Hay un riesgo inevitable en el estreno de O processo justo en este momento. Principalmente porque este momento es la decisión sobre el futuro presidente del Brasil. Ese contexto histórico-político implica un doble juego: por un lado, resulta un estímulo para el espectador interesado en el tema; por el otro, puede correr el eje de la discusión y poner en un primer plano el concepto ideológico que trabaja el documental por sobre el aporte a la comprensión de un hecho histórico. Hay que agregar un hecho más: lo que viene ocurriendo en Brasil desde hace un par de años tienta a trazar un paralelismo con lo que pasa en nuestro país, en función de la lucha de corporaciones político-judiciales-mediáticas contra los responsables de los gobiernos progresistas de la década pasada.

El problema excede al espectador común y corriente y alcanza a la crítica, si se deja llevar por la tentación ideológica sin advertir que, en principio, O processo se inviste a sí misma, como obra, con un carácter de urgencia. Urgencia porque intenta sentar posición en el contexto histórico, y porque debe hacerlo en función de intervenir de alguna manera en la agenda política de su país. El documental mira el pasado reciente con la intención clara de extrapolar los hechos hacia el presente: sigue el proceso de impeachment contra Dilma Rousseff para señalar las diferencias entre el Partido de los Trabajadores al que ella representa y el resto de los partidos políticos. Todo esto en vistas a lo que viene sucediendo en el presente, especialmente después de la detención de Lula da Silva.

Cuando la crítica se deja arrastrar por esa urgencia, lo que hace es, paradójicamente, anclar a la película en un presente del que no puede salir. Es una militancia corta la que queda implícita: es funcional a un momento particular, despegado de cualquier referencia con el futuro. Y, lo que es aún peor, a su trascendencia como hecho cinematográfico y como documento político. No hay ningún planteo que deshaga esa imagen: lo que importa es el registro, es dar cuenta del contraste discursivo. Dejar constancia de posiciones a uno y otro lado de la grieta pero sin ir más allá y sin comprender el riesgo que implica: asomar a la película a una retórica vacía, a la confirmación de lo que, ya se sabe, no sirve más que para convencer a los convencidos. La pregunta es, entonces, cuánto de lo que vemos en el documental tendrá valor en el futuro, cuánto aporta incluso en concepto de memoria histórica.

O processo elige trabajar sobre una estructura rígida que implica no salir del ámbito de influencia del edificio de las Cámaras en Brasilia. Todo ocurre allí dentro, a lo sumo en sus adyacencias. El resto del Brasil no existe, no articula siquiera con el retrato de los que se manifiestan a favor o en contra de la destitución de la presidenta. De esa manera, las resonancias kafkianas del título –ligadas a lo irremediable, a la situación burocrática con una resolución planteada de antemano- se transmiten a la estructura de la película. Su recorrido se hace previsible y esquemático, inmutable en la percepción sobre lo que ocurre y sobre los personajes que entran en juego. Ese abandono decidido del entorno implica despegarse de la idea del documental de investigación: no importa el dato, la prueba, la construcción de una antítesis que desarme la hipótesis planteada como verdad desde el otro lado, sino el registro desde un determinado lugar –en este caso, la propia defensa desde el PT- del desarrollo del proceso que acabaría con la destitución. De allí que el discurso se asuma como verdad que no necesita demostración, en un riesgoso acercamiento a la formulación del recurso acusatorio.

Si esa decisión de elegir un punto de vista implica una toma de decisión fuerte y determinada -que pone al documental en las antípodas de cualquier intento de objetividad-, también trae consigo una representación esquemática de los lugares en juego. La pertenencia a un espacio u otro –o, si se prefiere, el apoyo o no al proceso de destitución- determinan la caracterización de los personajes. El régimen de héroes y villanos, o de buenos y malos, es un esquema de blancos y negros, sin grises ni matices, que abarca en el documental desde el entramado de la política hasta los simpatizantes por unos u otros –definidos incluso por sus colores, como si se tratara de un partido de fútbol-. La política que muestra O processo, a pesar de sus esfuerzos por focalizar en la figura de Gleisi Hoffman, se distancia de las prácticas reales del movimiento que apoya, para mostrarla ya no solo en su costado burocrático parlamentario, sino en su frialdad cercana a lo inhumano (con mayor tendencia a ello, por cierto, en los opositores al PT). Más que sacar a la política, como práctica, de la retórica que gira sobre sí misma, se deja arrastrar hacia ese lugar –con la posible excepción del momento en que habla Dilma- y se sumerge en un universo discursivo que, a pesar de las formalidades, le rehúye al diálogo y al entendimiento, y tiende a remarcar las especificidades de ese régimen de polos opuestos en el que se sintetiza toda la lucha.

Si el documental no propone el diálogo con el espectador es porque esa falencia proviene de dos fuentes de las que no logra despegarse en la mayor parte de su duración. Lo discursivo como eje resulta mayormente un ejercicio repetitivo de acusaciones y defensas que depositan al film en una estructura similar a la de los filmes judiciales (con el adicional de que aquí, para cualquiera que haya estado mínimamente informado, queda anulado el suspenso sobre el desenlace). Solo en algunos momentos consigue escapar de la previsibilidad, como cuando se esbozan algunos intentos de autocrítica hacia el interior de la defensa de Rousseff, o cuando logra poner en juego la tensión entre el reconocimiento de la cosa juzgada y la necesidad de dar pelea hasta el final. El otro elemento es la elusión casi continua del detalle como elemento que rompa la estructura discursiva. Si la decisión de trabajar sobre planos medios y generales reflejan una tendencia a la generalidad y a un formato peligrosamente cercano a lo televisivo, debió haber sido el trabajo sobre los detalles lo que brindara un tipo de información diferente, y a la vez generara una mirada involucrada en la imagen cinematográfica. Hay unos pocos momentos que escapan de ese régimen estricto de acusación/defensa: la acusadora Janaina Paschoal elongando antes de su discurso, o absorta como una adolescente delante de su notebook; el contraste entre los rostros de los vencedores y los vencidos; los miembros del tribunal que no escuchan los alegatos.

La decisión de que el documental transcurra como un relato de oposiciones tajantes (buenos/malos, vencedores/vencidos) afecta su potencialidad como registro y lo deja en el incómodo lugar de no poder transmitir un apasionamiento que esté más allá de los sentimientos previos del espectador. Queda la sensación que O processo se refugia con demasiada comodidad en la actualidad, en la comunión ideológica con el potencial público al que apunta, en la urgencia, en la necesidad de dar cuenta de lo que sucedió tras bambalinas de un hecho histórico. Pero sin involucrarse ni involucrarnos. Desconectado del entorno y del país real al que unos y otros aluden, se queda en la barricada disparando unas pocas buenas municiones y que –como se señala en el bunker petista ante la renuncia de Eduardo Cunha- parecen estar llegando tarde. Cuando decante la historia y el paso del tiempo se vuelva impiadoso con los recuerdos, O processo quedará como lo que parece ser: un registro desde adentro de la política, pero excesivamente pulcro y desapasionado como para convertirse en un gran documental.

El proceso: Historia de un golpe (O processo, Brasil, 2018). Guion y dirección: Maria Ramos. Duración: 140 minutos.

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