“Durante un tiempo la Críticaacompaña a la Obra, luego la Críticase desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Críticamuere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Yun día la Obramuere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.” Los detectives salvajes, Roberto Bolaño.
Para alcanzar la felicidad, cualquier “adaptación” a la pantalla grande de un autor de la talla y las características de William Shakespeare deberá ser capaz de sortear, al menos, un par de obligados escollos. El primero y más obvio radica en el hecho de que Shakespeare, junto con el contexto sociológico, estético, político, e inclusive lingüístico, que llenaba de sentido su obra, se esfumaron hace siglos. La adaptación, entonces, está forzada oscilar entre la fidelidad y la innovación, entre reponerle, en la medida de lo posible, el contexto al texto, y apostar al mismo tiempo por nuevas lecturas que le añadan una vuelta de tuerca, un color imprevisto: riesgosa forma de subversión controlada. El otro enorme desafío es el que se desprende del pasaje de un lenguaje a otro muy distinto, la reconversión de los códigos del teatro isabelino a los del dispositivo cinematográfico del siglo XXI.
¿Hace falta aclarar aquí que la hiperhollywoodense,acartonadísima y juvenil en el mal sentido Romeo y Julieta de Carlo Carlei naufraga estrepitosamente en ambas empresas? Quizás el daño cultural realizado por la saga de Crepúsculoy el torrente de malas películas de vampiros, zombies y hombres lobo teenagers que le siguieron en su afán por explotar el aparentemente imposible de saturar mercado adolescente bordee lo irreparable, no lo sé, es difícil de calcular. De lo que sí estoy seguro es que esta versión de Romeo y Julieta constituye la prueba fehaciente de su efecto contagio: un film quizás pasable en cuanto a sus rubros técnicos –la fotografía y la musicalización no son del todo malas-, pero completamente falto de imaginación, lleno de clichés e imperdonable desde el punto de vista de los papeles protagónicos. (En cierto modo, una sensación bastante aproximada a la que despertó la reciente En el camino, si bien Walter Salles y Sam Riley son infinitamente más misericordiosos para con Kerouac de lo que este film podrá ser jamás con el dramaturgo británico).
Por supuesto que el argumento –estoy tentado de escribir: la sinopsis- de la película sigue básicamente la línea de la obra original, el espectador no se llevará ninguna sorpresa en este sentido. Pero el resto, es decir, el espíritu y la esencia de Romeo y Julieta, su núcleo trágico, su feroz comentario acerca de la desmesura del amor romántico, los caprichos de la Fortuna y los caminos desviados por los que conduce el odio, se han perdido, haciendo del film una cáscara vacía donde el diálogo con el presente se produce de manera involuntaria, que es siempre la peor. En abierto contraste con Romeo + Juliet (Baz Luhrman, 1996), protagonizada por Leonardo Di Caprio y Claire Danes –la rubia que ahora recayó en las series de FOX−, una película de ritmo frenético, plagada de ironías sutiles y luces de neón, en la cual el director se permitía la irreverencia de travestir a Mercucio o incluir duelos a tiros, la nueva versión nos muestra a un Romeo modelito (Douglas Booth), un efebo pálido, terso y completamente inhábil para transmitir emociones humanas genuinas, y una Julieta (Hailee Steinfeld) a la que lo único que pareciera importarle es encontrar su príncipe azul.
Es como si en vez de nutrirla o añadirle alguna capa extra, la época y su maquinaria (Crepúsculo) se hubiera, sin más, fagocitado a la obra, achatándola y neutralizando sus escenas más perfectas. Y así, hasta el suicidio final de los amantes o la violenta muerte de Mercucio, que constituye un punto de no retorno en la progresión dramática de Romeo y Julieta y, en consecuencia, un momento de una altísima tensión emocional –¡Una plaga sobre vuestras casas!−, de golpe se vuelven trillados o poco creíbles a causa de una puesta de cámara previsible y completamente descremada, y actuaciones que algunas veces se pasan de recargadas y, otras, de banales. Denúncienme por anticuado, pero algo no está funcionando muy bien en el terreno simbólico contemporáneo si el prototipo de héroe adolescente se acerca más a Justin Bieber que a Rimbaud, otro cuya piel se calzó Di Caprio.
Hay que destacar, sin embargo, que la película cuenta con un interesante reparto de actores secundarios como Natascha McElhone (The Truman Show, Solaris), Stellan Skarsgard (Contra viento y marea, En Busca del destino) y el increíble Paul Giamatti, a quién algún día tendrán que otorgarle un Oscar, aunque definitivamente no será por su papel de Fray Lorenzo en esta película. Más les hubiera valido a los productores invertir su dinero en rodar un musical o algo por estilo.
Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, EUA, 2013) de Carlo Carlei, c/Hailee Steinfeld, Douglas Booth, Damian Lewis, Natascha McElhone, Paul Giamatti, 118’.
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