Existe una gran película argentina oculta. Se llama Mas quel mundo, así, con la conjunción comparativa y el artículo acollarados que nos instalan en la poesía gauchesca y las letras del repertorio folclórico. Porque esa gran película transcurre en el campo y su protagonista es un puestero. Nueva sorpresa, hay una gran película argentina contemporánea, más precisamente de 2004, que está a la altura de grandes motivos nacionales. Segunda sorpresa, esa gran película argentina contemporánea no le teme a la emoción de los personajes, de naturaleza lacónica pero evidente, y sabe hacer que la emoción crezca en el interior de los espectadores a partir del laconismo exterior de aquellos. Que no sea lo suficientemente conocida no es una sorpresa, porque esa gran película argentina oculta es un cortometraje incluido en Historias breves IV.
Mas quel mundo dura sólo doce minutos y su director no ha filmado ningún largometraje antes ni después. Su protagonista no tiene más de quince años, vive solo y al principio lo vemos cazando con su perro bajo un cielo estrellado. Este animal es el segundo protagonista de la historia. El triángulo se completa con una nena de la que el chico se enamora. El desenlace de la historia es trágico. Involucra al padre de la chica y a motivos rurales y arquetípicos que cineastas como Hugo Del Carril y Leonardo Favio explotaron mejor que nadie en nuestro país. Lo mismo hace Lautaro Núñez de Arco, que también explota el paisaje rural porque sabe transfigurarlo en espacio fílmico, concreto y mítico a la vez. Un atardecer incendiado que participa de esa épica gauchesca nacional posible que estaría teñida de solitaria dulzura, de melancolía viril, llena el alma tanto como los planos parciales y cercanos de manos portadoras de una carta escrita con el cuerpo más que con palabras, de animales que se prolongan en presencias humanas, de acciones reflejadas. La cámara recorta el paisaje y crea un espacio con funciones dramáticas y sugerencias simbólicas que no imponen la abstracción de la idea a la percepción sensual.
En el centro dramático de la película hay una zamba y esa zamba está filmada de modo tal que uno baila esa zamba incluso si nunca supo bailar una en su vida. El plano permite ver el conjunto de los bailarines, que no son unos improvisados y ejecutan una coreografía disfrazada de casual, pero la cámara se concentra en los cuerpos de la pareja protagonista para permitirnos estar allí, formar parte del baile y del vínculo que ese baile está formalizando. La irrupción del obstáculo, entonces, violentará nuestro placer, la intimidad ceremonial de la que hemos sido parte, con tozudez taurina y arrebato de bestia que ignora el matadero, para dar paso a otro rito, a otro baile. En el mundo de Mas quel mundo conviven hombres y animales con fiera ternura, y hasta la muerte es una cosa del amor, un reflejo de la sangre, una diablura. Las palabras vendrán después de ese exceso del cuerpo, de esa verdad desnuda que el lenguaje viste, y aunque un analfabeto sea el destinatario de ellas las sabrá mejor que si pudiera leerlas.
Todo lo que pasa en Mas quel mundo se comprende. Más aún, todo lo que pasa en Mas quel mundo se siente, no sólo porque las acciones de los callados personajes sean elocuentes, sino porque también la puesta en escena lo es como muy pocas del cine nacional de los últimos veinte años lo han sido. Pocas veces se ha visto una elección tan deliberada de cada encuadre y, a su vez, pocas veces ha estado esa elección tan ajustada al relato que quiere contar. Cada una de las partes es un artificio prodigioso que esconde su condición de tal en un todo que lo naturaliza porque funda un mundo sin fisuras pero vivo. Si la construcción fue obsesiva, el mundo construido por esa obsesión deja espacio para la libertad y al hacerlo reconoce en la mirada del espectador para la que trabaja, y en buena medida también construye, algo más que el mundo ofrecido a ella, una tradición y un lenguaje anteriores del que se vale para contar lo que cuenta sin menoscabo de su singularidad. Entre tanta primacía de mundos autorales precoces y desabridos como hueso pelado dentro del cine nacional contemporáneo, industrial o independiente, Mas quel mundo arma uno seguro de sí mismo y personal, pero que va en busca del espectador, argentino en particular.
El protagonista silba al final y cualquier cinéfilo podrá responder a ese silbido con el recuerdo de armónicas que en otras películas de un género en particular, extrapolado a tierras mediterráneas hace ya cincuenta años, le pusieron la piel de gallina, como esa que en uno de mis dos travellings laterales preferidos de esta película es un eslabón entre su cría y la nena que barre en el umbral de una casa que dan ganas de llamar rancho. Pero si el amoroso escalofrío se agotara en ese sólo recuerdo, al cinéfilo en cuestión le faltaría el reconocimiento, consciente o no, de la fuente de esa música, todavía más familiar que aquella, más cercana, más suya incluso aún si la ignorara. Porque la boca encarcelada del protagonista es altavoz del silbido de José Larralde -quien fuera el Santos Vega cinematográfico de 1971- grabado en Detrás del tiempo. Ese pliegue de la puesta en escena es uno de los tantos que la superficie de esta película modula. Mas quel mundo es una hondonada.
Aquí pueden ver la película: https://vimeo.com/5101765.
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Ademas la zamba que bailan los adolescentes la compuse especialmente para el maestro Lautaro
Qué lujo, admirado Gabriel.
Un gran saludo,
Marcos Vieytes
Genial. El plano del perro sacudiéndose y el pibe abotonándose la camisa me partió.