la desesperación. Como Hitchcock, Zemeckis hermana los procedimientos violentos y despiadados de los Aliados con los que instrumentan sus enemigos, aquellos que parecen combatir. Los nazis apenas aparecen, ahora son los Aliados los verdaderos verdugos.
En el Marruecos recreado de Casablanca, fuera de los bombardeos de la verdadera guerra que se libraba en Europa, Hollywood dirimía la verdadera dimensión de los sacrificios que exigían los conflictos bélicos. Rick parecía haber dejado todo idealismo en París, junto a las lágrimas secretas del abandono, y su emblemático bar en Casablanca no solo era lugar de disidentes, traidores y soldados convencidos sino también el de su pianista de sonrisa ancha y esa melodía prohibida y omnipresente que parecía siempre regresar del pasado. Un día lo hizo, junto con ese raro perfume que acompaña a las resignaciones, y con Ilsa descubrió eso de que en las vidas americanas no hay segundos actos, como afirmaba F. Scott Fitzgerald. La única segunda oportunidad para Rick era la entrega y el renunciamiento a cualquier egoísmo en virtud de un logro mayor, que lo trascendiera y lo empujara a la posteridad. Para Ilsa y Rick el amor era solo un recuerdo, esa París prebélica teñida de romance y leyenda. El sacrificio a ese orden que imponían las armas y la diplomacia se compensaba con la nostalgia del pasado y la conciencia cívica del presente.
Para Aliados no hay recompensa alguna por el sacrificio. Ante la lógica impiadosa del deber, los sentimientos imponen su caos y desprolijidad. Marc y Marianne se resisten en la anarquía de sus movimientos, en lo imprevisto de sus decisiones, a un ordenamiento que los anula y los somete, aún de manera más violenta que las bombas y los disparos. Es en ese desvío que Aliados ofrece el mejor destino a sus personajes. La posteridad para ellos no es la de un orden global donde los amigos de hoy serán los enemigos de mañana. Es un futuro posible y cercano a la medida humana, tal vez egoísta, seguro menos glorioso que el que Rick imaginaba al final de Casablanca, todavía sin saber qué sería de la guerra, el mundo y el devenir de la Historia. Aliados, si bien ha perdido aquella inocencia, ha recuperado el alma de aquella época en la que la tragedia solo podría ser catártica.
Aliados (Allied, EUA, 2016), de Robert Zemeckis, c/Brad Pitt, Marion Cotillard, Jared Harris, Lizzy Caplan, 124’.
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