¿Quién es Procopiuk? ¿Quién es ese hombre que en un viejo VHS se nos revela filmando solo en medio de un bosque a un niño al que le va dando indicaciones? ¿De dónde viene con ese apellido cuyo origen se nos antoja extraño?. Las imágenes comienzan a mezclarse: archivos fílmicos en blanco y negro y en color; registros documentales y ficciones; amigos devenidos actores y movimientos colectivos y anónimos. Una suma que plantea cierta vastedad que el documental develará, a partir de los testimonios, como obsesión: Carlos Procopiuk filma continuamente, como si se tratara de aquel personaje de la canción “Cinema verité” de Seru Giran (esa que dice “yo estoy con la máquina de mirar” o “yo nací para mirar lo que pocos quieren ver”). Siempre está detrás de una cámara, como recuerda su nieto. Incluso en los cumpleaños (y hay allí una imagen del rostro de ese nieto aún niño, extrañado ante ese abuelo que se esconde detrás de un artefacto que todavía no puede comprender).
Estar detrás de la cámara como condición, pero también como condicionante. En la primera es concreción de un deseo de registrar. Uno que nace en el momento en que Lorenzo Kelly –quizás el prócer del cine neuquino, ya que hasta un festival de la región lleva su nombre- le propone escribir el guion de lo que será luego El mensaje del viejo marinero y que solo se detuvo ante la enfermedad. Al punto que puede pensarse que esa condición hizo que desapareciera, en cierta medida, su imagen. En la segunda, lo condicionante está allí: estar detrás de cámara lleva a que la imagen propia se disuelva, se congregue en un nombre, en un cartel de créditos de una película.
El documental recupera imágenes de los viejos trabajos de Procopiuk. Una oscilación que lo llevaba de la ficción infantil a la recreación de mitos locales, de la actividad periodística al registro casi antropológico de las comunidades del norte neuquino (y donde podrían hallarse huellas del camino que por la misma época venía trazando Jorge Prelorán). Esos movimientos de Procopiuk lo llevan a convertirse en una suerte de revelador de la cultura neuquina. Kelly recuerda esos años como de salidas a la ruta, de registro constante, de sostener desde la imagen la persistencia de una cultura. Una escena registra esa idea de manera concreta. Un par de jóvenes mapuches le preguntan a Procopiuk si no tiene algo “más lindo” para filmar (en referencia a una construcción que no se muestra en cámara). Procopiuk les contesta que no se trata de buscar algo lindo, sino que registra la existencia de algo en la imagen para que, si en algún momento desaparece, persista en el tiempo desde lo filmado. Algo similar persigue el relevamiento que hace en las comunas provinciales: se trata de registrar aquello que corre el riesgo de perderse en el ámbito natural en el que se ha desarrollado. Y de la misma manera sus ficciones se proponen, incluso en los cruces que establece con las formas del documental, como una forma de registrar la existencia de mitos e historias populares que circulan, antes que la tradición oral se corte y ya no haya quien pueda dar cuenta de ellas.
El valor que adquiere el documental se multiplica. Hacia adentro, en una primera capa, da cuenta del relevamiento que realiza Procopiuk. Más allá, revela a Procopiuk, sacándolo de ese lugar detrás de la cámara –y a la vez, de ese muro invisible que se levantó por décadas sobre el cine y los directores de las provincias-, sin reconstruirlo en su totalidad, sino concentrándose, como lo hacía el mismo retratado, estrictamente en su relación con lo cinematográfico. No se busca recuperar a Procopiuk como un cineasta excepcional por su estética, sino por el lugar que ocupa y por la relevancia que con el tiempo fueron adquiriendo sus imágenes como registro de un momento y un lugar específicos. La recuperación de este tipo de cineastas marginales en relación a la industria, y a la vez marginados por no pertenecer al centralismo porteño, es, en estos momentos, de una importancia vital, en tanto señalan un posible camino a seguir. Procopiuk filmaba a pesar de las limitaciones técnicas y a partir de los recursos materiales de los que disponía. Si su legado desde lo temático puede pensarse, prejuiciosa y erróneamente, limitado a la provincia de Neuquén, el de su trabajo se expande, como el de tantos que oscilan entre un cine amateur y otro semi-profesional. Pero, sobre todo, se vislumbra como sostén de esa idea formulada no hace tanto por Norman Briski: “A filmar, hasta enterrarnos en el mar”.
Procopiuk (Argentina, 2023). Dirección: Diego Lumerman. Guion: Diego Lumerman, Lucía Tarruella. Edición: Susana Leunda. Duración: 65 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: