Nunca hubo una película más diáfana:
La mujer del panadero se ha ido con un joven pastor. Y el panadero está triste. Dice que su vida, sin ella, no tiene sentido. Comienza a emborracharse y deja de amasar pan. Tal vez a los vecinos del pueblo poco les importa la tristeza del panadero, pero el pan empieza a escasear y toman una decisión: salir en busca de la mujer y convencerla para que regrese a casa; así el panadero podrá recuperar la alegría, y ellos, el pan. Todos los vecinos olvidan antiguos enconos para esta tarea en común. Si hasta el cura, el maestro y el marqués se unen para encontrar a la panadera…
Marcel Pagnol (Francia, 1895-1974), el director, era poeta, novelista, traductor, ensayista, pero fue considerado, ante todo, un hombre de teatro. Y esta consideración no era más que un argumento en su contra: «Pagnol no hace cine, hace teatro filmado». Argumento que el propio Pagnol suscribía.
¿Teatro filmado? ¡Nada de eso! Lo de Pagnol es otra cosa: La mujer del panadero (La femme du boulanger, 1938) es un cine aparte, de un estilo claro, amable. Un estilo que, con sus encuadres frontales y sus planos largos, desciende directamente de los hermanos Lumière, y fueron las películas de Pagnol, como se sabe, una gran influencia para los neorrealistas.
Si bien hay algo de injusticia en citar a autores consagrados para defender a Pagnol (porque Pagnol no necesita defensa) vale decir que François Truffaut escribió alguna vez que los jóvenes cahieristas tenían un objetivo: reivindicar a Sacha Guitry y a Marcel Pagnol.
No sorprende ver a Guitry al lado de Pagnol. Ni que sea Truffaut quien lo diga. Finalmente, todos pertenecen a cierto linaje del cine francés, una genealogía que, si aún no tiene nombre, podemos dárselo: la de los directores entrañables. Aquéllos de películas luminosas, de diálogos brillantes, de aire ingenuo. Un cine afable, sin estridencias. Un cine de sentimientos sencillos, pero sin cursilerías. Un cine, para nuestra tristeza, pasado de moda.
Una tradición que también sufrió el desencanto y la desesperanza, como en la magnífica La madre y la puta (La maman et la putain, 1973) de Jean Eustache, quien, según cuenta Serge Daney, sabía de memoria las películas de sus maestros Jean Renoir y Marcel Pagnol. Y entre cerveza y cerveza Eustache repetía aquellas películas, evocando los diálogos con exactitud y describiendo cada plano.
¡Y cómo no recordar A nuestros amores (À nos amours, 1983)!, donde su director, Maurice Pialat, quien también interpreta el personaje del padre, demuestra las esperanzas que tenía puestas en su hijo diciendo: “Él tenía talento. Y poco frecuente. Escribía cosas, diálogos, y la gente existía, vivía. Pensé que mi hijo sería un nuevo Pagnol”.
Pero hoy Pagnol no tiene público, y sin embargo, casi setenta años después de su estreno, ahí está La mujer del panadero, y ahí está su marido, interpretado por Raimu, a quien Orson Welles, que contaba esta película entre sus preferidas, consideraba el mejor actor del mundo.
Finalmente la mujer regresa. El panadero, que es un hombre cabal, la perdona sin pedirle explicaciones. Sólo le pregunta: «¿Y la ternura?, di… ¿Qué haces con la ternura?» (“Et la tendresse?, dis… Qu’est-ce que tu en fais de la tendresse?«) Y sin esperar la respuesta, va a encender el horno. Ellos seguirán juntos, otra vez habrá pan en el pueblo. La película termina pero a nosotros nos ronda esa pregunta en la mente: «¿Y la ternura?» Casi setenta años después no es el panadero quien le pregunta a su mujer. Es Marcel Pagnol. Y se lo pregunta al cine.
Publicado originalmente en CONTRACRÍTICA (Nº 2 – 10/2007)
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