Lo que vemos al comienzo de Los Knacks: Déjame en el pasado puede parecer otro rescate más de esos músicos de los orígenes del rock hecho en Argentina que con el tiempo y la avalancha de música quedaron en un margen de la historia. Como una anotación previa al boom de Los Gatos y Almendra que vinieron a dejar en el ostracismo a lo que podría considerarse la prehistoria rocker argentina. Los Knacks son ese recorrido que los primeros tramos de la película desarrollan con voracidad, con el mismo vértigo con que sucedieron los escasos dos años de permanencia del grupo, desde la eclosión inicial en el patio del Colegio Pueyrredón hasta el momento en que el Onganiato se llevó puesto a todo aquello que se cantara en un idioma que no fuera el castellano. Lo notable es que al momento en que el documental comienza a recuperar su historia, los miembros originales del grupo han sobrevivido y son ellos mismos los que cuentan el big bang, la masividad inesperada y la repentina desaparición del grupo, sin dejar más huella que un puñado de discos simples –los primeros con covers aprendidos a las apuradas de Los Beatles; los siguientes, encarrilados en la producción propia, pero siempre cantando en inglés– y un LP grabado nunca editado. Pero también es notable que, contra lo que uno podría suponer, el documental no se limita simplemente al recuerdo narrado por sus protagonistas, a la puesta solamente en palabras de la historia. Los Knacks no son solo palabras, sino grabaciones, una inesperada cantidad de material gráfico –fotos de presentaciones, afiches y avisos de recitales, revistas de época (llegaron a estar en el N°1 del ranking argentino de la Billboard!!!!)–, y hasta algunas breves escenas de su paso por la TV argentina de los 60 –donde eran número habitual de un programa llamado Pop News, más perdido aún en la nube de los tiempos que los grupos que tocaron allí–.
Pero la historia de un grupo que duró tan poco tiempo, que quería sonar como The Dave Clark Five, que remitía a The Kinks y a The Animals y que para Claudio Kleiman eran “el eslabón perdido entre Los Mockers y Los Shakers”, alcanza para los primeros veinte minutos de película. El gran desafío que asume el documental es salirse del esquema en el que el desarrollo de la carrera de un grupo musical lo define, para aventurarse en un territorio mucho más complejo, cargado incluso de contradicciones. Los Knacks;Déjame en el pasado deja de narrar la historia en pasado, de ese tiempo que ya está a 35o años de distancia. Se desinteresa por la mayor parte de los sucesos transcurridos en ese lapso temporal remitiéndose a la brevedad de la vida de cada uno de los músicos por separado (el único que dispone de mayor tiempo es Charly Castellani, tal vez por ser el único que siguió ligado a la música, por ejemplo con su grupo Casablanca, con el que tocó en programas de televisión como Badía y Compañía o Feliz Domingo para la Juventud). Y entonces se deja llevar por el presente que implica el reencuentro de los músicos a partir de una serie de elementos causales: el descubrimiento de la edición del disco en Europa –sin que nadie pueda explicar cómo llegó hasta allí–, la condición de banda de culto en que la habían convertido en lugares tan inesperados como Rusia, República Checa o Grecia y la aparición del grupo Electrisixties dedicada a hacer covers de sus temas.
Si la música tiene esas cuestiones inexplicables, derivadas en parte de un mercado que insiste en descatalogar cada vez con mayor velocidad sus propios productos y en parte de la tendencia creciente en las últimas décadas al culto de lo extraño, bizarro u olvidado por el tiempo, el documental no solo intenta dar cuenta de ellas, sino de utilizar lo que subyace en esas concepciones para ir más allá de lo puramente musical. En todo lo que el documental se detiene hay una constante: el tiempo. Está allí en el título, que referencia a una de las canciones del repertorio, pero también en lo que señalaba antes: en los tiempos de la industria para construir y fagocitar sus propios productos, y en la mirada constante sobre el pasado para encontrar algo nuevo para el presente. Y por sobre todo, en su propia estructura.
Es que Los Knacks: Déjame en el pasado es una película que, en primer lugar, está hecha de tiempo. No es un trabajo que recupera materiales ajenos, sino un seguimiento paciente a lo largo de muchos años, del devenir del reencuentro de la banda. Ese es el presente que narra: el que va desde el primer reencuentro en 2010, cuando un par de miembros del grupo tocaron como invitados de Electrisixties y el resto estaban en el público, hasta la juntada en el Rincón del Blues en marzo de 2018. El tiempo está allí, tangible, con una espesura inesperada, en el seguimiento, en el acompañamiento, en recitales, ensayos y grabaciones. Pero también está en los cuerpos de los músicos, en los problemas físicos, en lo que los va limitando con el paso de los meses y los años. El documental se construye a sí mismo y la sensación que queda es que ese presente continuo que narra solamente puede cerrarse en el momento en que lo hace, cuando ya la historia está contada y solo queda “tocar hasta que te mueras”, como dice uno de los músicos.
Pero hay otra dimensión del tiempo que aborda el documental y que lo hace aún más interesante y complejo. Porque es allí donde Los Knacks aparecen con una marca que parece definirlos de manera contundente. Lo que muestra el documental es un grupo de músicos en un desfasaje continuo con el tiempo que les tocó transitar, producto en parte de cierta intransigencia radicalizada, en parte de su imposibilidad de comprender y adaptarse a los cambios (tecnológicos especialmente) en la sociedad, y en parte de la incomprensión del entorno. Es después de ese primer período en el que Los Knacks parecen adelantarse a su propia época (la historia de cómo y por qué grabaron Submarino Amarillo de Los Beatles es notable en esa idea) y sin proponérselo forman parte de algo parecido a la “beatlemanía” en la Argentina, que todo parece producirse a destiempo. Empiezan a hacer sus propios temas cuando el éxito en ese momento aún era hacer covers. Son contratados por la EMI y graban un disco en inglés que nunca es editado porque Onganía prohíbe la difusión de artistas argentinos que canten en ese idioma. Se niegan a regrabarlo en español, justo en el momento en que está empezando el boom del rock de la generación de La Cueva. Vuelven a tocar en la última década, cuando el rock argentino comienza a perder peso específico, una vez abandonado el auge del rock chabón y cediendo espacio a otros géneros en la preferencia juvenil. No llegan a la TV –ni tocando en vivo ni con el clip que filman– porque los canales locales de video solo difunden material en español. Graban un nuevo CD en plena decadencia de las disquerías. Son seleccionados para un concurso de bandas televisivo, pero son descartados por su edad –que además ese planteo lo haga Vitico, bajista de Riff, que tiene una edad similar a la de los involucrados roza lo despreciable–. Piensan en la posibilidad de hacer una película de ficción protagonizada por ellos mismos como las que hacían Los Beatles en los 60. Y hasta alguno de ellos cree que tranquilamente podrían haber hecho un gran estadio –¡River!– cuando no logran siquiera llenar el Moulin Blue. El desfasaje entre el proyecto y la realidad está dado por ese tiempo en el cual siguen siendo algo que no encaja. «Lo que falló fue no saber esperar un poco” dice la que fue su agente de prensa, Amalia Pinetta, como si en ese detalle estuviera la posibilidad de poder encajar en su tiempo. Quizás hayan sido las expectativas demasiado altas las que terminan generando que ese desfasaje se vuelva cansancio. Grabar un disco sin tener dinero suficiente para pagar las horas de estudio (y de nuevo, el destiempo: antes las compañías tenían sus propios estudios o pagaban por ellos para sus músicos), hacerlo tan a las apuradas como en el pasado (Submarino Amarillo fue grabado en pocas horas, mientras todo el disco nuevo The last stand fue grabado en una única sesión en un estudio). Cuando el disco es una realidad, encontrarse con que, por la distribución, se ha convertido en un disco fantasma como aquel que EMI nunca editó. Y, por sobre todo, esa identificación de marca del grupo: seguir haciendo el mismo rock inglés de hace cincuenta años, en un mundo en el que en todo caso, esa música es un objeto vintage, pero nunca masivo.
El tiempo está en todo el relato. En el recelo por el ingreso del hijo de Robbie Paz como bajista (“No tiene nada que ver un pibe de 20 en una banda de los 60” dice Chito). En el show compartido que debía comenzar a las diez de la noche para terminar tocando a las seis de la mañana, fastidiados y cansados. En ese pasado que se quiere recuperar y no se puede (“No se puede llenar después de 40 años” señala, con coherencia Claudio Kleiman). Y sobre todo en lo que se va perdiendo. La muerte de dos de los miembros originales del grupo después del show de despedida del 2015 parece estar sosteniendo esa frase que alguno de ellos dice en algún momento: “La vida de rockstar es no saber si vas a llegar a viejo”.
Los miembros de Los Knacks llegaron a viejos. Creyeron que era posible recuperar algo del esplendor perdido porque, a fin de cuentas, confiaban en su música (“Nosotros convencemos tocando”). Pero afuera había otro mundo, otros tiempos, en los que como al principio, volvían a quedar fuera de sintonía. Quizás era necesario entender ese desfasaje para comprender las huellas del tiempo. Quizás era necesario despedirse, entre el desencanto por lo que se quiso hacer (“Creo que Los Knacks se merecían otra cosa” dice Chito) y la resignación de lo que no se pudo (en varias oportunidades los escuchemos decir: “es lo que se podía hacer”) para comprender que la esencia del grupo no estaba en las multitudes ni en los estadios llenos que se imaginaban. Sino en ese lugar en el que se juntan por el placer de juntarse. El resto es ese momento que en la vida de los músicos es como un breve comentario, glorioso sí, pero lejano. Y sobre todo, pasado.
Calificación: 7/10
Los Knacks: Déjame en el pasado (Argentina, 2019). Dirección: Gabriel Nesci, Mariano Nesci. Duración: 107 minutos.
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