CrDeywuWcAA3rYn[1]Los comienzos. Si se toma al cine como referente, en el principio fue el plano fijo. Plano a distancia -los que se llamaron luego planos generales- que englobaba cuerpos (no aún personajes) en contextos que los reafirmaban como subjetividades. Pensando en los cuerpos actualizados en pantalla, si se toma el concepto de personaje como eje de los relatos, en el principio fueron los griegos. Primeros referentes de actuación mediante rostros enmascarados, caracterizando a quienes no eran ellos: los cuerpos se desplazaban.

En cuanto a la música, se puede pensar su vínculo con la imagen cinematográfica a partir de aquellas primeras proyecciones de cine silente que comenzaron casi de inmediato a incorporar acompañamiento musical: piano, órgano o pianola. Pero el cine no fue el primer lenguaje que se pensó como comunión de las artes. Si se toma la música como referente, las artes englobadas por un registro sonoro y musical conducen  al surgimiento de la ópera en Italia durante el siglo XVII.

Pero mucho antes de la música, el personaje y el cine, se empezó a abrir camino una de las ciencias más antiguas: la geometría. Para Arnold Hauser, “… en el Neolítico, el estilo formalista, geométrico-ornamental adquiere un dominio tan permanente e indiscutible como no lo ha tenido después ningún movimiento artístico en los tiempos históricos…”. ¿Qué contexto social permitió tal apertura? Hauser continúa: “A la concepción artística del período dominado por el estilo geométrico, corresponde (…) una característica sociológica uniforme que domina decisivamente toda la era: es la tendencia de una organización severa y conservadora de la economía, a una forma autocrática de gobierno y a una perspectiva hierática del conjunto de la sociedad, impregnada del culto y la religión…”.

Aquellos momentos originarios del personaje, de la ópera, del cine y sobre todo de la geometría, Gaston Solnicki parece pensarlos no solo como herencias y legados, sino también como restos en función de subvertirse y reformularse a través de Kékszakállú.

Inspiración. De hecho, la película se inspira en la ópera de Bela Bartok, El castillo de Barba Azul (1911), pero no en su temática ni en sus personajes sino en posibles resonancias perceptuales. La ópera lo conduce a Solnicki a una estructura que no se roza metafóricamente con Barrabas ni con Judith, pero que suministra la materialidad para que el espectador se vincule con un universo contemporáneo, atravesado por la sonoridad de la orquesta. Los momentos puntuales en los que irrumpe la ópera en off potencian las situaciones, a pesar de que se presentan insuficientes para concebir en términos sinfónicos toda la película. Porque, más allá del sonido, el resto de los aspectos formales de Kékszakállú resultan de esencial importancia.

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Mundo. La tarea que Solnicki emprende es el buceo en los terrenos de subjetividad de la clase acomodada o clase media alta. En allí donde, más allá de componer un cuadro social acabado, más bien pareciera encontrarse con un universo de naturalizada alienación que se deja describir pero no narrar. Lo cual no quiere decir que no se estructure un relato a partir de la galería de personajes, sino que los mismos carecen de objetivo: esta alienación los desnarrativiza al punto de que sus subjetividades se imponen como cuerpos en sí. Sin el móvil habitual que se les añade, el espectador queda más cautivo del cuerpo mismo: se enfrenta con las anatomías al descubierto, girando en falso a partir de su irresoluble no lugar; una zona potenciada a partir del desprecio por el lenguaje que parece gobernarlos, estructurado a partir de un uso del sonido directo que colabora con el verosímil del mundo de Solnicki. Este uso del sonido genera un efecto de parcial inteligibilidad de los banales textos que inclusive son emitidos casi a desgano, en varios casos musitando. Además de subvertir las habituales funciones útiles del texto, la búsqueda es de extrema pretensión mimética, resultando un universo tan etéreo como de abulia: lo más cercano a la muerte. Esa  es una de las metáforas más evidentes de toda la película.

Pero, desde otro plano, este mundo no se encuentra tan desnarrativizado. Si bien dicha alienación se impone en todos los personajes sin excepción, y no opera ningún esquema de conflicto, los puntos de vista de algunos personajes femeninos, sobre todo de los dos centrales, Lara –una niña, casi preadolescente– , que se impone durante los primeros minutos de película; y Laila, una joven que toma la posta protagónica luego, están llamadas a cuestionar al mundo circundante por medio de silenciosos primeros planos en los cuales se dejan ver sus estados de obnubilación, de perplejidad sin respuesta ni reacción. Y también por medio de sus posicionamientos en el espacio en donde el director las ubica, a contracorriente del entorno, con o sin personajes. La pequeña Lara parece imposibilitada de hacer abstracción del mundo presente y futuro: su soledad y perplejidad ante escarabajos embalsamados que forman parte de la exposición de una galería en la cual se encuentra sola, es solo un ejemplo. Su rechazo a los intentos de cuidado de su madre, es otro. Así como su auto encierro en una carpita infantil. En una estructura basada en sendos desplazamientos del sentido, estas situaciones se presentan como anclajes metafóricos y sutilmente mas narrativos que la mayoría de los otros momentos.

Por otra parte, Laila “busca” su organicidad sin hallarla. Sin trabajo y presionada por su padre, intenta emplearse en la fábrica de él. No encuentra quien le dé una tarea, y consigue un uniforme de trabajo que ni siquiera llega a usar. Los planos generales entre las maquinarias con el uniforme en la mano, en la terraza de la misma fábrica, en la universidad a la cual va a buscar que algo la atraiga sin conseguirlo, refieren a la encerrona, no de Laila, sino de todos. Aunque el director haya necesitado de su punto de vista, y el de Lara en segundo término, para ubicar algunos anclajes -aunque efímeros- que se sitúen enfrente del mundo cuestionado. Esas son las pequeñas pinceladas “clásicas”. Otro de los aspectos centrales que confirman que Solnicki plantea una visión del universo todo, es que los escasos personajes que parecen cuestionar el entorno al cual pertenecen no pueden salir de él, aunque alguno pueda tomar la decisión de emigrar: su materia prima está teñida de determinismo.

vlcsnap-2017-01-05-17h19m11s585[1]Geometría y espacios. Kékszakállú está concebida a partir del trabajo sobre los espacios, en forma muy precisa. Solnicki, en tal sentido, piensa en términos geométricos. Y el primer paso es la abolición de todo movimiento de cámara: el espectador asiste a una hora y cuarto de planos fijos, gran parte de ellos frontales. Es en estos planos frontales en donde el director pareciera volver a cero, al momento originario del cine. Pero para darse cuenta de que el cero ya no es tal: los planos fijos de la película llevan de arrastre la historia de ciento veintidós años de cine. Para que Solnicki deconstruya, necesitó previamente qué deconstruir. Para pensar en términos espaciales:fueron precisas todas las idas y vueltas en los usos de la escala de planos a través del siglo veinte. Los planos fijos primitivos eran bidimensionales, de tendencia plana. Por más frontales y fijos que plantee el director de 2017 sus contemporáneos encuadres, aquellos planos ya no existen. El plano general de la pileta de natación con la que abre Kékszakállú se encuentra presto a dialectizarse con el siguiente, aunque la película no dependa del movimiento, sino del tiempo. Y del plano mucho más que del montaje. Pero sin montaje no se organiza el concepto general. A modo de ejemplo: esta escena de la pileta, con niños tirándose de un trampolín, da paso a un plano general del mar. Del montaje, la potencial imagen mental del espectador está llamada a integrar ambos universos: el del cemento con el más entorno más natural. De hecho, la naturaleza aparece todo el tiempo conviviendo con los espacios de material. Una naturaleza tan armónica en el encuadre como condicionada por el mismo. Naturaleza capturada; como parte del mundo privatizado. Naturaleza no socializable, que tiene dueños. O sea, muerta. El confort de esos espacios habitables, demasiado habitables, se constituye en su tumba.

¿Posmodernidad? En toda esta exploración de aspectos micro se impone una exploración epidérmica, aunque no apoyada en la causa-efecto. Como decisión del director, en dicha fórmula decide exponer una serie de efectos sociales independizados de aquello que les dio origen. Kékszakállú elude cualquier didactismo que tienda a explicar los porqués: a Solnicki le interesa dicha exposición.

Pero no la mera exposición, pues su trabajo sobre los aspectos descriptos –relato, personajes, planos, espacios- demuestra un interés político. Que exista, desde hace unos años, la moda de una familia de películas que orillan desde la posmodernidad – mediante la mera exposición de los restos -algunos de los aspectos trabajados en el presente material, no significa que el mismo pertenezca a aquel grupo. Aunque debe admitirse que el hilo que la separa se presenta muy delgado. El pensamiento sobre estas imágenes no es definitivo: está abierto.

Kékszakállú (Argentina, 2016), de Gastón Solnicki, c/Laila Maltz, Laila Tarlowski, Katia Szechtman, 72′.

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